Nueva columna semanal reflexionando esta vez sobre la influencia de la sociedad en lo más puro. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Aguas Subterráneas
Dicen que, según sea el agua del manto acuífero, así será la vegetación y la vida en la superficie. El 43% del agua destinada a riego, a nivel mundial, y cerca de la tercera parte del agua que consume el ser humano, procede de aguas subterráneas, por no hablar de su relevancia en el ciclo hidrológico. Atendiendo a éste, hay un tipo de agua, el agua meteórica, que proviene del vapor de agua atmosférico y que precipita en forma de neblina, lluvia o nieve, entre otras formas. El agua edáfica se encuentra en una zona de aireación y es fundamental para el desarrollo vegetativo, pero el agua freática se encuentra en una zona de saturación y es la más susceptible a una contaminación antrópica (es decir, la contaminación provocada por la acción del ser humano y sus efectos sobre la naturaleza).
Las aguas subterráneas de la sociedad, de todo cuanto acontece y conforma una época, intervienen de manera determinante en la vida en la superficie, en la primera vista, en los momentos que vivimos y en el entorno que gozamos o sufrimos a partes desiguales. El capitalismo más agresivo nos ofrece multitud de opciones y, con ellas, la ilusión de poder escoger el producto que deseamos; nos hace sentir que todo se encuentra a nuestro alcance y que todo es posible. Todo se llena de luces y colores, se convierte en la bella atracción de nuestro deseo, que transformamos en necesidad al instante. Bebemos de esta agua freática y la naturaleza, incluida la propia, comienza a enfermar. Aunque nos sintamos saturados, no deseamos abandonar el juego porque todo es demasiado hermoso y se encuentra a nuestro alcance. No pensar en el futuro y vivir en el presente, decimos. Si alguien detiene todo ese movimiento y acalla todo ese ruido, puede observar con claridad por qué las cosas no son como antes, cuando el agua edáfica reverdecía lo mejor de nuestra naturaleza, cuando no se encontraban al alcance de la mano, ni del dedo corazón, tanta diversidad de opciones y tanta posibilidad de elección. Cuidábamos el agua edáfica y vivíamos en una zona aireada. Los mayores no nos permitían ver el único canal de televisión, aparte de los documentales del UHF, salvo el Sábado Cine, si no tenía dos rombos, o los dibujos previos a las películas del mediodía; pedíamos permiso para salir al parque con los amigos o para invitarlos a casa, previo cumplimiento de los deberes escolares y domésticos, y nuestro mayor deseo era una bicicleta, el Quimicefa, una caja de Juegos Reunidos o un Madelman. Nuestra madre nos llevaba a la cabalgata de Reyes y nadie utilizaba paraguas para recoger los caramelos o pisoteaba a los críos para quitarles la posibilidad de recoger alguno del suelo. Incluso ellos se cedían los caramelos, de hecho. El ecosistema nutrido por esas aguas pensaba en colectivo. Podía llamar a tu puerta alguien pidiendo comida y le ofrecías algo de fruta o, incluso, le ponías un plato en la mesa. El agua meteórica se nutría del vapor de esta atmósfera y era absorbida por el suelo en zonas aireadas. Había ilusión, valores, deseos inocentes, sueños motivadores y compañía cercana.
Las aguas freáticas se contaminan con facilidad por la acción humana. Cuando esa compañía cercana siente deseos intensos, los transforma en necesidades imperiosas, y tiene la posibilidad de materializarlos sin pensar demasiado en nada y, menos aún, en nadie, el otro se queda solo y, por ende, ella misma también. Todo se reduce al individualismo y a la frustración. La vegetación se degrada y el aire se enrarece. Una chica se acerca al oso y se hace fotos sexys durante veinte minutos mientras una larga fila de familias espera su turno. Alguien desea tirar una foto, todos le ven y se cruzan en la trayectoria visual, siguen su camino entorpeciendo la foto y convirtiendo el instante en una larga espera. Nuestro chico disfruta en el coche luminoso de colores y no bajará hasta que él quiera, porque es tan hermoso verlo disfrutar, así haya otros pequeños deseando ese momento. Las aceras ya no son lugar para paseantes, son carriles para bicicletas flanqueados por árboles entre cada uno de los cuales se ha colocado un banco para quien desee descansar. Todo ello en un espacio de apenas tres metros de ancho. Otra opción es pasear entre las mesas de los bares, que han conquistado, mesa a mesa, todo el espacio para caminar e, incluso, las entradas a los portales.
No es de extrañar que nos sepa distinta el agua que bebemos y nos cueste trabajo enseñar a los pequeños que el agua es insípida, inodora e incolora. Dejar de enseñar a los niños es otra consecuencia de esta contaminación de las aguas freáticas. Nos hemos convencido de que la mejor educación es dejarles hacer y ser como deseen. Así va degradándose la naturaleza a consecuencia de nuestra propia degradación. El ciclo hidrológico. Solo vemos el agua y no profundizamos. Nos alegra, de hecho, poder escoger el color, el sabor y el olor del agua que bebemos y asociamos con la libertad esta posibilidad de elección, cuando nada hay más lejos de la realidad, salvo aquellos tiempos en que los acuíferos se colmaban de agua edáfica.
No hay mucho que hacer, en verdad, salvo lo que uno desee hacer consigo mismo dentro de ese individualismo y, desde ahí, realizar en su torno. Esa es una posibilidad de elección que no suele interesarnos y en la que no nos detenemos, agitados como estamos por el movimiento y el ruido dentro y fuera de nosotros, esforzándonos en ser iguales a los demás, en no caer en la tentación de ser considerados más débiles por ellos. Lo cierto es que no somos diferentes de aquellos que fuimos ni de aquellos que fueron. La evolución conlleva todo tipo de aguas en sus precipitaciones, la toma de la evaporación de épocas pasadas y las vierte sobre todo tipo de terrenos, aireados o saturados. No podemos elegir en qué zona nos encontramos, lidiamos con los tiempos que hemos de vivir. En realidad, y pese a las falsas apariencias, escogemos poco. La cámara frigorífica muestra distintas marcas, tipos y sabores de yogur, y escogemos con nuestra decisión, pero ésta se encuentra limitada a los productos expuestos, no puede considerar los existentes; y, aun así, aun pudiendo hacerlo, sería una elección condicionada. Así pues, nos vemos algo arrastrados a evolucionar con las circunstancias. Hay a quien le vence el devenir de los días y de los tiempos, quien considera que ha nacido en una época equivocada o que, sencillamente, no está hecho para la vida, quien se agota y con razón. Quizá sean efectos de la contaminación antrópica. En todo caso, pese al individualismo, no cabe duda de que todos formamos parte de la sociedad, no podemos referirnos a la «gente» sin incluirnos a nosotros mismos. Podríamos comenzar por hablarnos, por pedirnos educadamente paso en lugar de arroyarnos, por educar a los niños en el agradecimiento y en la ayuda a los demás, por preguntarnos por nuestro estado de ánimo, por darnos las gracias al recibir ayuda… y por ser amables y considerados con el otro. Todas estas cosas que han ido evaporándose sin encontrar el camino de regreso al suelo que pisamos. La sociedad está formada por personas, por la propia sociedad, y la cultura la forjamos las personas, los pueblos, las costumbres y las tradiciones. Juntos y por separado. Podemos esperar que los tiempos de agua freática se agoten, podemos trabajar en airear las aguas subterráneas que recorren nuestra época para hacer de ellas el agua que necesita una vida verde, una fauna florida, un clima acogedor y una sociedad algo más digna y bella.
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