Columna semanal sobre historias ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Relato 28. #MOSTOLESMIAU
—¿Tú sabes que los gatos conquistaron Móstoles en 2029?
Adrián dejó de darle patadas al suelo. Levantó la cabeza, desconfiado, pero curioso.
—¿Cómo que lo conquistaron?
—Con paciencia. Con estrategia. Y con una elegancia que ni los políticos de ahora, ni los militares de antes han sabido imitar —respondió el viejo.
Estaban en el parque Liana, bajo uno de esos árboles que siempre están a medio vestir. El banco era de madera, con el barniz desconchado. Adrián bajaba casi todas las tardes con su Arancha, su madre, pero esta vez se había adelantado. Y aquel señor, con gorra de béisbol, barba de varios días y una discreta barriga parecía esperarle.
—¿Y tu cómo lo sabes? —preguntó Adrián, dando un paso más, sin llegar a sentarse.
—Porque estuve allí. Porque grabé el primer vídeo. Y porque fui… su emisario humano — dijo el anciano, bajando la voz como si fuera un secreto de confesión.
Adrián se sentó y le miró abriendo los ojos y las orejas de par en par.
—¿De verdad? ¿Y… qué pasó?
—Todo empezó con Marlene. La vi por primera vez una noche de verano, en la azotea del edificio de enfrente. Parecía estar dando órdenes. Y no es que lo pareciera… es que lo hacía. Su presencia y su liderazgo evocaba una sabiduría antigua, un liderazgo casi tribal.
El viejo sacó del bolsillo interior de su chaqueta una chapa metálica. Tenía grabada la silueta de un gato. Debajo, a uña, dos palabras: “La colonia”.
—¿Sabes qué es esto?
Adrián negó con la cabeza, alucinado.
—Un salvoconducto. Cuando todo se vino abajo y los gatos tomaron azoteas, terrazas y portales, sólo unos pocos podíamos movernos entre ellos sin ser atacados. Yo era uno. Así que sí, te lo repito: conquistaron Móstoles. De forma sutil.
Se recostó en el banco. Cerca, sobre el césped, varios gatos dormitaban. Uno, negro y viejo, alzó una oreja.
—¿Quieres que te cuente cómo empezó todo?
Adrián asintió.
—Pues escucha, chaval, porque esto no está en los libros. Ni en los telediarios. Ni siquiera en los foros de entonces. Esto lo sabemos solo unos pocos. Y ya vamos quedando menos…
El viejo se quedó callado un momento. Miró hacia los gatos. Luego al niño.
—Era Agosto. Una de esas noches en las que ni los semáforos pueden dormir. Vivíamos en la calle Ávila, tercero sin ascensor. Mi ventana daba a un patio interior. Justo enfrente, un tejadillo de uralita cubría el patio de la vieja casa de mi amigo Daniel. Allí la vi por primera vez.
Primero, un maullido raro. No era de celo ni de hambre. Era algo… rítmico. Un chirrido bajo, casi gutural. Me asomé sin encender la luz. Y allí estaban: veinte, quizá más, sentados en semicírculo. Todos mirándola a ella.
Encima, erguida, Marlene, aquella gata blanca, parecía estar dándoles instrucciones.
Paseaba lento, elegante y con el rabo recto como un sable. Los demás ni pestañeaban.
Yo Grabé un vídeo, claro. Lo subí con la etiqueta #MóstolesMiau. Pero me tomaron por loco. Al día siguiente, otro vídeo. Y luego otro. Hasta que pasó lo inevitable.
—¿Qué pasó? —preguntó Adrián.
—Aparecían organizados. Al principio solo se colaban a través de las ventanas de los pisos más bajos, robaban la comida que podían, sin hacer apenas ruido y se iban todos juntos siempre por la misma ruta: canalón, toldo, barandilla. En silencio. Como comandos. Pero al poco tiempo, comenzaron también a llevarse consigo a los gatos domésticos que había en las casas. Los llamaban y ellos, obedecían.
—¿Y nadie hacía nada?
—Si claro, la gente se quejó. Intentaron poner trampas. Se formaron patrullas vecinales. Pero ellos eran mucho más listos y siempre lograban salirse con la suya.
—¿Y tú?
—Comencé a seguirles. Cada noche. Apuntaba y grababa. Me convertí en su cronista. Marlene sabía que estaba allí. Me miraba… como se mira a un empleado útil: sin cariño pero con respeto.
La primera vez que me siguieron fue en la Avenida de Portugal. Yo caminaba con los cascos puestos, con la cámara de mi móvil preparada por si acaso. Al llegar a la calle La Luna, tres gatos me escoltaban: uno delante, dos detrás. Desde un contenedor, Marlene me observaba. Me dejé llevar. Los seguí.
Uno maulló. Otro marcó el camino: banco, parque, verja, sombra.
Me llevaron hasta un solar cerca de la calle Granada. Donde antes había un pequeño olivar. Allí, bajo un farol moribundo, más de treinta gatos. Quietos, me esperaban en asamblea.
—¿Para qué?
—No lo tengo del todo claro, pero me dejaron grabar. Ese último vídeo se hizo viral. Fue el que me llevó a la tele. El que hizo que me llamaran el loco de los gatos.
El viejo se quedó en silencio. Por un momento, parecía que se había olvidado de que Adrián estaba allí.
—Después vinieron las teorías. Que si era una performance, que si una secta, que si un experimento municipal. Pero yo sabía la verdad. Marlene me lo había dicho sin palabras: Móstoles era suyo.
Adrián tragó saliva.
—¿Y después?
—Lo de siempre. Primero se rieron cuando trasmití el mensaje de Marlene. Luego; el grito en el cielo. Intentaron exterminar el problema. Pero ya era tarde. Las colonias se habían multiplicado. Y con los gatos domésticos unidos, eran invencibles. Móstoles, sin avisar, había cambiado.
El niño encogió los hombros, incómodo. Los gatos seguían allí. Uno negro y grande los miraba sin disimular.
—¿Y por qué me cuenta esto a mí?
El anciano sonrió, por primera vez con sinceridad.
—Porque tú también los ves. Y porque Marlene ha vuelto.
—Yo no los veo. ¿Por qué dice eso, señor?
El viejo frunció el ceño. Parpadeó. La pregunta le había zarandeado algo dentro.
—¿Cómo que no…?
Pero no terminó la frase. Adrián ya no estaba.
En su lugar, sobre el banco, un gato rayado de pelaje espeso y ojos amarillos le miraba. Tranquilo y vívido. Con la cabeza ladeada esperando el final de la historia.
El anciano se incorporó despacio. Miró a su alrededor. Ya no era de día. O tal vez nunca lo había sido. La noche se había colado entre los árboles. Lloviznaba. Fino. Silencioso. Como si el cielo tuviera el alma rota en mil añicos.
Se giró hacia un charco. Entre los círculos concéntricos, su reflejo. Al verse, se llevó la mano al pecho. Notaba el frío. No el del cuerpo. El otro. El que llega sin aviso. El que viene del olvido. Estaba solo. O casi.
Desde la entrada, desde los arbustos, desde las sombras junto al depósito… los gatos lo observaban. Al principio eran siluetas. Luego, ojos. Después, un todo omnipresente que lo reconfortaba. Esperaban. Como cada noche.
Bajó la mirada. En su mano, una bolsa de plástico arrugada. Dentro, las latas. Las de siempre. Las que compraba en el Dia de la calle Simón Hernández. Las que su sobrina decía que no debía cargar.
El viento removió las hojas. El viejo cerró los ojos. Sonrió.
—Marlene — susurró el viejo —. Esta noche también estoy aquí.
Y los gatos, sin emitir sonido alguno, comenzaron a acercarse.
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