Columna semanal sobre historias espeluznantes ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Relato 26. Un asesino en mi edificio

Al llegar al portal, Eugenio, medio encorvado y con un viejo cuchillo de cocina lleno de mellas y falto de brillo, arrancaba con desdén las pequeñas brozas que intentaban aflorar al exterior reventando la acera. La luz del sol brillaba sobre nuestras cabezas, pero no había calor. No demasiado, al menos, para el que había hecho durante los últimos días. Y es que últimamente pasamos del invierno al verano, saltándonos los tres meses de primavera que tanto me joden.

Sí, reconozco que es bonito ver los árboles llenos de hojas y los jardines a rebosar de flores, pero cuando tus pulmones dependen, desde abril hasta junio, de los puñeteros antihistamínicos, los colores de las flores, las hojas verdes y los pajaritos cantando pasan a un plano secundario. Cuando bajas a la calle, solo piensas en que no te piquen ni lloren demasiado los ojos, en que no se te caiga mucho el moco y en que llegue rápido la noche para encerrarte en casa, donde el polen no pueda joderte más de la cuenta.

Creo que lo llamaban fiebre del heno. De niño me llevaban de hospital en hospital, y allí me clavaban agujas en los brazos para ver cuál de los pequeños pinchazos se ponía más rojo, más hinchado, cuál picaba más. Parecía una competición absurda entre granitos, como si compitieran por ver quién molestaba más. ¿Fiebre del heno?

Quizá lo estoy inventando. O tal vez se me ha cruzado algún cable después de leer uno de los relatos que mi amigo Juanra mandó al concurso semanal hace unos días. Y claro, a estas alturas, ya con la edad rondándome y la cabeza algo revuelta, empiezo a mezclar recuerdos con historias ajenas.

El caso es que Eugenio estaba muy enfadado. Es un hombre mayor, debe de tener doscientos años por lo menos. Y además de ser mayor, tiene mala leche. Mala leche y malas formas. Parece un cabrero de esos que pasaban el día arreando el ganado entre montaña y montaña en los Picos de Europa, hace cincuenta años.

Ver a Eugenio, cuchillo en mano, encorvado como el jorobado de Notre Dame y farfullando insultos contra el cabrón del administrador, me dejó claro que aquello no podía terminar bien. En mi cabeza, como si ya estuviera viendo la escena en una película, todo ocurría más o menos así:

—¿Puedo ayudarle?

—Hola, guapa. ¿Está Javier? —preguntó Eugenio al llegar al local del administrador.

—Sí, un momento. ¿De parte de…? —respondió ella mientras marcaba.

—Soy el vecino del 37, del 4.ºB.

—Javier, tienes visita —después colgó el teléfono—. Enseguida sale.

Javier no tardó en aparecer.

—¡Hombre, Eugenio! ¿Qué dices?  

—Que me tienes hasta los huevos, hombre. Que no hago más que limpiar la mierda que no limpian los jardineros que has contratado. Que los pagamos para eso.

—Bueno, tomo nota y les aviso.

Javier se gira justo en ese instante. Eugenio se le acerca por detrás y, con el mismo cuchillo mellado y oxidado que usaba para desbrozar las aceras, le raja el cuello de un tajo. La joven que lo había recibido al entrar se queda paralizada, sin poder creer lo que ve. Observa cómo Javier se desploma, desangrándose, con el cuello a medio cortar, empapando de rojo el suelo de la administración.

—¿Me estás escuchando, chaval? Tú, como eres nuevo, no conoces ni la mitad de lo que pasa aquí.

Aquellos alaridos guturales e ininteligibles me devolvieron a la realidad.

—Sí, sí, te escucho, Eugenio.

—Pues eso, que lo estamos pagando. ¿Y alguien tendrá que hacer algo, no?

—Voy a hacer unas fotos, se las mando por WhatsApp y esperamos a ver qué nos dicen. ¿Te parece?

Después hice el reportaje, con esmero, capturando cada detalle: las aceras cuarteadas, los matojos rebeldes, las plantas medio enfermas, hinchadas de agua pero sedientas de afecto, marchitas en el enorme macetero junto al portal. Fue justo entonces, con el dedo ya sobre el icono del avioncito, cuando noté unas manchas oscuras y secas en el jersey de pico de Eugenio.

Parecían salpicaduras de algo que ya no estaba, huellas tenaces de un recuerdo que se niega a borrarse. La camisa blanca, arrugada y mal abrochada, lucía un par de manchas más grandes, parduzcas. Sangre seca, pensé. O tal vez salsa de tomate. Quién sabe.

—No mandes nada, chaval —dijo sin mirarme—. A ese administrador que tenemos no le valen las buenas palabras. Solo entiende la cultura del palo.

Sentí un escalofrío. Pero no era miedo. Era… una duda. Un desconcierto profundo. Como cuando te despiertas en una habitación de hotel y durante unos segundos no recuerdas en qué ciudad estás ni cómo llegaste allí. Miré a Eugenio, pero ya no parecía el mismo. Su figura temblaba, como si la luz del mediodía no supiera bien si iluminarlo o disolverlo.

Una patrulla de la Policía Nacional se detuvo delante del portal. Los agentes bajaron con paso tranquilo. Uno de ellos, joven, con cara de lunes perpetuo, se quedó observándome un instante antes de acercarse.

—¿Se encuentra bien, caballero?

Tardé en responder. Miré el edificio. La fachada estaba más sucia de lo que recordaba. Los buzones oxidados, los cristales rotos. Y un cartel pegado con cinta americana anunciaba: “Inmueble en trámite de demolición. Acceso prohibido.”

—Estoy esperando a un vecino. El del 4.ºB —dije, casi sin pensar.

El agente intercambió una mirada con su compañera.

—Este bloque está vacío desde hace años, señor. ¿Vive usted aquí?

—Vivía —respondí. Me sorprendí de mi propia voz, que sonó más frágil de lo que esperaba—. Aquí crié a mis hijos. Aquí murió mi mujer.  

—¿Cómo se llama usted?

Dudé. Me costó. Como si escarbara entre papeles húmedos en el fondo de un charco del patio del colegio.

—Ricardo… creo.

El agente sonrió con tristeza.

—Le vamos a llevar de vuelta, ¿De acuerdo? ¿Recuerda dónde vive?

Camelias, es lo único que salió de mi boca.

Me metieron en el coche. La patrulla arrancó despacio. En el retrovisor vi cómo el portal se alejaba y cómo el pasado se encogía tras la ventanilla.

Cuando llegamos, una auxiliar con uniforme lila nos abrió la puerta con una sonrisa ensayada.

—Buenos días, don Ricardo. ¿Se nos ha escapado otra vez?

No respondí. Me dejé llevar por el interminable pasillo de suelo encerado. En la entrada, un cartel anunciaba: Residencia Las Camelias. Me pareció que olía a colonia rancia y a sopa de sobre.

Antes de cruzar la puerta, me giré, un instante. Me pareció ver a Eugenio, al otro lado de la puerta, cuchillo en mano, saludándome con una media sonrisa.

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