Un viaje nostálgico por la memoria, el progreso y la pérdida del juego y la naturaleza. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Barro y valor
Al ser humano siempre le ha gustado más el asfalto y los adoquines que la hierba y la tierra. Quizá no sea cuestión de gusto sino de pragmatismo y comodidad. Bien pensado, las obras y los «avances» se acompañan de estas tildes. Todo lo hacemos porque resulta práctico y nos facilita la vida, que es el objetivo por excelencia del Hombre: facilitarse la vida, aun siendo cuestionables los medios y los resultados. Es un tren bala que, lejos de poderse detener, incrementa su velocidad de manera vertiginosa, al menos para quien el pragmatismo y la comodidad no son prioritarios. Facilitarnos la vida se encuentra inherente en nuestra naturaleza, el Homo Habilis fue, seguramente, la expresión primera más evidente de ello. Solo cabe reflexionar sobre el uso de nuestra inteligencia y acerca de nuestra conciencia del equilibrio, más que cuestionarnos nuestra naturaleza o arremeter contra nuestra esencia, como si pudiésemos hacer algo por modificarla siquiera.
¿Qué prefieres: el barro o el cemento? Una respuesta difícil. Seguramente, por una cuestión práctica y por comodidad, prefieras el asfalto y los adoquines, y elegir visitar un parque, que son como reservas indias americanas, cuando desees pisar tierra y disfrutar de unas hectáreas de naturaleza en las que respirar ilusoriamente un aire saludable, un aire que, ingenuamente, llamamos puro. Aunque no se encuentre en la conciencia social, es un hecho que reducimos el espacio natural año tras año. Destruimos y construimos sobre la destrucción. Construimos en cada rincón de tierra que permanece silvestre y apenas permitimos un parque o un parterre (construidos) para revalorizar las construcciones. Claro, tampoco podemos oponernos al progreso, una expresión con la fuerza de un bulldozer. ¿Dónde se encuentra el equilibrio?
Explica a las generaciones nacidas en este siglo que tu infancia discurrió entre descampados, sin más tecnología que el teléfono y la televisión del salón, cuyo acceso se encontraba restringido y controlado por los padres. Explica a las generaciones del presente que tus relaciones sociales se encontraban en la calle y que ya era una gran aventura el mero hecho de «viajar» a la capital por unas horas.
La edición en papel de este periódico, el Móstoles hoy, trae en su sección de contraportada, Orgulloso de Móstoles, unas excelentes líneas de Joaquín Parejo recordando aquellos charcos en la calle Valladolid. Sus líneas me han retrotraído a aquellos tiempos compartidos de botas katiuskas y gorros de lana, a los renacuajos de los charcos y al barro en la ropa y en los zapatos, que suponía el disgusto de nuestras madres, que no cesaban de conminarnos a no pisar los charcos y, aún menos, jugar en ellos chapoteando como críos que éramos. Las mejores botas, y estuvieron muy de moda, tenían la parte superior de la caña de color amarillo y se cerraban con un cordón para que no entrara el agua. Aun así, parecía imposible evitar que entrara el agua y calara los pies y el pantalón. Los chicos buenos iban limpios y aseados, mientras que los chicos malos iban sucios, calados de agua y manchados de barro. No había muchos chicos buenos, eso sí. De aquella anécdota de Joaquín jugando en los charcos de la calle Valladolid, cala hondo su pensamiento de cierre:
«Porque hubo un tiempo en que el barro no era un problema, era la infancia».
Ya no queda barro ni queda infancia. Tenemos cemento y asfalto, y niños que nacen adultos.
Ya no hay madres que han pasado la mañana limpiando la casa y cocinando para que, al llegar del colegio los niños, coman un guiso caliente y repongan fuerzas, que están en edad de crecimiento. Olores como el de las lentejas de mamá forman parte de nuestra infancia, en la que también podíamos recoger flores silvestres por el camino para darle una sorpresa al llegar a casa. Ella las agradecía y, apurada por el tiempo, me pedía que no me quitara la ropa y que bajara, por favor, a por pan antes de quedarnos sin él. Las panaderías traían pan a la una y media y a las dos, y era seguro que no comías pan ese día si no habías comprado a tiempo en alguna de esas hornadas, salvo que quedara pan de ayer. Entonces, el pan duraba dos días y veinte años, los lavavajillas.
Entiendo, Joaquín, que no puedas evitar sonreír al mirar al suelo de la calle Valladolid al llover. Yo señalo bloques de edificios recordando el descampado por el que corríamos, contemplo el trecho de la avenida Alcalde de Móstoles a su paso por las calles Pintor Picasso, Pintor Velázquez y Salcillo, y recuerdo los tiempos en que solo era el esbozo de una carretera en medio del campo, podríamos decir, apenas asfaltada y sin circulación de vehículos, puesto que no conectaba con ninguna otra. Nuestro equipo de atletismo aprovechaba el tramo para entrenar haciendo cuestas algún que otro día invernal. Paseo por la zona de Los Rosales y recuerdo el inmenso campo que era en los años ochenta, un campo de tierra, barro y flores silvestres.
Explica a las generaciones de hoy aquellas sensaciones y sentimientos entrañables. Nosotros escuchábamos a nuestros padres hablarnos de su infancia y podíamos comprenderla, reíamos algunas anécdotas y la realidad de la que nos hablaban no parecía disonar con el entorno y el contexto de nuestra actualidad en aquellos momentos. Ahora se produce una disonancia sonora y un choque frontal con las generaciones de este siglo. Cuéntales que naciste en una dictadura y les costará creerlo. Cuéntales que el walkman fue una auténtica revolución y que fue una moda salir a la calle con el loro, aquellos equipos portátiles de música (y qué equipos), portándolos sobre el hombro o llevándolos como si fueran un maletín. Escuchar música en la calle era algo inconcebible y, de pronto, podías llevar el loro con los amigos y escuchar música en los auriculares mientras caminabas por la calle o corrías por el campo.
Quienes llevamos décadas por las calles de esta ciudad, la hemos visto destetarse y crecer hasta el día de hoy, en que, al leer unas líneas recordando anécdotas como los charcos de la calle Valladolid, llevamos la mirada atrás de manera irremediable y entrañable. Dejamos valores por el camino, dejamos corazón y alma en nuestro crecimiento; nos endurecemos y nos volvemos pragmáticos y cómodos. Incluso la manera de regañar de las madres ha cambiado, si acaso queda alguna que lo haga. Estoy recordando algo que hacíamos en casa y que, eventualmente, podía ser materia en algunas clases de Dibujo y Plástica del colegio. Había tiendas de material artístico donde era sencillo encontrar bloques de arcilla con los que modelar figuras con las manos. Era algo entretenido que hacíamos. Mi madre se preocupaba por lo que pudiéramos manchar, pero poníamos papel de periódico y nos cuidábamos de no ensuciar y de no tocar las paredes ni los interruptores con las manos sucias de arcilla.
Ahora construiría una bonita casa de arcilla, realizando así mi breve sueño infantil de ser arquitecto (delineante, en realidad), pero luego tendría que ubicarla en algún lugar que iría creciendo con nuevas figuras de arcilla. Acabaría fundando una pequeña aldea a la que irían llegando nuevos habitantes (de arcilla y de escayola)… la ciudad de arcilla se haría con la casa y yo solo podría visitarla. Suspiraría por ser un ciudadano de arcilla, ser alcalde fundador de aquel hogar práctico, cómodo y entrañable.
Por suerte (pienso que será por eso), no es fácil encontrar arcilla y útiles de calidad y yo habré perdido habilidades por falta de práctica. Tampoco dispongo de tiempo, soy el conejo blanco de Alicia exclamando: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! ¡Llegaré demasiado tarde!».
Sí, ya es demasiado tarde, siempre lo es. El tiempo se marcha sin piedad y nos deja las huellas que prevalezcan sin nosotros poder escoger.
Aún hay veces que al trastear con la tierra mojada en las macetas siento vida, rememoro mis manos infantiles jugando con la arena de un parque o traigo al presente las lluvias que nos sorprendían sin paraguas en nuestro regreso del colegio. Nunca construimos castillos de barro, quizá debimos hacerlo. Tal vez debimos construir una ciudad de barro y arena, y no de adoquines y asfalto.
Dios mío, mira el reloj: ¡qué tarde es! ¡Qué tarde es! ¡Son ya las tres!
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