Calles, plazas y recuerdos, el mapa emocional de una vida en Móstoles. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Sobrevuelo

En un mundo en el que se vende la idea de que hemos de estar siempre alegres y optimistas, hemos de viajar y olvidar el pasado, vivir únicamente el presente y ser eternamente joven, creo aún más imprescindible detenerse y alejarse de esas creencias banales. Detenerse a sentir la pesadumbre o el dolor, tan indispensables y pasajeros como la alegría, a recordar el pasado, que nos trae lecciones y que nos habla de quien somos, y a asentarnos en el tiempo que estamos recorriendo.

Pasear por las calles de Móstoles donde vivimos y por aquellas en las que transcurrió nuestra infancia, movernos por los barrios con la fortuna de haberlos vivido en otras épocas, con el aprecio de quien encuentra a un viejo amigo: El Soto, Pradillo, Estoril II, el Hospital viejo, el parque de Andalucía, las calles de Simago, la iglesia… Pasear y sentirse recorriendo el propio interior de uno, pues estamos formados de calles, plazas y barrios, incluso de habitaciones, salas y escaleras.

Hay una calle en mí, Ricardo Médem, donde nos reuníamos los Boy Scout en un local cedido por la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, que se encontraba, y aún se encuentra, en la plaza de enfrente. En realidad, fue un apoyo prestado a algunos alumnos por Don Félix, un cura de esa iglesia que daba clases de francés en el instituto Manuel de Falla, al que asistíamos muchos de nosotros y todos los monitores. Quizá fuera un proyecto suyo, incluso. Un hombre mayor, divertido y carismático, de lengua franca y directa, con carácter y amigo de todos.

Digo que esa calle se encuentra en mí porque puedo recorrerla aún mientras paseo por mi trayectoria vital. Allí encuentro amigos, amores adolescentes, mi primera pandilla, y experiencias vitales que me han forjado sin darme siquiera cuenta. El local desapareció, fue reconstruido al pasar a propiedad de Punto Omega.

Esa calle también me trae recuerdos de otros lugares, de fatigosas marchas en la montaña nevando con ventisca, con los pelos de las parkas congelados y los pantalones vaqueros de alguno (¡mira que os tenemos dicho que nada de vaqueros!), dificultando los movimientos por encontrarse congelados y duros como el metal. Trae recuerdos de acampadas y de actividades formativas como el rapel, y recuerdos de besos, discusiones, charlas y diversiones.

La plaza del Pradillo y la avenida de la Constitución, por la que entrábamos a la plaza, también forman parte de mi mapa interior de emociones y recuerdos. Seguíamos ese trayecto para acudir a las fiestas con el permiso paterno de poder estar de vuelta en casa a las once de la noche (ni un minuto más). A veces, llegaban a ser las doce, en un permiso al que mi padre agregaba siempre una advertencia: «sin que sirva de precedente». Así aprendí el significado de la palabra «precedente», que no había escuchado antes.

Los mercadillos vendían casetes piratas de los discos originales más populares y ponían banda sonora al mercadillo y a la época. «Life is Life», de Opus, fue una de las canciones que sonaban sin cesar un año. Los puestos vendían pulseras de cuero con tu nombre y colgantes de cordón con la letra inicial de tu nombre, entre otras alhajas solicitadas por los más jóvenes.

Recuerdo que alguna amiga me decía días después: «te vi en el mercadillo con tu novia». Yo aclaraba que era mi hermana y ella sonreía con cierta picardía y con encanto adulador al enterarse de que yo no tenía novia. Todo quedaba ahí porque siempre fui muy torpe en mis relaciones sentimentales o porque, sencillamente, estaba siempre en mis calles, plazas y barrios interiores, que, entonces, eran como Móstoles en aquellos tiempos: lugares improvisados a los que aún les restaba crecer y madurar con la experiencia.

Por supuesto, hay recuerdos que aún causan dolor e, incluso, que aún no sabemos cómo digerir. Los encuentras en tu paseo y piensas si están bien digeridos o si la perspectiva y la madurez (¡dichosa!) pueden aportar alguna visión que facilite su estancia en la memoria. Al final, decides no tocarlos, también por respeto a uno mismo, al yo de aquel momento que lo vivió y lo guardó allí de esa manera. Suicidios y conflictos absurdos, daños y dolores que nos encontraban demasiado jóvenes para abordarlos y tratarlos. Todo aquello también nos forja como lo hace una ciudad como Móstoles.

Imaginariamente, ahora paseo en helicóptero por los cielos de la ciudad y me agrada contemplarla tan activa y viva. No es una cuestión de partidos políticos sino de personas y creo que las personas que se encuentran en el consistorio estos años no cesan de mantener la ciudad en movimiento con ofertas, actos y eventos culturales, deportivos y de toda índole, de excelente calidad. Me gusta sentir Móstoles tan vivo e intuyo que aún queda mucho por llegar.

Tras la colonización del ahora distrito del PAU, antes grandes descampados, ha llegado el turno de transformación de El Soto, que ya venía años mudando su apariencia. El cruce de Pintor Velázquez con la avenida de Iker Casillas es un punto neurálgico de tráfico desde hace varios años cuando apenas era cruce décadas atrás y no transitaban ni la tercera parte de los vehículos porque eran las afueras. Se ha construido y hay construcciones en marcha aún que, en perspectiva espacial, acaban uniéndose a las edificaciones de la avenida de los abogados de Atocha. Una arteria más que se fortalece en nuestra ciudad, que sigue madurando y convirtiéndose en la persona adulta que somos quienes hemos ido creciendo con ella. Ya no son las afueras, sino que es parte vital de la ciudad.

Algunos de nuestros amigos han fallecido, otros se han marchado y a otros no los reconoceríamos en un encuentro fortuito por las calles. Todos hemos cambiado, no solo la ciudad. Contemplar la vida de quienes conoces desde niños, la vida de una ciudad incipiente en el transcurso de casi medio siglo de existencia, la vida propia en este devenir perenne trae sensaciones de todo tipo.

Si permaneces a este lado de la cuerda, puedes observar crecimiento y sonreír con las experiencias; puedes comprender que, pese a épocas de recesión, épocas en que parecía haberse detenido el crecimiento, las ciudades se desarrollan, los tiempos cambian y las personas vienen y van como la marea, que trae nuevas aguas en cada llegada.

Comercios de Móstoles colaboran con el Carné Joven (aún recuerdo su creación y el primer carné), las colonias urbanas de verano (en mi memoria las primeras y en el cajón de mi armario aún aquellas camisetas blancas serigrafiadas en verde) y la verbena de verano, que regresa este mes, hoy mismo, para amenizar nuestras noches estivales.

Las personas necesitamos recorrer las calles, salir de las pantallas y los gimnasios, desprendernos momentáneamente de nuestros pesares y obligaciones, y disfrutar de las calles de la ciudad y de nuestras calles internas. Poder elevarnos sobre ellas para sobrevolarlas y disfrutar de cuanto bueno nos aportan.

La ciudad ha cambiado y nosotros también. Puede llamársele prosperidad o, sencillamente, evolución. Me quedo con la idea de que no deja de ser nuestra vida y de que siempre se trata de eso, de nuestra vida, nuestra ciudad, nuestras calles y plazas, nuestros barrios, nuestros amigos, antiguos y nuevos, nuestras pandillas, nuestros amores, nuestras épocas, con su valor específico y meritorio en el transcurso de nuestra existencia.

En un mundo en el que se venden ideas de escaparate desde la frivolidad capitalista, mejor comprarse un helado, unas pipas o unas castañas en buena compañía, mejor salir a la calle a pasear y disfrutar de la música y de cuanto nos ofrece, incluido el silencio y los nuevos barrios.

He de agradecer estos dos últimos años de actividad porque nos regresan a nosotros mismos, a nuestra esencia, con la música, el teatro, el espectáculo, las luces, el entretenimiento, el baile y los valores, que no podemos dejar atrás, que han de proseguir en nuestro camino para mantener nuestra sonrisa, pese a todo o gracias a todo.

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