Nueva columna semanal ambientada en diferentes punto del municipio mostoleño. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Un relato
Observar dormir a una persona que te toca el corazón, produce una placidez inusitada. Contemplar el cuerpo inerte, salvo por la respiración sosegada que delata un plácido reposo, de quien hace un momento escuchabas hablar sin parar de moverse y gesticular, y sentir el vínculo emocional que liga tu vida a la suya hasta el punto en que no podría comprenderse la una sin la otra. Esa armonía se intensifica en las horas vespertinas y se extiende a lo largo de la noche, cuando la ciudad duerme y observas los tejados perderse en el horizonte sobre el que el sol remó en su barca durante el día, hasta desaparecer bajo el manto negro cubierto de estrellas.
Apoyado en la repisa del ático, todo se aquieta inicialmente dentro de uno mismo, en ese punto de inflexión entre días contiguos. Todo lo sucedido reposa al tiempo que toma su último descanso lo que, al día siguiente, ha de suceder. Es un privilegio encontrarse en esa línea delgada desde la que percibir con perspectiva el pulso vital de la existencia, de esa época y tiempo concretos que atravesamos en el momento de sentarnos junto a la persona dormida o de permanecer apoyados en la repisa del ático, perdiendo la vista en la panorámica de la ciudad acallada por el sueño.
Desde ese ático en concreto, podían divisarse los tejados de Estoril por el Oeste, los de Iviasa por el Este y los de Las Nieves hacia el frente. Quizá por la atracción que ejerce lo más ajeno a nosotros, cabría preferir la vista intermedia entre Las Nieves e Iviasa. También la mirada abarcaba una mejor panorámica y producía una sensación más cercana al infinito. La luna iluminaba la escena como si fuera quien velase nuestro sueño y comprendiera, con afecto maternal, que permaneciésemos aún despiertos, una vez más. «Está bien, puedes contemplar la ciudad y el cielo un rato más, pero no estés toda la noche ni acabes sintiéndote como un pájaro observando el mundo desde la jaula, cuando todo es silencio y quietud».
El día podía haber transcurrido en el parque de El Soto, celebrando el cumpleaños de una hermana. Jonás —supongamos ese personaje— no quería asistir porque no le agradaban las reuniones familiares donde, en el mejor de los casos, solía sentirse desplazado. Tampoco le había gustado nunca comer en el campo, con las hormigas y otros bichos, y las acículas de los pinos pinchándole el culo, las manos y las piernas, como divirtiéndose con el juego. El campo le hacía sentir inseguro, había amenazadas por doquier y era incómodo. Sin embargo, debía asistir al cumpleaños y procuró no alterarse. El parque de El Soto tiene mesas de merendero donde poder sentarse cómodamente y comer como si estuvieras en el salón de casa. Esto ayuda a Jonás, que sonríe al haber dado sopas con honda a las acículas. Encuentran una mesa a la sombra y la familia instala allí su centro, dispuesta a vivir un día emocionante al aire libre.
Hay un momento en que Jonás pasea por el estanque y se encuentra con los patos y las ocas, y observa a los niños ofreciendo migas de pan para que se acerquen. Cuando lo hacen, el niño se asusta porque se acercan a él con ímpetu y en gran número, armando una graciosa algarabía. Jonás regresa pronto con la familia y se deja llevar por el día y las bullas jocosas. Ahora, apostado en el ático, recuerda algún momento concreto durante un lapso breve de tiempo. Enseguida lo deja marchar, permite que se difumine en la perspectiva de los tejados de la ciudad, en un intento de abarcar lo inconmensurable de la vida en ella, las historias y las emociones que transcurren por sus calles, sus parterres y sus parques, mientras el sol navega en su barca por el cielo inmenso.
Jonás bajaba al parterre que se encontraba a la vuelta de casa, entre la calle Miguel Ángel y la calle Velázquez. Lo atravesaba en diagonal para ir a la ferretería a comprar algún encargo de su padre, que aprovechaba el verano para hacer mejoras en casa. Aunque eso era ya de mayor, con once o doce años. Antes de eso, había jugado con Alejandro Alejo en aquellos columpios y se habían sentado juntos en aquella tierra a jugar a las chapas o a lo que fuera, mientras hablaban de asuntos trascendentales. Imaginaban que, ya adultos, Alejandro entraría un día en la oficina de Jonás para encargarle algún proyecto. Jonás quería ser delineante en aquellos días, como su tío Ricardo. Le gustaba dibujar y su padre también le enseñaba a delinear con el tiralíneas. Esta imagen se difumina también en los tejados. No puede verse el humo, ni siquiera una nube que delate el pensamiento o la consecuencia de éste. Los tejados se imponen. Jonás podría recordar el día en que los fotografió con su madre a su vera. Conserva aquellas fotos. Tras su fallecimiento, han cobrado una significación aún mayor. Jonás la observó en el tanatorio como si durmiera, parecía hacerlo tan plácidamente que temía despertarla al besarla por última vez en la mejilla y en la frente. Ella también subía al ático a fumar un cigarro y a descansar del ajetreo mundano y la tensión diaria de comidas, lavadoras, limpieza, compras y demás ires y venires extenuantes.
Es hora de regresar a la habitación, de acostarse y dormir, como hace el sol, agotado de sus quehaceres. Jonás deja de rememorar el ático y de traer a su vista personas dormidas. Piensa en regresar al parque de El Soto, le gusta pasear por él y sacar alguna fotografía para conservar algo de su espíritu. Cuando observa el bullicio cotidiano del día, el tránsito incesante de las personas yendo y viniendo, el movimiento de la ciudad y las voces y el ruido del gigante, susurra para sus adentros: «Te he observado dormir bajo el manto de la noche y a la luz templada de la luna». Jonás sonríe porque la ciudad le toca el corazón. La escucha hablar sin parar de moverse y gesticular, y siente el vínculo emocional que liga su vida a la suya. Esta noche volverán a encontrarse de algún modo. Apoyado en la repisa de la ventana, contemplando desde lo alto la ciudad dormida y acompasando la respiración de su sueño con la propia respiración calmada. Quién observará dormir a Jonás en las horas de la noche en que deja de temer a la ballena. Ahora que puede cerrar los ojos tras su encuentro con los tejados, el horizonte y el cielo de la ciudad. Mañana tiene cosas que hacer, atender al trabajo y hacer unos recados pendientes. Lleva días queriendo llamar a Victoria. Vive por el parque Coimbra y acostumbran a pasear por la avenida de la Constitución desde que eran adolescentes. Transcurre más tiempo cada vez entre encuentro y encuentro, pero siguen manteniendo ese hábito que los sana. Jonás cierra los párpados y se sume en la oscuridad, el silencio y la quietud. Siente su corazón latir y juega a calmar la respiración de manera que pueda respirar lentamente, hasta el punto de percibir apenas los movimientos corporales al aspirar y espirar el aire. Se deleita en la entrada y salida del aire, largas y pausadas. Permanece en la idea de ser una ciudad observada por alguien desde la repisa de un ático. La imagen se difumina, la deja evaporarse al tiempo que su conciencia se esfuma con ella y él queda dormido profundamente.
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