Nueva columna semanal sobre el amor, la vejez y los pequeños actos que alegran el día. ¿Quién anda ahí? Móstoles: ¿Qué queremos ser?
Pude presenciar, hace algunos meses, una escena conmovedora en la calle. No es habitual que nos conmueva de esa manera una escena mientras paseamos por la calle, sumidos en nuestras ocupaciones mentales y en la observación del cielo, de los árboles y de aquéllos o de éstos que «mira cómo discuten, mira qué pintas llevan o qué falta de modales, será que no tiene calle o que no puede sujetar al perro o educar a su hijo como es debido». No es frecuente y la disfruté hasta el punto de quedar esculpida en mi memoria emocional.
Algunos meses atrás, por la avenida de Portugal, ancha a ese costado, apenas transitaba alguien a esas horas de sol poniente. A un margen de la acera, los jardines decorativos; al otro, una hilera de árboles frondosos pese al invierno, que proyectaban una tenue sombra sobre alguno de los bancos intercalados en la ordenada hilera. Acogidos por una de esas sombras, sentado de lado en el banco, girado hacia su mujer acurrucada en una silla de ruedas virada hacia él y aproximada lo máximo posible, el anciano le daba de merendar un yogur con suma dedicación y cuidado. Introducía la cuchara en la tarrina y medía la cantidad tomada en ella para que no rebosara el espeso líquido y facilitarle así la ingesta. La acercaba despacio a la boca de ella, que apenas la abría lo suficiente procurando alzar un poco la cabeza caída y colaborar un mínimo posible con los esfuerzos de su marido. Los movimientos de ambos nonagenarios emanaban cariño y paciencia de una naturaleza inusitada, estaban colmados de amor verdadero y profundo, de amor curtido durante siglos de vida, y se miraban con mayor complicidad de la que hubiera podido caber en otro momento juntos a solas.
Me gustaría tener capacidad para describir la emoción, la de ellos y la mía, pero no todo puede resolverse, por fortuna, con una descripción ni con palabras. Contemplar esos finales de trayecto, esos instantes que son el culmen de tanta vida compartida con un amor verdadero, fiel e incondicional, es un acontecimiento inmenso y extraordinario. No solo afectan la imagen y la carga emocional, que deja una huella perenne en el alma, sino que la vivencia modifica tu perspectiva sobre tantos aspectos de la vida propia que remueve su esencia misma. ¿Qué queremos ser? Obviamos esa pregunta esencial en todo proyecto, la eludimos sin comprender la materia de la asignatura, preocupados solo en avanzar a contratiempo y obtener resultados instantáneos y óptimos de todo cuanto nos proponemos. No es de extrañar que alcancemos, con la misma prontitud, momentos vitales en que nos preguntemos cómo hemos llegado hasta ahí, qué somos. Y será meritorio que esto suceda y no continuemos precipitándonos hacia nuestro final, embalados por ese espíritu inconsciente que nos sume en el ruido y la celeridad de la inmediatez.
El pasado no es obstáculo ni es cuestionado cuando respondes a esa sencilla pregunta, que conlleva una reflexión y una mirada intensa frente al espejo: ¿qué queremos ser? Responde esa pregunta y tu proyecto, por nimio que sea, tendrá identidad y alma. Los ancianos son la esencia de una sociedad, son su historia y su cultura, poseen el conocimiento y la experiencia imprescindibles para mostrarnos un camino y dotarnos de la sabia capacidad de elección que nos evite cometer los mismos errores y cruzar los mismos abismos. Sin embargo, son dejados de lado con desatención y considerados una carga para el mantenimiento de un sistema capitalista. No sabemos cuidar de ellos, ni respetarlos ni mucho menos aprender de ellos. La senectud, además, se adelanta en el tiempo cada año y llega más pronto, como la Navidad en los hogares y las calles, con sus luces artificiales. Consideramos una fortuna que profesionales valiosos se jubilen con algo más de cincuenta años, edad que consideramos ya trasnochada. Si tienes más de cuarenta, no esperes ganar la carrera; si tienes treinta, aprieta el paso, aún puede verse la luz postiza al fondo del corredor. Si tienes veinte, el mundo es un escaparate comercial donde todo simula estar a tu disposición.
Llevamos tanta prisa calada hasta lo profundo que no tenemos tiempo que dedicar a los mayores para ofrecerles una luz verdadera, no aquella que se nos muestra con ficción sino aquella que irradiaba la pareja nonagenaria merendando en el banco del paseo. Cerca se encuentra la residencia de ancianos Ciudad de Móstoles, regida por Domusvi, y es frecuente, máxime en fines de semana y días festivos, ver a los familiares pasear a sus ancianos en las sillas de ruedas. Me entretengo en ver más allá de la apariencia, procurando no ser imaginativo en exceso, restringiéndome a lo que percibo honestamente en ellos y en sus familiares. Tomaba café en un bar cercano y un hombre entró con su anciano padre y con su hijo. El padre del hombre tenía limitaciones a causa de su salud afectada, y su nieto debía tener unos diez u once años. El hombre los sentó y se ocupó de las consumiciones. A continuación, tomó asiento con ellos a la mesa e interactúo con ambos involucrándolos en una misma situación (parecía un juego). Había tanto amor… Degastamos mucho la idea significativa de ese sentimiento y esas emociones. Yo mismo dudo al escribir esa palabra y suelo rehuir hacerlo. Deberíamos ser capaces de hablar de él sin mencionarlo. Pienso que «amor» es una palabra similar a «tristeza», solo mentarlas lo empañan todo. Son dos palabras que suelen acompañarse y hacer buenas migas para que sigamos su rastro.
Deja, amigo lector, que te confiese algo: producimos el mayor daño a una persona y, como sociedad, nos lo infringimos culturalmente a nosotros mismos, cuando, al ver a un anciano, no preguntamos quién anda ahí. Tenemos tanto que ofrecer a un anciano y tanto que recibir de él… No cabe el ruido ni la prisa, ni la ausencia de emoción ni la carencia de tiempo. Dime, ¿qué quieres ser cuando comiences a envejecer, cuando hayas envejecido?, ¿qué quieres ser cuando hayas de cuidar a tu pareja nonagenaria o necesites tú de ese cuidado?, ¿qué quieres ser de ahora en adelante? A veces paseo por la zona de Río Segura, donde se encuentra la residencia, para disfrutar de la presencia de los mayores en las calles, siendo paseados por sus familiares y por voluntarios.
Juego con la suerte de encontrar alguna de esas escenas extraordinarias en la indecisión de acercarme un día a alguien como aquella pareja de ancianos con los que me encontré de nuevo, tiempo después. Él la empujaba en la silla de ruedas con el inmenso esfuerzo de sus escasas fuerzas, la cabeza casi en el suelo y la mirada arrastrada por las baldosas, sin siquiera alcanzar a ver el camino por delante. Todo para que ella tome el aire una tarde, todo por su bienestar. Tuve la oportunidad de ayudar y no lo hice por miedo a su reacción. Me he fustigado mucho por ello, por esa cobardía que nos va calando hondo procedente de un entorno frívolo y deshumanizado. Paseo por esas calles y juego en esa indecisión a sabiendas de poder crecer en la próxima oportunidad, de haberlo hecho ya en algo, y conseguir ser mejor persona acercándome a averiguar quién anda ahí.
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