Nueva columna semanal con una historia especial en estas fechas. Móstoles Insólito: Relato 55. Santos, Inocentes y Culpables
Luis siempre decía que los álbumes viejos tienen un olor especial, una mezcla como de cartón húmedo y domingo por la tarde. Aquel día estaba sentado en el salón, con su nieto Lucas a su lado, meneando las gruesas páginas donde el paso del tiempo habían mordido las desgastadas imágenes de un lado a otro.
El niño, que tendría unos ocho años, seguía las imágenes con atención y una curiosidad que solo tienen los chiquillos en esa época de su vida.
Entre una foto amarillenta y otra, apareció un recorte de periódico. Era pequeño, doblado en cuatro. Luis tragó saliva antes de abrirlo.
La imagen mostraba el antiguo cementerio de Móstoles: un terreno de tierra rojiza, lápidas torcidas, y en el centro, algo insólito. Una tumba rodeada por un foso estrecho, como si hubieran querido separarla del resto. Y un muro, bajo pero firme sobre la zanja que la aislaba como una isla dentro del camposanto.
—¿Y esto, abuelo? —preguntó Lucas.
Luis dudó. Mucho.
—Algún día te lo contaré, pequeño. Cuando seas mayor —dijo cerrando el recorte con manos temblorosas.
Pasaron los años como pasan los inviernos en los barrios de siempre: sin prisa, sin ruido pero dejando pequeñas huellas en las esquinas donde nadie mira.
Lucas creció, y un día lluvioso, con catorce años recién cumplidos, se plantó frente a su abuelo lleno de curiosidad.
—Abuelo… ¿te acuerdas de aquella foto, la del cementerio? Creo que ya estoy preparado para que me lo cuentes. Ya no soy un niño.
Luis lo miró con esa mezcla de vergüenza y miedo que solo sienten quienes custodian un secreto que no quieren compartir.
Volvió a dudar. Pero esta vez, abrió el álbum y dio un paso adelante. Después se quedaron un momento en silencio, como si el recorte exigiera cierto respeto. Después, Luis empezó a hablar.
En la familia siempre se había evitado nombrarla, desde que se olvidó de todos ellos al irse a vivir con él.
Era Adelaida, hermana de la abuela de Luis.
Una mujer tozuda, de mirada perdida, que vivió en una época en la que la pobreza apretaba más que un zapato pequeño.
Se casó con un hombre llamado Roque, jornalero, fuerte, conocido por tener la mano ligera con el vino y también ligera con Adelaida.
Una noche de 1932 —Luis bajó la voz al decirlo—, el pueblo entero escuchó los gritos. Nadie abrió la puerta. En la España profunda de aquellos años, cada cual cargaba sus sombras y no se metía en las ajenas.
A la mañana siguiente la encontraron. Y a él, también.
Roque había matado a Adelaida en un arranque brutal de celos y luego, incapaz de mirar lo que había hecho, se quitó la vida ahorcándose en el granero.
Fue un escándalo en Móstoles, aunque apenas se escribiera en los papeles. En aquella época, se escondía el horror bajo la alfombra como quien esconde la ceniza dentro de la chimenea.
El cura se negó a enterrarlo en tierra bendecida.
“No se puede mezclar a un pecador de muerte propia con los hijos de Dios”, dijo. Sin darle además importancia a que no solo había acabado con su propia vida, si no también con la de Adelaida.
Hubo discusiones, insultos, amenazas. Al final, el caso llegó al juez del partido judicial.
Y fue él quien dictaminó la solución más extraña que habían visto los vecinos: el cuerpo de Roque no sería exhumado, pero su tumba quedaría aislada del resto por una tapia de ladrillo construida sobre una profunda zanja. Como si hasta muerto siguiera siendo un peligro.
Los aguadores y albañiles del pueblo cavaron durante dos días. Algunos rezaban; otros callaban. El viento arrastraba el un penetrante olor a barro húmedo y a España rancia.
Cuentan que, cuando terminaron, uno de los albañiles, el más mayor dijo:
“Así queda. Castigado para siempre”.
Luis guardó silencio un momento. Cerró el recorte. Había terminado.
Lucas respiró hondo.
—Abuelo… ¿y tú qué piensas de todo esto? ¿De que lo encerraran así? ¿De que dijeran que no merecía estar con los demás? ¿De la memoria de Adelaida? ¿Del poder de la Iglesia en nuestro país?
Luis se quedó mirando el suelo, moviendo los dedos de forma ligera sobre el reposa brazos del sofá
—A estas alturas de la vida, Lucas… —dijo por fin— lo que yo piense de lo que pasó, porque pasó y cómo se resolvió… ya no es relevante.
Lo importante es qué piensas tú, qué opinas tú al respecto. El futuro está en vuestras manos.
Sois vosotros los que debéis desarrollar vuestro propio pensamiento crítico.
Lucas asintió despacio. Y el tema no volvió a mencionarse. Durante un tiempo.
Años después, Luis —ya con ochenta cumplidos— estaba en su salón, el álbum abierto sobre las rodillas. El mismo álbum. La misma página. La misma puta tumba.
Lucas entró rebosante de alegría. Venía del acto de graduación. Acababa de terminar el grado de Derecho con notas brillantes
—Abuelo —dijo—, he decidido preparar las oposiciones a juez. Para que cosas como las que pasaron en nuestra familia… no vuelvan a ocurrir. Ni en Móstoles, ni en ninguna parte.
Luis cerró el álbum con suavidad. Ese sonido leve, casi un suspiro, fue, sin duda alguna, su forma de bendecirlo.
Y por primera vez en muchos años, pensó que quizá, solo quizá, aquel viejo muro levantado alrededor de un muerto había terminado siendo el cimiento sobre el que un vivo construiría su vocación. No podía estar más orgulloso.
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