
Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 11. Un caballo llamado muerte
Montados a lomos de sus desbocados caballos, Marce, de 21 años, y Manu, de 22, lograron acceder a la puerta de Avalon. Acababan de atravesar el umbral, dejando atrás el bullicio de las calles del Parque Vosa, que, salpicadas por el traqueteo del tren sobre las vías, despertaban a los vecinos a horas intempestivas en aquel Móstoles de los años 80.
Al cruzar, se encontraron en un mundo completamente diferente. Veían, ya a lo lejos, los pequeños edificios de ladrillo rojo y las sucias aceras salpicadas de botellas y colillas que, junto a la tapia que separaba esa parte de la ciudad de la vía, les susurraban que huyeran de allí mientras se licuaban como un zumo espeso. Una intensa sensación de euforia los invadió, seguida de una profunda somnolencia, confusión mental y una disminución de la respiración y la frecuencia cardíaca.
Marce despertó pasadas unas horas con la aguja aún clavada en el brazo, desorientado y confuso. Pero Manu, su amigo de la infancia, no se movía. Yacía inmóvil, con la mirada perdida; parecía que estaba atrapado en Avalon.
Marce, alarmado, se acercó a él y trató de despertarlo, pero fue en vano. Su amigo había sucumbido a los efectos de una accidental sobredosis. Estaba cautivo en ese mundo onírico y etéreo al que habían accedido a través de la puerta de Avalon.
Agotado y aterrorizado, Marce se detuvo, miró a su alrededor, buscando alguna señal de vida, algún indicio de que Manu pudiera regresar. Pero su fiel escudero seguía inmóvil, atrapado en ese mundo de sueños y alucinaciones.
A unos metros, desde el puente que cruza las vías desde la avenida de Portugal, dos chiquitajos de siete y nueve años, de ojos verdes, caras pecosas y pelos castaños llenos de remolinos, observaban aquella triste estampa sin comprender muy bien qué estaba pasando.
La voz de Joaquín, mezclada con el humo de aquellos cigarrillos Rex, sonó desde el final de la rampa, en la lejanía. Como tardaban, había bajado a buscarlos.
– Chicos, ¿qué hacéis ahí parados? ¡Daros prisa, que la abuela ya tiene la merienda!
Echaron a correr cuesta abajo como alma que lleva al diablo al oír la voz de su abuelo, con sus mochilas a la espalda, a refugiarse a su lado. Tenían miedo.
– ¿Qué les pasa a esos chicos abuelo? — dijo el pequeño mientras les señalaba.
Con el afán de protegerlos no les quiso explicar y después de besarles y azuzarles para salir de allí lo antes posible, caminaron unos metros hasta el portal. Después les dio veinte duros a cada uno para que se compraran algo durante el fin de semana y subieron a casa.
Al entrar corrieron a abrazar a Angelita, su abuela, que preparaba unos bocatas de jamón york con un pan algo correoso ya, después de todo el día en la bolsa de tela que había detrás de la puerta de aquella vieja cocina. La radio, de fondo, acompasaba los destartalados movimientos de cuchillo que ella hacía al cortar el pan.
Sonaba «Un caballo llamado Muerte», de Miguel Ríos.
Años más tarde, comprendí el significado de aquella canción.
“No montes ese caballo,
va a pasar de la verdad.
Mira que su nombre es muerte
y que te enganchará”.
“Es imposible domarlo,
desconoce la amistad.
Es un caballo en la sangre
que te reventará”.
“Por el camino
del caballo tendrás un espejismo.
Cuando te creas más libre
es cuando más cogido estás, ¡hey!”.
“El torbellino del tiempo,
del negocio y del poder,
te empujan sobre unos cascos
hechos de sangre y de hiel”.
De forma instintiva, me asomé a la calle desde la terraza. Aquel chaval, que no tendría más de diez o doce años más que yo, seguía perdido y desorientado. Mientras, aquella canción sonaba de fondo como la banda sonora de lo inefable.
Marce, en ese preciso instante, miró al cielo y comprendió, entonces, que había cruzado una línea invisible, que había entrado en un reino del que tal vez no pudiera escapar. Y mientras la angustia lo consumía, miró a Manu, su compañero de aventuras. Él ya no volvería a despertar de ese sueño eterno en el que se había sumido. Continuaría en Avalon por el resto de la eternidad.
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