Nuevo una entrega otra semana más fantasiosa con una lección final muy importante. Móstoles Insólito: Relato 48. El humanoide del ovejero
La noticia se extendió rápido, como se extiende el veneno de la picadura de una cobra. Primero en las terrazas de calles y avenidas, luego en los grupos de WhatsApp del barrio y, finalmente, en las conversaciones improvisadas en parques, colas de supermercado y entradas al colegio. Algunos hablaban de un avistamiento, otros de una sombra extraña entre los setos, y no faltaba quien aseguraba haber visto “un bicho raro, bajito y gris, con la cabeza enorme y los ojos brillantes”.
Yo llegué tarde a la historia, como siempre. Suelo escuchar primero, dejar que el rumor se hinche, y solo entonces me acerco. Así que cuando Raquel me llamó aquella noche para decirme que algo pasaba en el Parque Ovejero, no dudé en coger la chaqueta y acercarme.
—Dicen que lo han visto junto a la pajarera —me explicó mientras caminábamos hacia el corazón del parque—. Que salió de entre los arbustos y asustó a un grupo de chavales.
—¿Y cómo lo describen? —pregunté.
—Unos dicen que parecía un mono, otros que un extraterrestre. Pero todos coinciden en lo mismo: ojos rojos y una postura rara, como encorvada.
Nos acercamos con cautela. El parque, a esas horas, estaba casi vacío, salvo por un grupo de jóvenes que hablaban exaltados, iluminándose las caras con las linternas del móvil y bebiendo litronas de cerveza.
—Te juro que no era humano —dijo uno de ellos, con la voz quebrada entre la risa nerviosa y el miedo auténtico—. Nos miró fijo, como si nos conociera.
Otro le contradijo enseguida:
—¡Era humanoide, tío! No humano. No hablaba, solo gruñía… Y esos ojos…
Me quedé en silencio, observando. No era la primera vez que escuchaba historias así en Móstoles. La imaginación tiene raíces fértiles en las noches de verano, sobre todo cuando un parque se queda vacío y los sonidos se amplifican. El alcohol de los botellones también ayuda.
Sin embargo, esa noche había algo distinto: un olor penetrante, mezcla de humedad y sudor rancio, que se pegaba a la garganta. Y entonces lo vimos.
A unos treinta metros, junto a la verja de hierro que delimita el parque y las pistas, una figura baja y encorvada se movía con torpeza. No era más alta que un niño de diez años, pero tenía la espalda arqueada, los brazos largos y la cabeza demasiado grande para su cuerpo. La luz de una farola le dio de lleno y sus ojos parecieron brillar en rojo. Raquel me apretó el brazo.
—Lo estás viendo, ¿verdad?
—Sí —respondí con la voz seca—. Lo estoy viendo.
El ser se giró hacia nosotros. No hizo ruido, no intentó huir de inmediato. Solo nos observó, ladeando la cabeza como un perro curioso. Después, en un movimiento brusco, se internó en unos matorrales y desapareció.
Los chavales gritaron. Uno de ellos juró que había saltado la valla con un salto antinatural. Otro corrió hacia la salida del parque.
Yo me quedé quieto. Esa imagen no se me borraría fácilmente.
Al día siguiente, el rumor había crecido. Algunos hablaban ya de un “humanoide del Ovejero”, y en las redes circulaban audios de supuestos testigos que afirmaban haber visto luces en el cielo justo antes del encuentro. Otros compartían fotos borrosas en las que apenas se distinguía una sombra entre los árboles.
Decidí regresar al parque de día. Con el sol, todo parecía menos misterioso. Merodeamos por el lugar donde lo vimos, y en un rincón húmedo, con zarzas y un pequeño hueco en la tierra, vimos restos de comida: una lata de atún oxidada, un paquete vacío de galletas y un trapo sucio.
No era el campamento de un ser de otro planeta. Era el refugio improvisado de alguien que vivía oculto. Las noches siguientes volví acompañado.
Primero con Raquel, luego con Miguel, otro vecino de Móstoles al que le fascinaba grabar cualquier cosa rara.
Una vez más, lo vimos: siempre de lejos, siempre moviéndose de manera errática, arrastrando un pie. No hablaba. Emitía sonidos guturales, apenas un quejido. Y cada vez que notaba nuestra presencia, huía.
—Esto no es un extraterrestre —sentenció Miguel—. Esto es una persona, enferma, quizá.
Pero el barrio no quería explicaciones racionales. Las tertulias en los bares lo bautizaron como el “monstruo del Ovejero”. Algunos decían que era un castigo divino, otros que el ejército lo había traído para hacer experimentos.
Yo siempre escuchaba en silencio.
El desenlace llegó una madrugada de agosto. La policía recibió varias llamadas: gritos en el parque, ruidos metálicos, algo que corría entre los arbustos.
Dos agentes con linternas rodeaban al ser, que intentaba escalar la valla sin éxito. Jadeaba, se golpeaba el pecho con los puños. Cuando lo iluminaron por completo, la verdad salió a la luz.
Era un hombre. Un hombre pequeño, deforme, con la columna torcida en un ángulo imposible y un rostro marcado por cicatrices. Sus ojos, que en la oscuridad parecían rojos, eran en realidad oscuros y húmedos, reflejando la luz con un brillo extraño. Llevaba ropas rotas, apenas jirones.
Los agentes no tardaron en sujetarlo. No opuso gran resistencia, solo balbuceaba sonidos incomprensibles, como si intentara hablar pero no pudiera.
—Yo le conozco, se llama Joaquín —explicó más tarde un vecino mayor que se acercó al lugar—. Su madre murió hace años. Vivía con ella en un piso de Los Rosales, pero cuando la Paqui falleció, él desapareció. Nadie sabía dónde estaba.
Resultó que Joaquín padecía una enfermedad mental severa, además de una malformación física que le daba ese aspecto tan extraño. Había sobrevivido como podía, escondiéndose de día, saliendo de noche en busca de comida.
El “humanoide del Ovejero” no era un ser de otro mundo. Era un hombre roto por la vida, invisible hasta que la imaginación colectiva lo convirtió en monstruo.
Días después, en la calma que siguió al escándalo, regresé al parque. Me senté en el banco junto al hueco donde Joaquín había vivido. Pensé en lo fácil que es deformar la realidad, en cómo el miedo y el rumor pueden levantar un mito en cuestión de horas. Recordé entonces las palabras de uno de los chavales aquella primera noche: “Nos miró como si nos conociera”. Quizá no estaba tan equivocado. Joaquín nos conocía, nos veía cada día pasar frente a su escondite, sin que ninguno nos diéramos cuenta.
Me levanté con una certeza amarga: los monstruos de Móstoles son humanos, tanto como nosotros. Y el verdadero misterio es cómo hemos aprendido a mirar hacia otro lado hasta que la oscuridad los convierte en leyenda.
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