Columna dominical de historias ficticias ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Relato 22. La Quiromante
Abel hablaba sin parar: de chicas, de sus notas, de la última fiesta en casa de Raúl. Caminaban por el arcén de la vieja carretera de Extremadura porque el autobús se había jodido y, aun así, él no callaba ni debajo del agua.
Dani lo escuchaba en silencio. Como siempre.
Unos veinte minutos antes, estaban sentados en la parte de atrás del autobús, riéndose a carcajadas por una anécdota que Abel estaba contando por tercera vez.
—…y cuando me quito la camiseta, la pava casi se desmaya. ¡Me dijo que menuda tableta! —decía, marcándose una pose.
—Estás enfermo tío —rió Dani, aunque ya sabía el final.
Entonces fue cuando el autobús dio un bandazo y se detuvo con un traqueteo feo, feo. Un silencio incómodo recorrió el pasillo. El conductor, un tipo gordo y sudoroso, se levantó refunfuñando y se bajó a mirar el motor.
Tras diez minutos de espera al sol, los chavales empezaban a impacientarse. Abel fue el primero en levantarse. Se acercó a la puerta y le gritó al conductor, que aún tenía la cabeza metida bajo el capó:
—¡Eh, tío! ¿Qué pasa, que no sabes ni llevar un puto autobús o qué?
El conductor se incorporó despacio, con la cara roja.
—Mira, chaval, ¿por qué no te callas y dejas de tocar los cojones?
—¿Perdona?
—A ver si te crees que por llevar gomina y hablar alto vas a tener razón.
Abel dio un paso adelante, sonriendo como siempre, como si el mundo entero fuese una broma privada.
—¿Sabes qué? Me bajo. Tú quédate aquí con tu chatarra, campeón.
Le dio una palmada burlona en el hombro al conductor y saltó los dos escalones de la puerta como si bajara de un escenario. Dani le siguió, con la mochila a medio colgar.
Ahora caminaban por la carretera. Las ventanas de los edificios de Móstoles reflejaban el sol de la tarde a unos pocos kilómetros.
—Abel, cualquier día te van a matar —dijo Dani, sin levantar la voz. Te has pasado con el conductor.
—Que le jodan— después soltó una carcajada. De esas suyas, ruidosas, como una llena, que hacía temblar hasta las farolas.
—¿A mí?—continuó Abel. Si el mundo me necesita. ¿Te imaginas este planeta sin mí? Sería una puta mierda. No jodas, Dani. A este cuerpazo le quedan muchos polvos por echar —y se dio un par de golpes en el pecho, como un primate en celo.
Dani sonrió, otra vez. Porque era lo que se esperaba de él. Abel era el guapo, el listo, el que sacaba nueves sin estudiar y follaba con quien quería. Él… bueno, él era el Dani. Su escudero. El que estaba ahí para reírle las gracias y escuchar sus batallitas de chulo de playa.
Llegaron al parque ferial sobre las nueve. El cielo se había ido cerrando poco a poco. Las primeras gotas cayeron justo cuando estaban comprando un perrito caliente para llenar el estómago antes de empezar con los cubatas.
—Corre, coño —gritó Abel, y los dos echaron a correr entre los puestos. El olor a algodón de azúcar y churros se mezclaba con el ambiente húmedo y ese característico olor a tierra mojada.
Fue Dani quien vio la caseta. Era pequeña, redonda, con una lona granate llena de estrellas pintadas a mano. El cartel decía «Lectura de manos y destino». Estaba medio escondida entre la churrería y los coches de choque.
—¿Nos metemos ahí? Está apretando la tormenta —dijo Dani.
—¿Una bruja? Venga ya…
Un trueno sonó tan fuerte que a Abel se le cayó el perrito al suelo. Entonces Dani tiró de él.
Dentro olía a palosanto. Había cortinas de cuentas, velas encendidas y una mujer sentada al fondo, con los ojos pintados de negro y un pañuelo en la cabeza. Era mayor, pero no vieja. Una gitana de ojos oscuros y piel tostada, regada de arrugas.
—Si queréis estar aquí, debéis jugar a las cartas —dijo sin levantarse.
—¿Cartas? ¿De qué va esto?
—Si queréis que os cante, la gallina por delante —respondió. Solo serán diez eurillos. Y os echo las cartas a los dos.
—¿Qué ha dicho? —susurró Dani, perplejo.
—Que paguemos —dijo Abel, rebuscando en el bolsillo.
Se sentaron frente a ella. La quiromante barajó una baraja de tarot con manos lentas y firmes. Repartió tres cartas para cada uno.
Primero las de Dani: un sol, una luna y un ahorcado.
—Tú… eres sombra. Siempre a la sombra. Tu vida no es tuya —susurró, sin mirar a nadie en particular.
Dani tragó saliva. No sabía si reírse o salir corriendo.
Luego tiró las de Abel: una torre, el diablo, la muerte.
La mujer se quedó helada. Sus ojos recorrieron las cartas una y otra vez. Luego le miró.
—¿Qué pasa, vieja? ¿No dices nada?
—Tú… morirás esta noche.
Abel soltó una carcajada. Una risa nerviosa, exagerada.
—¿Pero qué dices, bruja? ¿Sabes cuántas cosas tengo pendientes? Este cuerpo no caduca hasta los treinta, mínimo.
La mujer no dijo nada más. Cruzó los brazos y les indicó la salida con la barbilla.
Ya no llovía.
Salieron al parque, que seguía en plena ebullición. Gente por todas partes, luces, música a todo volumen. Pero algo en Dani había cambiado. No podía dejar de mirar a su amigo. No podía sacarse la escena de la cabeza. Las cartas. La voz grave de la mujer. «Morirás esta noche.»
Pero a Abel, como siempre, todo lo que no fuera él mismo le resbalaba. Se subió al látigo. Se atiborró de churros. Le entró a tres chicas distintas y se tiró a una de ellas en uno de los baños portátiles. Dani fue detrás, como siempre.
A las doce, casi le atropella un coche al cruzar borracho la calle Granada. A las doce y media, se atragantó con un trozo de pizza y casi se ahoga. A la una, se cayó de culo bajando unas escaleras y por poco se abre la cabeza.
Cada una de las veces, Dani pensaba: ahora sí. Pero no. Abel se levantaba, se reía, y se burlaba de la predicción.
A las dos pidieron un Uber. El conductor les dejó en la puerta de su chalet de Parque Coimbra, y Abel insistió en que Dani entrara en casa.
—Venga, quédate a dormir. Mis padres se han ido a una boda a Cuenca. Tenemos la casa para nosotros. Te saco una birra y nos reímos un rato de la bruja esa.
Dani dudó. Pero subió.
La casa estaba en silencio. Demasiado limpio. Demasiado perfecto. Abel tiró la mochila en el salón, puso reguetón y se fue al baño. Dani se quedó mirando las fotos de familia en la estantería. Abel de pequeño, Abel con la camiseta del Madrid, Abel con una medalla en la mano. Abel, siempre Abel.
—¿Has visto qué hora es? —gritó Abel desde el pasillo—. Las tres y media, y sigo vivo, colega. ¡Esa gitana me la pela!
Apareció sin camiseta, con una birra en la mano, y se puso frente al espejo del salón. Se miró, se señaló, y empezó a hablarle a su reflejo.
—Mírate, chaval. Eres un puto dios. Lo tienes todo. Belleza, cerebro, un pollón… Qué risa lo de la tía de la caseta. Me lo voy a tatuar: «Hoy mueres fijo». ¡Jajajajaa!
Dani estaba de pie detrás, con la mano en el bolsillo de la sudadera. Sacó el cuchillo que había cogido de la cocina sin pensar, como si fuera lo más natural del mundo. Lo miró unos segundos. Un cuchillo largo, de filo limpio.
—¿Sabes qué, Abel?
—¿Qué?
—La gitana tenía razón.
Abel se giró, confundido. No llegó a decir nada más. Dani se acercó, firme, y sin temblar le cortó el cuello con un movimiento seco. La sangre salpicó el espejo.
El muy gilipollas se llevó las manos a la garganta, con los ojos abiertos como dos escotillas. Miró a Dani, incrédulo, como si no pudiera creérselo. Como si todavía pensara que era el culo del mundo. Como si la muerte fuera algo que solo les pasa a los demás. Dani lo sostenía mientras caía al suelo y se desangraba. No apartó la vista.
—Dani, tío, ¿qué te pasa? Te has quedado “abobao”.
—Nada, tío, me tengo que ir. Mañana nos vemos.
Dani no dijo más y se marchó. Abel se quedó solo, bebiendo.
—¿Sí?—dijo Daniel desperezándose. Apenas acertó a descolgar. El sol entraba a través de la persiana.
—Dani, soy Martina, la madre de Abel. Acabamos de llegar hace unas horas y nos hemos encontrado a Abel… muerto—dijo entre lágrimas. Un coma etílico. Mañana será el entierro.
—Cuánto lo siento, mi más sincero pésame. Mañana nos vemos—dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
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