Recuerdos de infancia y paseos familiares por el centro de Móstoles, entre nostalgia y cambio. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Bajar al pueblo

Si fuera niño, temería perderme entre la gente. El paseo del sábado por la tarde nos lleva a abordar la avenida de la Constitución desde el paseo de Goya, desde la estación de Móstoles Central, antaño la Renfe, sin más. Cuidado al cruzar la avenida de Portugal. Ya en ese tramo de la estación a la carretera hay gente yendo y viniendo, que transita el mismo camino hacia el centro. Descendemos por la avenida de la Constitución deteniéndonos en algún escaparate (el del bazar de regalos o en la joyería) y cotilleando en la tienda de música de la pequeña galería comercial. Una tienda que desapareció hace un tiempo indecible. El paseo de la tarde de los sábados suele implicar una pastelería y caminar disfrutando de un croissant o una media luna, contemplar las vitrinas con diferentes bollos y escoger el más apetecible. Esperar a que papá pague y salir todos juntos, mi madre rogándonos cuidado con cariño y determinación: cuidado con las personas, cuidado con los bollos, cuidado con el escalón o cuidado con mancharse.

Llegamos a la plaza del Pradillo. Allí es fácil chocar con la gente y que ella choque contigo. Daría lo mismo que fuera mayor, pero siendo pequeño es aún peor, uno está indefenso y solo puede protegerse tomando la mano de mamá, pero papá no quiere que haga eso y mamá tiene la mano ocupada con el bollo. Mis hermanas ríen, son mayores y caminan divirtiéndose. Procuro permanecer cerca de mamá siempre que puedo, con eso es suficiente. La plaza está muy animada, gente subiendo y bajando, yendo y viniendo… pandillas encontrándose. Los ancianos permanecen en pie en el mismo lugar de siempre, sujetando sus garrotas apoyados en la pared de Galesar y escupiendo al suelo de cuando en cuando sin atender a si pasa alguien por su vera. Es posible que les moleste que pasen tan cerca de ellos, pienso. También hace un tiempo indecible de esto. Veía aquellas garrotas como un arma, como si llevaran espadas o peor aún. No solo las garrotas sino la voz grave y ronca, su tono alto, decidido y agresivo, y la habilidad que mostraban en el manejo de aquel imponente bastón. No contrariarles, era la máxima. No contrariar al abuelo ni a nadie que lo parezca. No contrariar a ningún abuelo, ya sea joven o viejo. Y de ahí, en parte, el respeto.

Atravesada la plaza del Pradillo, continuamos por la avenida del Dos de Mayo. Es como entrar en otro país, en una zona claramente diferenciada cuya línea limítrofe con el resto es la intersección con la calle Antonio Hernández, que es el paso de cebra que cruzamos cuando el semáforo de peatones se pone verde (cuidado con cruzar en rojo). La avenida es más tranquila, el ajetreo de la gente disminuye porque todos están o caminan o hacia la plaza del Pradillo. El movimiento está en la plaza y en la avenida de la Constitución… y en el trecho de la Renfe a la avenida de la Constitución, cruzando con cuidado la carretera. La del dos de Mayo es una avenida de viviendas y comercios bastante más sosegada que por donde venimos. No la transitamos mucho porque supone alejarse demasiado. Cruzamos la línea fronteriza para ojear algún escaparate más y regresamos enseguida sobre nuestros pasos. Regresamos al trajín y al temor a perderse, pero resulta emocionante salir de la zona en la que vivimos, algo alejada del centro. Esos paseos de tarde de los sábados implican arreglarnos más de lo usual. Nos vestimos para bajar al pueblo, una expresión que implica prepararse para un largo viaje. No se está todos los días en el pueblo, no todos los días salimos en familia ni podemos disfrutar de un bollo para merendar. Aquel niño procura pasar desapercibido para que no lo regañen como casi todos los días y para que nada se estropee como a diario. Permanece ajeno a las risas tontas y al escándalo de sus hermanas, que no parece molestar a papá. De todas maneras, siempre tuve un carácter reservado y observador, y un mundo interior demasiado tumultuoso.

Niego que las tardes de los sábados sean como antaño, como no hace tanto o como hace aún más. Todas las tiendas abren los sábados por la tarde ahora, incluso más allá de las ocho y media. Hay menos vida y más trabajo o quizá sea al contrario, qué se yo. Sé pocas cosas. Un niño, al fin y al cabo, no sabe demasiado, ni siquiera si la vida es amable o cruel, salvo cuando recibe algún golpe aleccionador, pero ya no se dan ni se reciben esos golpes, ya no se usan para aleccionar porque ahora son violencia, algo muy grave. Si fuera niño, ya no tendría que preocuparme por eso. Igual ni por los castigos, no sé. Los niños tienen refugios y los ratos agradables son el mejor de ellos. Los paseos de la tarde de los sábados, arreglados para ir al pueblo y caminar en familia son un bello refugio, ahora que nuestra madurez se ha impuesto al niño que encubrimos en el fondo. Ahora podríamos ser papá paseando con mamá y los niños, desatendiendo el jolgorio que se traen las niñas sin perder de vista al pequeño, que es capaz de perderse más allá de sus ensoñaciones sin darse cuenta. La tarde invita a merendar un bollo o tomar un helado, solo que aquellas tardes se perdieron en la algarabía y el ajetreo, se esfumaron en el devenir de los tiempos que nos ha traído hasta este presente tan distinto de entonces y con el que no sé muy bien qué hacer. Camino aquellas avenidas y trato de encontrar aquellas sensaciones. Me pregunto si pueden ser perceptibles únicamente por los niños, si son algo inalcanzable para un adulto, y recuerdo que los adultos parecían disfrutar igualmente de ellas. Entonces, es posible que las sensaciones fueran algo intrínseco a la época, a aquellos tiempos considerablemente más inocentes que estos.

Camino por las calles buscando y evocando aquellos sabores, aunque hayan cambiado como el de los Donuts, por ir obligatoriamente empaquetados. Ya no somos los frescos del día, aquellos donuts que tomábamos de vez en cuando porque mamá no nos permitía tomarlos a discreción. Pensábamos que era por su insalubridad, porque los niños no deben tomar mucho azúcar ni muchos bollos, pero de seguro era porque había que ajustar las cuentas. Éramos una familia de ocho personas, un único sueldo y pocos caprichos. Tal vez por eso disfrutáramos tanto un bollo, sobre todo en momentos familiares como los de aquellas tardes. Nos dieron un sobre en el colegio cuando tenía seis o siete años para dárselo a nuestros padres. Fue en el Ramiro de Maeztu, poco antes de venir a Móstoles. Se lo entregué a mi madre explicándole que tenía que darme dinero para el donuts, que me lo habían dicho en el colegio. «¿Cómo van a decirte eso en el colegio?». Se lo demostré entregándole el sobre y ella río. Me encantaba escucharla reír, aunque fuera a mi costa. «¡Hijo, es para el “Domund”!». Yo no sabía lo que era eso y me lo explicó. Había cierta sensibilidad con los niños pobres y los niños de África. Es una manera terrible de referirse a esas personas en esa situación, lo veo ahora. Entonces, no sospechábamos siquiera el alcance y profundidad de las palabras. Ya digo, éramos más inocentes. Nosotros, la época, la sociedad y todo, en general. Salvo los valores. Los valores eran como aquellos ancianos con la garrota dispuesta a sacudirte si no te comportabas como es debido, algo que solo veíamos en los tebeos, a los abuelos sacudiendo con la garrota, pero los tebeos lo eran todo y representaban la verdad absoluta de las cosas. Los tebeos y nuestros padres, que no eran amigos ni colegas sino padres. Y de ahí, en parte, el respeto.

En fin, es sábado por la tarde. Debería bajar al pueblo a pasear y, tal vez, disfrutar de un bollo o de un helado mientras camino en la mejor compañía. Proseguir la búsqueda de aquellas sensaciones y procurar traerlas al presente; ardua tarea, lo sé. Tampoco quiero ser presa de los tiempos pasados ni perderme las sensaciones del presente, de estos paseos actuales observando las calles de siempre y las nuevas como quien observa a sus hijos crecidos y a su familia y amigos. Como quien fue un chiquillo absorto en su mundo interior y ahora solo ha dejado de ser chiquillo y ha aprendido a mantener un cierto equilibrio entre ambos mundos, el interior y el exterior. Si fuera niño, temería perderme entre la gente, pero no lo soy y sigo temiendo perderme entre ella, ya sin apenas nadie que me encuentre y me regrese de la mano, pero creando nuevos momentos como aquellos, tan únicos y entrañables, y contenidos de tanta vida y tanto cuidado.

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