Columna semanal sobre historias ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles insólito: Relato 29. 0,01
Carmen y Julio no podían sentir más vergüenza —ajena, por supuesto— mientras miraban a Víctor humillar a Alberto delante de todos.
—Que sepas que nadie es imprescindible. Para mí no eres más de un 0,01 —le dijo.
Alberto había dedicado un montón de años y de esfuerzo —toda una vida, en realidad— a trabajar para Víctor en aquella empresa de iluminación con sede en el paseo de la Castellana. No podía creer cómo le estaba tratando delante de todos después de tanto tiempo trabajando juntos.
Alberto echó la vista atrás. En su memoria, un Víctor treinta años más joven, que vivía en Villafontana y no en La Moraleja, conseguía firmar un contrato con Repsol que le hizo subir como la espuma.
Pero ahora —bueno, no ahora realmente; hace ya unos años—, Víctor había cambiado. Estaba amargado y solo. Era tan pobre que solo tenía dinero, y pagaba con sus empleados sus complejos de inferioridad y sus inseguridades.
En vez de agradecer y compartir con ellos su éxito, los humillaba, los despreciaba y los trataba a patadas. Víctor era, de hecho, un pedazo de mierda.
El problema es que nadie se atrevía a decírselo a la cara. Incluso algunos aún le reían las gracias. Flaco favor se hacían.
Aquella cena de jubilación se celebraba en un restaurante pretencioso de la zona norte, con lámparas que colgaban como medusas y platos tan pequeños que daban ganas de ir a cenar otra vez después. Todos vestían de forma elegante, como si se celebrara una entrega de premios, aunque sabían que solo era una cena para salir del paso. El ambiente estaba enrarecido desde el primer brindis, pero, tras aquella frase de Víctor —el maldito 0,01—, el aire se volvió denso. Podía cortarse con una cuchilla de afeitar.
Alberto sintió cómo las palabras se le acumulaban en la garganta, luchando por salir. Pero no dijo nada. No allí. No todavía.
Bebió un sorbo de vino y apretó la mandíbula. Sonrió incluso. Lo justo para que Carmen lo entendiera todo sin que él abriera la boca.
Más tarde, cuando el postre llegó —una cosa gelatinosa con nombre francés—, la escena se desdobló dentro de su cabeza.
En su mente, Alberto se levantaba, cogía la botella de vino por el cuello y se la estampaba a Víctor en la sien. El golpe era seco. El silencio, absoluto.
Víctor caía al suelo con los ojos abiertos y la boca torcida. Nadie se movía. Nadie se atrevía. Carmen se tapaba la cara. Julio se levantaba, despacio, como para salir de la escena sin hacer ruido.
Pero solo era eso: una escena. Una película dentro de la cabeza de Alberto.
Parpadeó. Víctor seguía allí, vivo, hablando de nuevos proyectos y de cómo “el futuro es de los que arriesgan”. Qué ironía.
—Disculpadme —dijo Alberto al final de la cena, levantándose con elegancia—. Quiero decir unas palabras.
Los cuchillos cesaron de rascar los platos.
—Gracias por esta cena. Gracias a todos los que habéis compartido estos años conmigo. Y gracias, Víctor, por este… homenaje. No esperaba menos. Siempre fuiste fiel a ti mismo: nunca supiste mirar a nadie a los ojos. Me alegro de no haber sido más que un 0,01 para ti. Me ha dado pie a decirte lo que pienso. Tú… tú ni llegas a eso. Tú eres lo que queda cuando se funde la última bombilla y nadie quiere cambiarla.
No hubo aplausos. Solo un silencio espeso como el parmentier de patatas que acompañaba la carne.
Alberto se marchó antes del café.
Esa misma noche, Víctor conducía de vuelta a casa. Lo hacía rápido, como siempre. Solo, como siempre. Un mensaje entró en su móvil. Miró de reojo. Curva cerrada. Farola. Impacto brutal. Silencio.
A la mañana siguiente, Natalia, la mujer de Alberto, encontró a su marido leyendo el periódico en la cocina, con las gafas a media nariz.
—¿Te has enterado? —preguntó ella.
Él asintió sin mirar.
“Muere empresario madrileño en accidente de tráfico. Se investigan las causas. Iba solo en el vehículo.”
Alberto cerró el periódico, se levantó y apagó la luz.
—¿Qué haces? —preguntó Carmen.
—Nada. Se ha fundido otra bombilla. Pero… no importa.
—¿Y eso?
Alberto no contestó y se fue al pasillo, silbando bajito.
Días después, Carmen volvió a aquel restaurante, esta vez con unas amigas del gimnasio. La crema catalana seguía sabiendo a lo mismo: a nada. Pero lo que más le llamó la atención fue la lámpara. La misma lámpara que colgaba sobre la mesa donde se sentaron en la cena de jubilación. Una de las bombillas parpadeaba, como si dudara de su propia existencia. Y, de repente, se fundió con un clic seco. Nadie se inmutó.
Carmen sonrió, muy levemente. No dijo nada.
Al salir del restaurante, cogió su moto y se fue de nuevo al trabajo. Mientras caminaba por Goya, marcó el número de Julio.
—¿Te acuerdas de lo que dijo Alberto de la bombilla?
—Claro —respondió él, al otro lado—. Se me quedó grabado.
—Pues justo hoy se ha fundido una en la misma mesa donde cenamos el otro día.
—¿Casualidad?
—No sé —dijo Carmen, mirando el cielo gris entre los edificios de cristal—. Pero me ha dado por pensar… que igual, al final, todos acabamos siendo eso: una bombilla que se apaga sin hacer ruido.
Colgó.
Siguió caminando por Madrid, con paso firme, como si de repente entendiera algo que los demás aún no. Como si la puerta de la oficina estuviera a años luz.
*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo. Suscríbete gratis al
Canal de WhatsApp
Canal de Telegram
La actualidad de Móstoles en mostoleshoy.com