Nueva columna dominical de historias ficticias ambientados en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 2. De Molinos y Gigantes
Las navidades habían llegado, como de costumbre, mucho antes de lo habitual, y es que desde hace ya algunos años, casi se juntaban en las calles del municipio los niños disfrazados de zombie con los que estaban vestidos de Elfo recorriendo las avenidas de la ciudad.
En ese escenario de principios de diciembre y con el frío entrelazándose con las hojas rojizas que inundaban las calles después de las pequeñas tormentas de aire de finales del otoño, muchos ciudadanos llenaban las calles de bulla, de quehaceres en familia y de restos de migas de turrón adelantado que se caían de sus labios mientras conversaban en familia.
En medio del alboroto del sábado por la tarde, Sofía y Valeria paseaban con su grupo de amigas por el centro. Eran jóvenes, y como a cualquier adolescente de la ciudad, les encantaba caminar por la calle en Navidad mientras observaban los puestos de madera que salpicaban uno y otro lado de la plaza del Pradillo. Apenas habían salido solas, eran jóvenes aún, y en esta ocasión lo hacían en compañía de su pequeño grupo de amigas.
Era un ritual habitual cotillear aquellos pequeños almacenes de ilusiones que vendedores ambulantes llegados de diversos puntos de la península exponían ante los ojos de propios y ajenos.
A diferencia de lo que nos pasa a los más mayores, los adolescentes aún se ilusionan con las pequeñas casetas que se extienden a lo largo de la plaza, desde el quiosco hasta la parada de metro.
Mientras el grupo descendía por la empedrada calle peatonal, algo llamó la atención de Sofía, que observaba con fascinación al extravagante joven que, montado en su monopatín, descendía la avenida de la Constitución dirección a la calle Dos de Mayo a toda velocidad. Ante sus ojos, se aparecía como un perezoso cósmico surcando galaxias de tacos y pizzas, lanzando arcoíris por los ojos. «¡Mira, Valeria!», exclamó, señalando al muchacho. «¿Lo has visto? ¡Qué pasada!»
Su melliza, Valeria, su leal compañera, su fiel escudera, sonrió con ternura. «No son gigantes, son molinos», le susurró entrelazando sus dedos, ayudando a Sofía a reconectar con la realidad. Luego, continuaron caminando calle abajo mientras Sofía desafiaba constantemente los molinos que su mente confundía con gigantes.
Valeria se apartó durante un instante del grupo y, con disimulo, envió un mensaje de WhatsApp a su madre: «Mamá, creo que Sofía ha olvidado tomar de nuevo su medicación. Tranquila, no te preocupes, siempre juntas.»
Después se apresuró, corrió de forma discreta hasta colarse de nuevo entre el grupo de amigas. Sofía apenas se había dado cuenta de que su hermana había faltado unos segundos.
Valeria se acercó a Sofía, le dio un abrazo eterno y la besó fuerte en la mejilla. El aliento vaporoso que desprendían sus labios tras el beso dejaba entrever que el frío había llegado a la ciudad y, con él, la Navidad estaba, si cabe, aún más cerca.
Papá Noel se había adelantado; su apoyo incondicional era el mejor regalo que Valeria podía hacerle a su hermana durante estas Navidades, pero sobre todo, durante el resto de su vida, y es que a veces los mejores regalos no vienen envueltos en papel brillante.
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