La ciudad que desapareció bajo un manto blanco y el misterio que todo cambió. Móstoles Insólito: Relato 42. La Nieve

—Abuelo, ¿por qué la ciudad se llama Nuevo Móstoles? —preguntó el niño, señalando el cartel a la entrada mientras volvían de dar un largo paseo.

El anciano guardó silencio un instante, como si sus recuerdos le quemaran.

—Porque el viejo Móstoles dejó de existir —dijo al fin, con voz grave—. Lo borraron del mapa hace casi ochenta años.

—¿Lo borraron? —repitió el niño, incrédulo.

—Sí. Pero hoy estás seguro aquí. Yo sobreviví y ahora voy a contarte lo que pasó.

Era enero de 2021. Hacía unos días, una extraña y enorme nube, silenciosa, se había posado sobre la ciudad. Yo tenía diez años. De repente, como de la nada, una gran nevada comenzó a caer, suave y brillante al principio, pero pronto implacable.

Estaba en la plaza del Pradillo, mirando cómo las estatuas se cubrían de un blanco perfecto. Las luces navideñas aún colgaban de los postes, y los vecinos se lanzaban bolas de nieve, riendo, ajenos a lo que estaba por venir.

Pero había algo extraño. La nieve no era blanca del todo. Si la mirabas de cerca, se percibían extraños destellos azulados, como si un resplandor imposible se ocultara en cada copo.

—Papá, ¿por qué brilla así? —pregunté, extendiendo las manos para atraparla.

—No la toques —respondió mi padre, con un tono que helaba la sangre—. Solo obsérvala.

Mi madre, Marta, se acercó a nosotros con los brazos cruzados. Su mirada era intensa, desconfiada, y había algo en ella que no podía explicar: un miedo profundo, como si hubiera tenido una premonición.

La tormenta duró días. La nieve cubrió el parque Liana, los lagos del parque del Soto se congelaron con un brillo inquietante. En la avenida de Portugal, los coches quedaban atrapados bajo la nieve que parecía engullirlo todo. La ciudad se cubrió de un blanco extraño, silencioso… y vivo.

Días después, aquella nieve desapareció de manera súbita. No se derritió; fue como si la tierra la engullese. Y poco después comenzó la pesadilla.

Primero fueron los animales. Las palomas en la plaza del Pradillo caían al suelo y se agitaban de manera convulsa. Los perros y gatos de los vecinos parecían enfermos. Se volvieron agresivos al principio, y después mutaban, cambiando extrañamente su tamaño y forma; se convertían en seres grotescos, absurdos y desproporcionados. Al poco tiempo, al igual que las palomas y otras aves, morían irremediablemente.

Luego las plantas. En el parque Liana, los árboles retorcidos crujían con fuerza, como si quisieran moverse. Las flores desaparecían por la noche y al amanecer aparecían marchitas o deformadas, enormes e inundadas por esos destellos azulados que también pude ver en la nieve.

Un día, mi madre comenzó a enfermar. Empezó con pequeños cambios: fiebre, mareos, cansancio extremo. Pronto desarrolló síntomas más graves. Su piel adquirió un tono pálido y grisáceo. Sus ojos, antes cálidos, parecían reflejar un brillo extraño, como si la ciudad misma la hubiera invadido.

—Papá… me duele… —murmuró una tarde, apoyándose sobre la encimera mientras preparábamos la cena.

Fue entonces cuando mi padre comprendió lo que muchos aún no querían aceptar: la nieve no era solo nieve. Había traído algo que transformaba todo lo que tocaba.

El ejército llegó a Móstoles después de unos días. Blindados en la avenida Constitución, soldados en cada esquina. Nadie podía salir. Las calles, antes familiares, se habían vuelto laberintos de hierro y sombras.

Los vecinos se volvían cada vez más extraños. Algunos se comportaban como si fueran otra persona; otros gritaban en la noche, corriendo por las calles vacías.

Nuestra casa, en el barrio del PAU 4, ya no era segura. Mi padre decidió que debíamos huir. Pero no podíamos hacerlo: mi madre había empeorado y no sobreviviría.

Su cuerpo se deterioraba; la infección avanzaba más rápido de lo que podíamos contener.

—Tenemos que salir —dijo mi padre una noche, su voz firme—. Si nos quedamos, correremos la misma suerte.

Aquellas palabras me atravesaron el alma. Dejar a mi madre morir sola era devastador, pero con el tiempo comprendí que era la única salida.

Marta asintió débilmente. Sabía que no habría salvación para ella. Me abrazó, y en ese abrazo comprendí que la perdíamos.

—Cuídalo —susurró, dirigiéndose a mi padre—. Y llévalo lejos, tan lejos de esta horrible ciudad como puedas.

Esa noche abandonamos nuestra casa. A través de túneles de alcantarillado que mi padre conocía de manera inexplicable para mí, empezamos nuestra huida. Marta quedó atrás, sola, enfrentándose al horror que había consumido la ciudad.

Los túneles olían a tierra, agua estancada y el frío húmedo entumecía hasta los nervios. Avanzábamos con cuidado, escuchando los ecos de la ciudad enferma sobre nosotros: gritos, ruidos extraños, árboles retorciéndose en la superficie.

Salimos finalmente a la periferia de Móstoles, desde donde pudimos observar el panorama completo. Los edificios parecían deformes; las luces de los semáforos brillaban con colores imposibles.

—Papá… —susurré, con miedo—. ¿Qué haremos?

—Sobreviviremos —respondió él—. Y algún día contaremos la verdad.

Caminamos hasta un punto elevado desde donde se podía ver toda la ciudad. Fue entonces cuando vimos la esfera luminosa en el cielo: la bomba. El gobierno había decidido borrar Móstoles del mapa. La luz se expandió, cegadora, y el suelo tembló con un estruendo que parecía desgarrar la tierra.

Desde nuestra posición, protegidos por la distancia, vimos cómo el cráter se abría. La ciudad que conocíamos desapareció bajo la explosión.

Mi padre y yo continuamos nuestro camino, vagando por caminos, buscando refugio. En la lejanía, los ecos de lo ocurrido seguían presentes: casas vacías, coches abandonados, un silencio pesado que cargaba la memoria de lo que había sido Móstoles.

Finalmente logramos llegar a pie hasta el parking donde guardábamos nuestra autocaravana y huir lejos, tan lejos como pudimos, tal y como Marta nos había dicho antes de morir. Desde la distancia, mi padre me enseñó a recordar y a narrar lo que habíamos vivido, para que la historia de la ciudad perdida no desapareciera completamente.

Años después, mi padre murió también. Y yo, ya adulto, decidí emprender el regreso. Logré llegar a Nuevo Móstoles y rehacer mi vida en la ciudad donde hoy te estoy contando esta historia.

Ahora, en 2100, a mis noventa años, me siento frente a ti en Nuevo Móstoles, ciudad reconstruida a kilómetros de la antigua ubicación.

—Hijo, lo que ves en los libros no es toda la verdad —dije—. Móstoles murió en 2021. Esta ciudad que ves es solo un intento de reconstrucción. Pero lo que ocurrió sigue vivo en mi memoria. Y lo que mi padre me contó sobre el Móstoles de antes de la extraña nevada quedará ahora también en tu memoria, porque ha llegado el momento de que tú conozcas la verdadera historia de la ciudad que fue.

El niño me miraba, con los ojos abiertos.

—¿Y tú estabas allí? —preguntó, con voz temblorosa.

—Sí —contesté—. Yo lo vi todo. Pero quien realmente nos salvó fue mi padre, el hombre que escapó conmigo aquella noche. Solo gracias a él puedo contarte esta historia hoy, y también todo lo que Móstoles fue antes de la extraña nevada.

El niño se quedó en silencio. Afuera, el viento de Nuevo Móstoles arrastraba polvo y hojas, recordándonos que la ciudad antigua había existido y que lo que ocurrió entonces no debía olvidarse.

—Recuerda —susurré—: la nieve… la nieve aún puede volver.

Si has disfrutado de este relato, te invito a seguirme en redes para descubrir más historias de Móstoles y otros lugares donde lo insólito cobra vida:

TikTok: @sergio.diaz.marti1

Instagram: s_dmartin

Facebook: Sergio Díaz

Puedes además encontrar mis libros en Amazon, en librerías de Móstoles y en grandes superficies.

Y  puedes escuchar mi podcast, Crónicas de lo insólito en Ivoox

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo. Suscríbete gratis al

Canal de WhatsApp
Canal de Telegram

La actualidad de Móstoles en mostoleshoy.com