Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 19. El Ramo

Nadie esperaba que el ramo de flores que lanzó Eva el día de su boda, tras cruzar la puerta del ayuntamiento, iría a parar a las manos de Lola. El arroz que pululaba por el aire de la plaza de España hacia los rostros y cuerpos de los novios bien hubiera dado para una paella, o incluso dos. Qué desperdicio.

Lola acogió ese ramo como quizá una última oportunidad. Era supersticiosa, como las viejas, y creía realmente que, si el ramo la había escogido a ella, la señal estaba clara: había sido elegida por el destino. Y así fue. Durante el convite, y con unas cuantas copas de más, olisqueó entre los invitados en busca de su presa.

Lola no era demasiado guapa. Tampoco es que no pudiera mirarse al espejo, pero ni estaba dotada con la mejor de las sonrisas ni con unos preciosos ojos almendrados. Lola era una tía bastante normal, eso sí, con unos buenos melones, de esos que hacen babear a los pagafantas. Ella, además, lo sabía, y solía acudir a eventos y celebraciones con escotados vestidos para que, en la medida de lo posible, no la miraran a la cara durante los primeros momentos del cortejo. Menuda pájara.

Eva y Óscar andaban siempre rascándose el bolsillo, por lo que decidieron hacer el convite en la marisquería Moreno. Eso sí, en la de la antigua carretera de Extremadura, porque hacerla en la del pueblo les parecía quizá demasiado cutre.

Al entrar, un ligero olor a pescado a la plancha, mezclado con el aroma de las carnes al horno y a la brasa, impregnaba el largo pasillo que se extendía desde el porche hasta el salón donde se celebraría el banquete. Plantas cutres y carteles pasados de moda, como de otra época, salpicaban las paredes de La Moreno, y al final unas puertas de cristal daban paso a los dos salones, a izquierda y derecha, que había en aquella marisquería. El convite se celebró en el de la derecha.

Después de la opípara comilona comenzó el baile, y ya sabéis: se bajan las luces, se sirve el alcohol a espuertas y se sube la música chabacana hasta límites insospechados. Cuando eso pasa, es cuando Lola ataca. Es el momento idóneo en el que aprovecha la confusión y arrima sus tetas al más borracho, o al más desesperado. Y así es como surge la magia. Después, un polvo rápido, a veces incluso en el mismo parking del garito de turno. Pero esta vez, el ramo, ese ramo de novia, la obligaba a buscar una relación duradera. Y así es como conoció a Ángel.

Ángel era un sin sangre, de esos que andan siempre a las órdenes de cualquiera. Un tipo bueno, pero falto de carácter, con un físico del montón, que pasaba desapercibido, pero que le ayudaba a pasar el día de una forma más o menos decente reponiendo latas y otras cosas en el Mercadona de la Fuensanta.

Y así es como se conocieron Ángel y Lola, en la boda de Eva y Óscar. Y así es como comenzó una relación más que insólita.

Lola y Ángel no tardaron mucho en casarse, en comprarse un piso e irse a vivir juntos. Lola lo tenía todo pensado desde el día en que le cayó el ramo. Tenía algo de dinero ahorrado, Ángel también, y como sus trabajos eran más o menos estables —por cierto, Lola trabajaba como policía nacional en la comisaría de la calle Granada— fue relativamente sencillo conseguir la hipoteca. Se compraron un pequeño piso de dos habitaciones y se fueron a vivir al PAU 4 en enero de 2021.

Fue en esa época cuando comenzaron los primeros insultos, las primeras faltas de respeto y los primeros desplantes. Y es que, claro, apenas habían pasado seis meses desde la boda de sus amigos y precipitarlo todo no había sido la mejor de las opciones, apenas se conocían. Aun así, decidió aguantar. Quizá estaba pasando una mala época. Y bueno, todos tenemos malas rachas.

Pero no, no pasó. Las situaciones en casa eran cada vez más tensas, los insultos y las faltas de respeto más graves, y la situación se volvió insoportable. Insoportable para cualquier persona en su sano juicio. Pero ya sabéis: en las cosas del amor, el juicio depende de cada cual. Cada uno es un mundo, dicen, y en este caso, al ser dos tipos tan peculiares, pues dos peculiares mundos. Por lo que estamos hablando casi de un multiverso. Por eso las cosas se complican, y ¿quién soy yo para juzgar lo que cada uno hace o deja de hacer en su puñetera casa?

A lo que vamos, que me disperso.

No tardó en llegar la primera hostia, y después otra, y otra, hasta que los bofetones se convirtieron casi en rutina diaria. No había noche en la que yo, a través de la fina pared de pladur que separaba mi piso del suyo, no oyera aquellas peleas.

—¿De dónde vienes? Hueles a un perfume que no es el tuyo. Seguro que me has estado, por ahí, engañando con cualquiera. No vales nada. No me mereces.

—Pero ¿qué dices? Vengo del trabajo. Hoy hemos tenido que salir un poco más tarde y después el coche no me arrancaba. He tenido que llamar al seguro.

—Ya, siempre con excusas. No me lo creo. No creo nada de lo que cuentas.

Después de conversaciones como esta, o cortadas por el mismo patrón, comenzaban los porrazos en las paredes, los portazos, el sonido de cosas rompiéndose contra el suelo y, poco después, los golpes sordos sobre la carne. Lo sé. Sé cómo suenan, porque yo también lo he vivido en mis propias costillas, y siempre es igual: tras los puñetazos, el silencio. Después, un portazo fuerte cerraba la puerta de la casa, esa puerta pesada y blindada que da al descansillo. En minutos, si arrimaba bien la oreja a la pared, podía escuchar los llantos y lamentos resonando en su casa.

Pasaban unas horas, no muchas, quizá un par, cuando normalmente volvía a sonar el tintineo de las llaves preparándose para abrir la puerta.

—Cariño, ya estoy aquí. ¿Duermes? Perdóname, de verdad. Lo siento. Sabes que te quiero. Te quiero tanto… —decía.

Recuerdo perfectamente el día en el que la pelea se fue de las manos, más de la cuenta. Tan fuertes eran los golpes sobre las paredes que los cuadros que tenía colgados en el tabique que separaba mi apartamento del suyo llegaron a tambalearse.

—¡No me pegues más, por favor! —gritaba.

—Te pegaré lo que me dé la gana. ¡Que has vuelto a engañarme! Lo sé. He visto la conversación del móvil. ¿Te crees que no me entero de nada?

—¡Pero si es una persona del trabajo! Me ha dado las gracias por acercarla a casa después del curro.

—No me valoras. No valoras lo que tienes en casa y tienes que salir a buscarlo fuera. Eso es lo que pasa.

La maraña de insultos y golpes que vino después fue abrumadora, escandalosa. Tanto, que sin dudarlo llamé a la policía. Si nadie desde dentro de esa casa estaba dispuesto a parar lo que allí ocurría, yo tenía claro que, desde fuera, no lo podía permitir. Pero la policía no llegó a tiempo.

Sonó un disparo. Uno solo fue suficiente. No hizo falta ninguno más para que el cuerpo del pobre Angelillo yaciera sin vida, mientras se desangraba sobre el piso de la cocina.

Los compañeros de Lola no tardaron en llegar y llevársela esposada. Ahora cumple condena desde este año en la cárcel de Navalcarnero.

Ojalá se pudra allí, la muy hija de puta.

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