Nueva columna semanal sobre confesiones tardías y verdades que huelen a cadáver. Móstoles insólito: Relato 39. Entre cuatro paredes
Este tío no para. No sé si será el último mensaje que reciba de mi confidente, pero hoy lo ha vuelto a hacer. El simbolito azul con el rayo blanco dentro, desde Facebook, me ha avisado de que J.D_1993 me ha dejado un nuevo testimonio para narrar. Y si os soy sincero, esta vez, por las implicaciones que podría tener hacerlo público, no sabía si contarlo.
Bueno… que sea lo que Dios quiera. Allá voy. Seguramente, los más de treinta y cinco años que han caído desde entonces habrán puesto suficiente tierra —burocrática y legal— de por medio como para que el delito, en caso de que lo hubiera, haya prescrito.
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—Alberto, tío, vámonos ya, es la una y mañana tenemos que ir a la facultad —dijo Javier.
Llevaban más de tres horas en el Fedra, una discoteca cerca de la plaza del Pradillo, bebiendo cubatas y observando desde la barra a Mamen y a Ali. Entre el humo artificial que salía de aquellas máquinas a ras de suelo y las luces láser que caían desde el techo, las dos chicas bailaban al son de canciones de Mecano, Tino Casal y Alaska, omnipresentes en aquella época.
Alberto las miraba con insistencia desde la barra. Como siempre, había bebido más de la cuenta y, con los ojos rojos como brasas y un suave tambaleo, se levantó y se dirigió hacia ellas. La música estaba tan alta que parecía que el cerebro golpeara el interior del cráneo de un lado a otro.
—¿Pero dónde vas, chaval? —dijo Javier al verle encaminarse hacia las chicas.
—Hoy no se me escapa, Javi —respondió Alberto.
Después, se perdió entre la niebla de la pista y las luces de colores. No tardó en aparecer de nuevo, del brazo de Ali, alejándose hacia las escaleras que daban a la avenida de la Constitución, con una sonrisa que no le cabía en la cara.
Javier contuvo la rabia. Ali le gustaba desde hacía años. Sus padres y los de ella eran buenos amigos y, desde que la vio por primera vez en aquella casa de verano en la que Alicia y su familia pasaban los meses estivales, él estaba loquito por ella. Ver a Alberto salir del Fedra con Ali le hizo sentir la bilis treparle por la garganta. Dio un último trago a su DYC con cola y salió tras ellos.
La noche era cerrada y llovía. Por más que buscó con la mirada, no los encontró. Después … se fue a casa.
El lunes, como cada mañana desde que el año anterior se matricularon en la Complutense, Javier esperó a Alberto en la estación de Renfe para ir juntos a la facultad. Alberto no apareció.
Cuando Javier llegó a casa, sobre las cuatro de la tarde, su madre le esperaba en la cocina.
—Javi, ha llamado la madre de Alberto. No ha ido a casa a dormir anoche. ¿Tú sabes algo?
—Estuve con él hasta la una, más o menos, en el Fedra. Después se fue con Alicia. Esta mañana le esperé como siempre en la estación y no vino. Pensé que se habría quedado dormido después de la juerga. Voy a acercarme a casa de Ali; quizá ella sepa algo.
Dejó la mochila en el suelo y salió de nuevo. Alicia vivía a unos diez minutos. No tardó en llegar y pulsar el telefonillo.
—¿Sí? —preguntó una voz femenina.
—Ali, soy Javi. ¿Está Alberto contigo?
—No. Desde anoche no le he visto. Estuvimos dándonos el lote en el Chacao, pero se puso… demasiado cariñoso, y me fui. Se quedó allí solo; serían las dos de la mañana.
—Su madre ha llamado a mi casa. No ha dormido allí.
—No puedo decirte más, lo siento.
—Si te enteras de algo, avísame.
—Vale, Javi. Te dejo, que tengo que estudiar.
En pocos días, periódicos, televisiones y radios se hicieron eco de la noticia: un estudiante de Económicas de 19 años de Móstoles había desaparecido la noche del 10 de septiembre de 1989.
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Hasta aquí, la historia ya había llamado poderosamente mi atención. Seguí leyendo el testimonio.
J.D_1993 continuó:
Meses después, un pastor alemán llamado Rufo, que acompañaba a su dueño Juan por un antiguo camino —el que unía lo que ahora es el PAU 4 con Moraleja de Enmedio—, se detuvo ante la puerta de una vieja casa. No estaba abandonada, pero sí cerrada desde hacía tiempo. Rufo empezó a ladrar con insistencia, con esa urgencia que solo un perro asustado o excitado puede transmitir.
—¡Rufo! ¿Qué pasa ahí? —gritó Juan.
El perro no se apartaba. Ladraba y gruñía, y arañaba la puerta como si quisiera atravesarla.
—Ven aquí, Rufo —volvió a ordenar Juan.
Esta vez, el animal se acercó, le mordió ligeramente la pernera del pantalón y tiró de él hacia la casa. Cuando Juan se asomó a la ventana enrejada, lo que vio le heló la sangre.
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El hallazgo
La policía y el forense llegaron poco después a la casa propiedad de los Lucas Collado. La puerta cedió con un chirrido metálico, y un golpe de aire denso y pútrido les golpeó en la cara. Uno de los agentes retrocedió, con arcadas, cubriéndose la boca. El olor era una mezcla nauseabunda de carne podrida, humedad rancia y orina seca, tan espesa que parecía pegarse en los pulmones.
En el suelo, cerca de una pared desconchada, estaba Alberto. Más que un cuerpo, parecía una figura reseca, una carcasa humana. La piel, pegada a los huesos, tenía el tono amarillento y grisáceo de la muerte avanzada. La boca, entreabierta, mostraba dientes ennegrecidos y encías retraídas.
Le faltaban varias falanges. Los huesos de algunos dedos, limpios y descarnados, estaban junto a él, como si los hubiera mordido y arrancado a trozos. Según el informe preliminar, se las amputó con un vidrio roto, devorando su propia carne cuando el hambre se volvió insoportable. La infección resultante había ennegrecido la piel de las manos y subido por los brazos, hinchándolos grotescamente.
Las paredes, cubiertas de polvo y moho, tenían arañazos a la altura de las manos y marcas rojas, secas, donde había golpeado hasta sangrar. Había vidrio incrustado en sus palmas y puños, producto de romper las contraventanas con la desesperación de un animal enjaulado.
El suelo estaba cubierto de pequeñas astillas arrancadas de la puerta; algunas tenían marcas de dientes. Un cuenco metálico oxidado, sin agua, estaba tirado en una esquina. La única fuente de líquido era un goteo constante de una tubería oxidada que dejaba un charco amarillento.
El forense anotó que la posición del cuerpo, encogido y con las rodillas contra el pecho, indicaba que había pasado los últimos días con escalofríos intensos, probablemente delirando. Los insectos habían colonizado gran parte del abdomen, y un zumbido grave llenaba el aire.
Murió así: solo, enfermo, comiéndose a sí mismo, rodeado de oscuridad y silencio. Nadie pasó por allí. Nadie escuchó sus golpes ni sus gritos. Nadie vino.
Y aquella noche, la del 10 de septiembre, había salido del Fedra del brazo de Alicia Lucas Collado.
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Ahí terminaba el relato.
Le escribí a J.D_1993:
—¿Alicia Lucas Collado?
Tardó unas horas en responder.
—Veo que te has quedado con ganas de más, ¿verdad?
—Entonces… ¿fue ella quien le encerró allí?
Horas después, me envió un recorte de prensa digitalizado de enero de 1990:
“Aunque en un principio todas las investigaciones se centraron en la familia propietaria de la casa, especialmente en la hija menor, “Ali”, última persona con la que estuvo Alberto la noche de su desaparición, la implicación de ella o de cualquier miembro de la respetada familia de abogados mostoleños ha sido totalmente descartada.”
—Entonces, ¿quién le encerró allí? —insistí.
Pasó más tiempo. Finalmente, me escribió:
—Sergio, creo que después de esta —ya van tres confesiones—, ha llegado el momento de que nos llamemos por nuestros nombres y dejemos los nicks, ¿no?
—¿Cuál es el tuyo?—pregunté.
—Mi nombre es Javier.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Javier…?
—Sí. Y ¿sabes qué, Sergio? Los celos son una enfermedad terrible, amigo. Te dejo, Alicia y los chicos me esperan para cenar.
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