Nueva columna semanal de la perdida de lo natural, del campo, en esta ciudad. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Planetas
De cuanto puedo recordar, que no es mucho ni preciso, me gustaba jugar en el parque cuando era niño. Sin embargo, no lo hice demasiado. Cuando vivíamos en Moratalaz, pasábamos mucho tiempo en la calle y en los parques, también éramos unos micos aventureros. Todo cambió al llegar a Móstoles, donde todo era distinto, como si, de pronto, fuéramos adultos de siete u ocho años. Aun así, hubo tiempo para parques; para toboganes, chapas y canicas. Yo deseaba estar fuera de casa y los parques me parecían lugares alejados del entorno y las circunstancias diarias, planetas recónditos donde podía sentirme a mí mismo y disfrutar de un entorno más libre, más inocente, más divertido y más acogedor. Cabía la posibilidad de conocer a otros chicos y jugar con ellos. Nos volvíamos amigos solo con hablarnos y pasar ese rato, aunque no volviéramos a vernos más. La tierra de los parques nos unía, nos dejábamos las rodillas y las manos en ella. Aún recuerdo gratos momentos en el parterre entre la calle Miguel Ángel y la calle Velázquez. Los padres y el abuelo de Alejandro, un compañero y gran amigo del colegio, tenían una zapatería en uno de los locales y, cuando él tenía que esperar allí a que lo llevasen a casa, pasábamos el tiempo jugando en aquel parque. Esto me supuso alguna bronca por llegar tarde porque no tenía reloj y porque hacía pereza para volver a casa, que era otro planeta muy diferente. Como digo, aquellas excursiones duraron poco. El juez del tiempo, el de las obligaciones, el de los estudios y el de las sentencias y castigos, se imponían con más frecuencia y severidad, en progresión ascendente, pero también variaban mis apetencias y mis gustos. Pasear por las calles y por los caminos se volvió una mayor afición para mí. Descubrí que las rutas entre los planetas eran más atractivas que los planetas en sí mismos y descubrí las virtudes de la soledad. Entonces, había más tierra y menos asfalto, todo era más precario y básico. Según escribo imagino a colonos instalándose en una tierra aún por cultivar. Móstoles era un poco esa tierra en aquellos días. Yo disfrutaba con el barro, con los renacuajos en los charcos, que me gustaba observar pese al asco que sentía de pensar en tocarlos. Cuando no era el agua y el barro, era sencillo que las zapatillas se cubrieran de polvo apenas andar unos minutos.
La costumbre de pasear, lejos de disiparse con la madurez, ha tornado en hábito y recorro las calles con asiduidad. Hay ocasiones en que coincido con aquel chico que era yo y nos reconocemos enseguida. Es algo reconfortante. Por ejemplo, estuvimos caminando por Los Rosales y el parque de Andalucía hace un tiempo y recordamos que Los Rosales era un mar de campo a través que nos permitía caminar hasta Villaviciosa de Odón con el único obstáculo de la A-5, que entonces era una radial que podíamos cruzar encontrando un desequilibrio entre el atrevimiento y la prudencia. Todo aquel campo por el que el mundo paseaba y tomaba el viento, que jugaba allí a sus anchas, se ha convertido en un distrito de casas y urbanizaciones. Toda aquella tierra fue sepultada por el asfalto y el ladrillo, dejando algún parque aislado para respirar y para regocijo de la vista y de algún chaval, todavía.
No solo es esa zona, ocurre con toda la ciudad. Caminos de tierra ahora son grandes avenidas y grandes bloques de edificios. Lo he lamentado en alguna ocasión, pero, en realidad, dejo de hacerlo enseguida. Solo observo como la tierra que nos unía se va convirtiendo en el cemento que nos aísla. Tampoco quiero ser injusto, solo es una imagen. Ya no se juega a las chapas ni a las canicas, ya no corren los chicos a su aire ni existen tantas posibilidades de conocerse en el parque. Todo está más ordenado y controlado, y hay más jueces. Los planetas son galaxias y las rutas se difuminan con la velocidad en que es posible desplazarse o con la desgana de hacerlo. Solo es una imagen: ya no somos granos de arena, somos grandes bloques de granito, y no podemos lamentar, ni considerar siquiera, que algo sea mejor o peor que su predecesor. Nosotros añoraremos siempre aquellas colonias que conquistamos, querremos siempre aquellas tierras y aquellos tiempos, porque son los que nos moldearon, son nuestro origen. Si te pregunto, a ti que no has vivido aquella infancia, responderás con una pregunta, a poco interés que muestres: ¿cómo podíais vivir de esa manera? Es la misma pregunta que podemos haceros a vosotros. Son calles de asfalto sin salida. Hay que asumir los cambios continuos inherentes a la vida y a la naturaleza sin entrar en consideraciones. Todos, los de antes y los de ahora, nos formamos con referencias y costumbres que van devaluándose. Antes pagaban los botellines de cerveza vacíos en los bares y bodegas. Generalmente, entregabas los vacíos y descontaban el importe del pago de los nuevos que te llevabas. Mi madre me pedía bajar al bar Las Nieves cuando teníamos visitas familiares inesperadas. Me daba los botellines vacíos para que subiera tres o cuatro nuevos con los que atender a mis tíos. Tomaba la bolsa de nylon de la compra y me acercaba en un periquete. Todo esto ha dejado de existir. Puedes pensar, al hilo de este apunte, amigo lector, que las mejores prácticas de reciclaje se han dado con la escasez y las limitaciones. Éste es un mundo de posibilidades ahora, un mundo que, en realidad, no reutiliza ni mide el consumo, sino que avanza inexorable como una apisonadora de asfalto. Y estarás en lo cierto. Jorge Manrique lo expresó bien en las Coplas a la muerte de su padre: «cualquier tiempo pasado fue mejor». Si aún no lo sabes, acabarás sabiéndolo. Quizá no sepas lo que es salir en familia un domingo con una tortilla, pimientos verdes y filetes de pollo empanado en la tartera; allegarse a la sierra más cercana enlatados en un coche estrecho como eran el Seiscientos, el Ochocientos cincuenta (el ocho y medio) o, incluso, el ciento veinticuatro, y pasar el día al aire libre. Quizá no sepas esto, pero sabes de largos viajes en cómodos coches que te llevan a la playa o a un hostal rural o a la segunda casa que tenéis en un pueblo aledaño. Pronto, eso que sabes se devaluará y será sustituido. Será cuando no quede nadie que hable de lo que sabemos nosotros y seáis vosotros quienes habléis de lo que sabéis.
Sí, a eso me refiero. Nosotros tampoco sabemos ya nada del hambre de posguerra. Mi madre hablaba mucho de ello porque nació en plena Guerra Civil y no comprendía los años ochenta demasiado, aunque sí los agradecía y los valoraba. A eso me refiero: siempre quedará tierra. Si no la encuentras cerca, haz por encontrarla. Toma un puñado en la mano y deja que escurra de ella con lentitud. Disfruta contemplándola caer de tu mano en una catarata de arena que acaricia tus dedos. Luego observa tus manos empolvadas, híncate de hinojos en la tierra y construye una carretera con tus manos, entrelazando los dedos y colocando las palmas hacia abajo. Juega una carrera de chapas con tu amigo, el que acabas de conocer y del que solo sabes su nombre. Llega tarde a casa con las rodillas desgastadas y las manos sucias. Deja que te regañen y corre al lavabo a lavarte esas manos. El agua corriendo por ellas te recordará la arena que dejabas caer antes. Disfruta. Cámbiate de ropa y ayuda a poner la mesa. Llegas tarde y la cena se enfría. Que te dé igual mientras sonríes. Sólo tú sabes. Es tu planeta.
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