Columna semanal sobre historias ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Relato 31. Adriana Alba

Recordáis a Adriana, no? La chica a la que hacían bullying en el relato 27.

Móstoles, tres meses después

  1. No soy Carrie White. Yo no me escondo.

Lo noté justo cuando leía el capítulo del instituto.

Estaba tumbada en la cama, con las persianas medio bajadas y la luz del flexo apuntando al libro. Tenía “Carrie” entre las manos desde hacía días, lo había sacado de la biblioteca Almudena Grandes antes de que me dieran el alta. No sé por qué lo cogí, la portada no me llamaba especialmente, pero hubo algo en el nombre de la protagonista en la sinopsis que me enganchó: Carrie White… y yo, Adriana Albă. Mi apellido rumano, traducido al español es Blanco. Blanco y blanco. Vaya ironía, ¿no?.

Cuando leí la escena de las duchas, donde todas se burlan de ella y le tiran compresas como si eso fuera un juego, sentí un disparo en el corazón.

Era tan parecido a lo que me hacían en los pasillos del IES Europa, que tuve que cerrar el libro un momento para respirar.

Y entonces, pasó. De repente, llegó.

El flexo empezó a temblar. Literalmente. La luz parpadeó, y el vaso con agua de la mesilla se volcó de golpe sin que nadie lo tocara.

Al principio pensé que se había movido la cama, o que era una corriente de aire. Pero el vaso estaba a medio metro de mí. Y la puerta, cerrada.

Fue como si algo, quizá mi ira, hubiera pulsado un botón que llevaba años escondido.

Cogí el vaso con cuidado, lo volví a colocar en su sitio, me senté recta y cerré el libro. Me concentré, lo supe. El flexo se apagó sin que yo tocara el interruptor.

Seguí leyendo después, unos capítulos, aunque era tarde no podía parar. No tardé mucho en sonreír.

  1. Alta médica. Baja en humanidad.

Volví al instituto el martes siguiente. El médico firmó el alta diciendo que ya estaba “estable”. Como si la tristeza tuviera un botón de pausa. Como si los ataques de pánico fueran cosas que se curan con pastillas y deberes, pero bueno, es cierto, que después de un tiempo de terapia y medicación, me encontraba mejor.

Mi madre no dijo nada esa mañana. Me dejó una taza de café frío y se fue al trabajo. Mi padre ni apareció. Lo mismo estaba durmiendo la mona o buscando otra excusa para no mirarme.

En la puerta del insti, la orientadora me recibió con una sonrisa falsa y una carpeta llena de papeles. Me habló con esa vocecita que usan los adultos cuando creen que eres una bomba a punto de estallar.

—Adriana, cariño, cualquier cosa que necesites… estamos aquí para ayudarte.

No respondí. Pensé incluso en hacer que la grapadora que llevaba sobre la carpeta, le estallara en la cara solo por probar. Pero no. Era demasiado pronto. Tenía que esperar.

Continué hacia clase. Los pasillos seguían oliendo a sudor adolescente, lejía  barata y Energeti. Mis compañeros me miraban como si viesen un fantasma. Supongo que en parte para ellos lo era.

Alguien susurró “pelirroja come…” pero se calló al verme girar la cabeza. Esta vez, no bajé la mirada. Algo había cambiado.

  1. Esto no es una historia de redención.

Desde que supe lo que podía hacer, todo cambió. No de golpe. Pero sí como cuando le das la vuelta a un reloj de arena y los finos granos van rellenando el nuevo recipiente.

Empecé a experimentar a solas. Cerraduras que giraban. Bolígrafos que se elevaban unos segundos. Ventanas que se abrían con un parpadeo. Al principio era como un cosquilleo. Luego, una necesidad. No era solo telequinesia. Era rabia contenida. Y yo tenía mucha.

Pero aún no había decidido usarla. No del todo. Todavía había un trozo de mí que quería integrarse, que soñaba con ser como los demás. Tonta de mí. Fue justo entonces cuando propusieron la fiesta de graduación.

  1. La noche de los inocentes.

Graduación de 4º. En el Insomnia. Globos de colores, pancartas hechas con cartulina, una lista de canciones horteras y la promesa de que sería “una noche para recordar”.

Claro que lo fue. Yo no pensaba ir. ¿Para qué? Pero ocurrió algo que lo cambió todo.

Rubén.

Era de los pocos que no me trataba como una mierda. Estaba en mi clase. Dibujaba bien. Tenía ojeras como yo. Un día me dejó un cómic en la biblioteca. Otro me preguntó si quería escuchar su grupo favorito. Y una mañana, sin más, me dijo que le gustaba mi pelo.

Yo me reí. Pensé que era una broma. Pero no. Y fue él quien me pidió que fuera con él a la fiesta. Yo… acepté.

Me compré un vestido blanco de segunda mano. Me alisé el pelo. Me pinté los labios. Me atreví a pensar que quizá no todo estaba perdido. Qué ilusa.

  1. Refrescos fríos. Sangre caliente.

Lo tenían planeado.

Aitor, claro. Y Laura. Y esas dos imbéciles que ríen como hienas sin entender nunca el chiste. Todos con sus refrescos en la mano.

Mientras subía al escenario para recibir el diploma, Rubén me sonreía desde la primera fila. Por un segundo creí que todo estaba bien…

…me cayó encima un cubo de sangre de… ¿cerdo?. Seguramente, como en el libro. Hasta eso fue igual.

Y ahí, algo dentro de mí… se desató. No, digamos mejor que   se encendió.

Escuché las risas. Vi los móviles grabando. Noté la sangre goteando por mi cuello, por mis hombros, por el pecho blanco que ya no era blanco. Y vi a Rubén. Paralizado. Ni siquiera pudo ayudarme.

Entonces cerré los ojos. Y dejé de contenerme.

  1. Móstoles no ardió por casualidad.

Primero hice estallar las luces del techo. Luego, los altavoces. El escenario se agrietó. Las puertas se cerraron solas. Las pancartas comenzaron a arder. Los teléfonos explotaron en las manos de los que grababan.

Yo no grité. Caminé entre ellos, con la sangre aún chorreando, y fui uno por uno mirando a los ojos a quienes me habían hecho daño. Aitor intentó correr. No le dejé. Con un trozo de cortina le agarré por el cuello tan fuerte que se meó encima. Le lancé después contra una pared. Disfruté viendo cómo se le rompía la nariz y algunos dientes tras el impacto.

Laura lloraba. Le temblaban hasta los pelos del coño. Le grité: ¿Ahora ya sabes cómo me siento , verdad?. No tardé en levantarla desde la distancia por el pelo y después de zarandearla como un trapo, lanzarla contra uno de aquellos telones que ardían desde hace rato. Quedó envuelta en llamas poco después.

No tardé en salir sin mirar atrás, sin remordimientos. Cerrando  la puerta a cal y canto tras de mí. Aquella fiesta se convirtió en una ratonera.

— Danzad, danzad, malditos —

No todos murieron. Pero todos vieron. Y jamás, jamás  olvidarán.

  1. No busques perdón donde solo hay fuego.

Después de aquello, desaparecí. Algunos dicen que me suicidé. Otros, que me metieron en un psiquiátrico. No saben que sigo aquí. Donde nadie se atreve a señalarme. Donde el silencio es solo mío.

No me arrepiento. No me avergüenzo. Carrie murió. Yo, no. Y seguiré caminando sin rumbo por la avenida de Portugal, pero ahora sí que hay alguien al timón. Y si te veo, con los hombros caídos y el alma rota, te susurraré desde dentro:

— Haz que te vean —

Por cierto, hoy, mientras cruzaba por la avenida Alcalde de Móstoles, pasé muy cerca del Insomnia. Al ver las cenizas, sonreí sin querer.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo. Suscríbete gratis al

Canal de WhatsApp
Canal de Telegram

La actualidad de Móstoles en mostoleshoy.com