Un viaje a la infancia de varias generaciones de mostoleños desde la calle Llobregat . ¿Quién anda ahí? Mostoles: Colegio Balmes
He pasado con cierta frecuencia por la calle Llobregat en los últimos años, después de décadas sin acercarme a ella. Resulta llamativo las sensaciones que produce caminar por esa calle y permanecer en la puerta del colegio de mi infancia: el Colegio Balmes. No nos permitían salir del centro durante las horas escolares. Más de uno quería salir en el recreo a comprar un bollo en el comercio de enfrente; alguno de los «mayores», a comprar tabaco, lo cual estaba aún más prohibido, naturalmente. Hoy me apuesto en la calle sin posibilidad de entrar. No podía salir de niño y no puedo entrar de adulto. Podría uno hablar de la infancia más que de un colegio. Quizá sea así, quizá el colegio representa la infancia. No cabe duda de que el colegio ha experimentado grandes cambios en estas décadas. El patio ya no es de tierra, por ejemplo. Solo las precarias canchas de baloncesto eran de cemento.
El colegio siempre estuvo bien diseñado, eso sí. Un edificio para los pequeños y otro para los mayores. Me matriculé con nueve años, en cuarto de E.G.B. El primer día, nos subieron en fila, pegados a la pared, por las escaleras del edificio de mayores. Primera planta, en la segunda estaban los de doce y trece años, los mayores de verdad. Las paredes eran de granito, además de su textura, me llamaba la atención lo diminuto de las piedras y, sobre todo, algunas blancas, que parecían brillar a mis ojos. Aquel año escolar fue el primero estable. El año anterior estuve en el Andrés Torrejón tras unos meses caóticos en Móstoles por la falta de colegios. Me incorporé desde el Fausto Fraile, donde nos metieron inicialmente a todos en el inicio del curso tras días de manifestaciones en la calle con eslóganes como «alcalde, embustero, se te ha visto el plumero» o «queremos colegios para nuestros hijos». Sesenta y cinco alumnos por clase, algo inmanejable para cualquier profesor. Nos repartieron a los colegios que pudieron y la cifra quedó entre cuarenta y cuarenta y cinco alumnos por clase. Así llegué al Andrés Torrejón, donde cursé tercer curso, antes de matricularme en el Colegio Balmes, donde llegué a mi preadolescencia colmándome de sensaciones, vivencias y relaciones que me marcaron como para llegar a la puerta del colegio en mi madurez y emocionarme ante aquel lugar.
Veo a los niños con los uniformes que estrenamos nosotros. Entonces, el chándal era azul con líneas laterales blancas y vivimos ese cambio al nuevo aún vigente, blanco y azul marino con la línea roja. El uniforme de diario se ha mantenido con algún otro cambio, si bien no deja de llamarme la atención que sea el chándal el uniforme del colegio que más se vea por la calle. Las chicas mantienen su falda tableada a cuadros y su polo o camisa blancos, los chicos llevábamos pantalón gris, camisa blanca y jersey azul oscuro. Todos nos conocíamos con el uniforme y las primeras veces de vernos sin él sentíamos una sensación extraña respecto de los demás.
También he querido visitar el bar de los profesores, a la espalda de los edificios de enfrente. Un lugar medio sagrado para nosotros, al que entré en una ocasión para dar un recado a un profesor. Pese a conservar el mobiliario, nada tiene que ver con lo que era, como tantas cosas. Cruzo la calle Río Llobregat de nuevo y recuerdo las rutas ocupando toda la calle. Los autobuses Nogales y sus conductores peculiares, como Antonio o Joaquín. Joaquín tenía el autobús siempre limpio y con sus complementos, como el aparato de radio con ecualizador que nos tenía maravillados a todos y que, en aquella época, era una auténtica novedad. Mi ruta era la cuatro. Formábamos fila en el pavimento de baloncesto, de cara al pasillo resguardado que comunica con el edificio de oficinas y de las aulas de los pequeños, y en el que se encontraban los baños del patio.
Hablar de aquellas sensaciones en el colegio es hablar de los profesores: Don Domingo, profesor de ciencias; Don José, profesor de lengua al que llamábamos Don 4M (Medio Metro y Mal Medido); Don Julián; la señorita Vicky; la señorita Fina; Don Inocencio y, por supuesto, el inolvidable Don Antonio Trigueros, profesor carismático y entusiasta. Supe de su violento fallecimiento muchos años después, en el centro de Madrid, y la noticia me afligió el alma.
Podría extenderme mucho hablando de tantas experiencias y emociones, hablando de compañeros y profesores. No puedo olvidar a Beatriz Alonso, una compañera de pupitre muy especial, ni a Alejandro Alejo, amigo del alma, ni a tantos con los que compartí horas de todo tipo durante cuatro años. Tras acabar el octavo curso, me matriculé en el Instituto Manuel de Falla, donde me esperaba una adolescencia colmada de emociones aún más fuertes y vivencias que acabaron por forjarme como la persona y el escritor que hoy en día soy.
Hablar del Colegio Balmes es hablar de mucho más que de aulas, horarios, exámenes y materias. Tanto es así, que alguna de aquellas vivencias ha pasado a formar parte de mis libros y de mis escritos, y sigo rememorándolas como experiencias significativas que forman parte de mi primer contacto con el mundo exterior.
He realizado actos literarios en la librería El baúl de sueños, frente al colegio, siempre tan bien acogido por Merche, y cada uno de esos momentos se ha vuelto aún más emotivo, por sentirme tan cerca de aquel colegio, de mi colegio.
El Colegio Balmes es uno de esos lugares y entidades que forman parte de la identidad de Móstoles. Discreto, silencioso y omnipresente en tantas vidas. Me atrevería a decir que creándolas, formándolas en la ardua tarea de ser adultos con aquellos años de colegio en nuestro corazón.
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