Nueva entrega otra semana más con un oficio legendario como protagonista. Móstoles Insólito: Relato 46. El Artesano

El polvo y las viejas herramientas cubrían la mesa de aquel taller de Móstoles, en cuya fachada se dejaba leer un letrero que ya nadie leía. Polvoriento, a medio caer, pasaba desapercibido.

El Artesano trabajaba entre tablones, pinceles y montones de máscaras que restauraba con paciencia. Su trabajo no consistía en fabricar nuevas máscaras, sino en reparar las que la gente rompía al fingir ser quienes no eran. Cada máscara era un rostro prestado, una identidad ajena que escondía verdades, y él las pulía, las reparaba, las devolvía a la vida, dejando que la luz acariciara cada curva. Lo hacía no por vanidad, sino por amor a la verdad que aún sobrevivía en el mundo, esa chispa humana que nadie más parecía cuidar.

Un día, un rumor, como agua fresca, comenzó a filtrarse por las calles de la ciudad. Decían que el Artesano había creado una máscara sagrada: una máscara que, a diferencia de las que los ciudadanos solían usar, estaba hecha de un material traslúcido, limpio, de formas lisas y sin aristas y que, tras probársela y quedarle como un guante, comenzaría a fabricarla en serie y ponerla a la venta. Pensó que marcaría tendencia.

“El Administrador”, un hombre sin rostro que gobernaba el uso de las máscaras en la ciudad, se enteró. Las voces crecieron, y lo que empezó como un murmullo se volvió un coro de acusaciones.

¡Has traicionado la ciudad! —gritó un vecino desde el balcón del Ayuntamiento—. ¡Debes pagar por ello!

Su cara, oculta tras una terrible y horrorosa máscara de cuero hecha jirones pegada a la piel, ocultaba tras de sí un rostro absurdo y deshecho por la ira, la envidia y la codicia.

El Artesano miró hacia el balcón, sintiendo que el aire se volvía pesado. Su taller, que siempre había sido un refugio, se convirtió en un espacio asfixiante. La ansiedad se le coló en las manos y en los hombros, y por primera vez en años sintió que su respiración no le pertenecía.

—No hay nada que pueda explicar —murmuró para sí, mientras limpiaba una máscara quebrada—. Nadie quiere escuchar. Nadie. Solo declamáis palabras vacías, que ensucian el aire de esta ciudad marchita. No sé cómo pueden daros pábulo tantos y tantos ante tan míseras palabras que, como ratas infectas, no traen nada más que podredumbre.

Pero la esperanza no estaba perdida, pues a veces alguien llegaba hasta el taller. Un niño, de cabello desordenado y ojos grandes, miraba las máscaras con fascinación. Y pasaba horas tras el cristal de la fachada, hasta que un día el Artesano le hizo pasar.

Con un gesto amable le invitó a cruzar el umbral y adentrarse en el mundo alternativo donde él vivía, al extremo de la campana de Gauss. Y el niño allí se quedó.

—Maestro —preguntó un día, con voz temblorosa—, ¿por qué la gente usa máscaras?

El Artesano suspiró y se inclinó sobre una máscara de madera.

Para parecer lo que no son… para que nadie vea lo que sienten. Pero cada máscara que nosotros arreglamos, cada curva que pulimos, es un acto de redención, de verdad. No se lo digas a nadie, pero aquí no solo se las arreglamos, las modificamos sutilmente para que, aun cubriendo sus rostros, les hagan ver la realidad con otra perspectiva. Nunca lo olvides, pequeño.

Mientras el rumor crecía, el Administrador apareció. Su presencia no tenía forma concreta; era una sombra que parecía moverse entre los edificios y los reflejos del parque Liana, a través de los infértiles festivales, sobre las calles rotas y sucias o sobre los colegios y hospitales abandonados.

Su voz era fría, como el mármol del Ayuntamiento, y siempre llegaba sin previo aviso.

—Tus máscaras son insolentes —dijo una tarde desde el umbral del taller—. Pretendes mostrar belleza donde no la hay. No se puede permitir.
—Yo solo reparo lo que otros rompen —replicó el Artesano, con la mandíbula apretada—. No fabrico mentiras; las arreglo y las doto de pensamiento crítico.

El Administrador se rio con una seca carcajada, un sonido que no transmitía alegría sino un filo invisible.

—¿Arreglar? No, estás enseñando a la gente a mirar detrás de las máscaras. Eso es peligroso, eso ensucia y estropea tu trabajo, recuerda siempre estas palabras —y con eso se desvaneció, dejando un frío que calaba los huesos.

Días después, el taller se llenó de cartas anónimas, de vecinos con máscaras que lo miraban con reproche. Cada gesto, cada palabra, era un cuchillo invisible que buscaba herirlo. La ansiedad volvió a atacar; las noches eran largas, y el silencio se le hacía insoportable. A veces, su corazón le dolía tanto que sentía que el taller entero se le caía encima.

Pero una noche, mientras el viento agitaba las ventanas y los árboles del parque Nelson Mandela parecían susurrarle mientras paseaba, recordó a la Mujer del Espejo. Ella apareció en sus recuerdos con voz cálida:

No te dejes consumir. Nadie puede robar lo que eres por dentro. —Y en esa frase, algo cambió.

El Artesano comprendió entonces que ninguna acusación podía tocar su esencia. Que el dolor y la injusticia eran reales, pero no le pertenecían de manera que lo destruyeran. Con manos temblorosas pero firmes, comenzó a retirar todas las máscaras del taller.
Una a una, las colocó en cajas, en estanterías, y luego, finalmente, las llevó al parque Liana. Allí las dejó sobre la hierba húmeda, como si fueran flores marchitas que debían descansar, y dejó que la lluvia de octubre hiciera el resto.

Cuando regresó al taller vacío, respiró hondo y sintió que por primera vez en meses, el aire era suyo. El Administrador apareció nuevamente, esta vez en el reflejo de un cristal.

—Has desobedecido —dijo, con la voz más cercana—.
—No he desobedecido —replicó el Artesano—. Solo he elegido no traicionar lo que soy. No necesito tu aprobación para existir.

La sombra del Administrador se detuvo. No dijo nada. Solo desapareció en un suspiro frío.

El niño apareció corriendo entre las sombras de los árboles.

—Maestro, ¿volverán a venir? —preguntó con miedo.
—Quizá —respondió el Artesano—, pero ya no tienen poder sobre mí. Y algún día aprenderás que lo importante no es luchar contra todos, sino no perderte a ti mismo en la lucha.

Poco a poco, otros vecinos se acercaron al parque. Algunos sin máscaras, otros dejando caer las suyas. Miraron las máscaras que el Artesano había dejado sobre la hierba y sintieron algo extraño: liberación. Ya no había que aparentar nada; por un instante, pudieron mirar y ver la verdad.

El Artesano volvió a su taller y cogió de un estante una antigua guitarra, la desempolvó y comenzó a tocar. La melodía flotó por las calles de Móstoles, y algo increíble sucedió: el aire se sintió más ligero, los árboles parecían respirar, y las sombras que antes lo perseguían se desvanecieron. La ciudad, por un instante, estaba en paz.

Después miró a su aprendiz y, con ternura, le dijo:

—El arte no es para agradar —dijo—. No es para lamer culos ni para obedecer órdenes absurdas. El arte es para recordar quiénes somos y construir un futuro mejor, aunque el mundo quiera que olvidemos.

Esa noche, mientras las luces del parque titilaban como luciérnagas, comprendió que la victoria no estaba en derrotar al Administrador, sino en recuperar su voz y su esencia. La ciudad podía seguir usando máscaras, pero él había encontrado su verdad. Y en esa verdad, la luz siempre vencería.

Al día siguiente, el taller del Artesano volvió a llenarse de ruidos: pinceles sobre madera, la respiración de las nuevas máscaras que le habían prohibido construir llenaba cada rincón y, ante él, la presencia silenciosa del niño que aprendía.

Cada golpe de martillo y cada trazo de pintura era un acto de resistencia, un recordatorio de que el mundo no podía obligar a un creador a dejar de crear, a un soñador a dejar de soñar. Porque por más oscuro y gris que fuera el humo que intentaba cubrirlo todo, siempre hay forma de abrirse camino con una paleta de vivos colores en la mano.

En Móstoles, entre sombras y luces, el Artesano siguió su camino. No necesitaba aplausos, no necesitaba reconocimientos. Solo su taller, sus máscaras y la certeza de que el bien siempre vence, aunque tarde, aunque cueste, porque el bien es mantener la integridad y la verdad ante cualquier tormenta.

Y así, entre neblina y luces titilantes, las calles de Móstoles aprendieron una lección silenciosa: que detrás de cada máscara, siempre hay un rostro verdadero, y que esos rostros, cuando se encuentran, pueden cambiar le mundo.

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