Nueva columna semanal de un mostoleño sobre nuestra ciudad, Móstoles. ¿Quién anda ahí? Móstoles. Trayectos
Eduardo Caballero
Una buena pregunta nos hace sabios. Incluso si no es buena, nos acerca un paso a la sabiduría. Carl Sagan hablaba en una entrevista sobre la reacción habitual de los padres al ser interpelados por los hijos sobre cualquier aspecto de la vida. Ellos preguntan sobre la luna y las estrellas: por qué se encuentran en el cielo, por qué brillan, qué es el cielo… El tipo de respuesta común es la amonestación por realizar preguntas «tontas». El resultado pedagógico de esas respuestas a lo largo del tiempo es la restricción de la inquietud natural por cuanto acontece reclamando nuestra atención. Dejamos de preguntar y nos habituamos a no cuestionar. Carl Sagan animaba a que los padres ofrecieran una respuesta más cercana a «no lo sé, pero podemos averiguarlo juntos». ¿Quién no ha evitado preguntar en la escuela para no destacar o para no pasar por «tonto»? Arrastramos desde la infancia la supresión de nuestras inquietudes por saber. Sin embargo, por seguros que creamos estar de nuestras convicciones, una pregunta abre una puerta o una ventana a otras opciones. Nadie queda inmune tras realizar una pregunta, algo ha cambiado ya en la visión.
Apenas tenía ocho años cuando nos mudamos a Móstoles. Calles que recorro ahora pavimentadas y aprisionadas por bloques de pisos, entonces eran un barrizal. Vivíamos en las afueras y nuestros mayores paseos consistían en «bajar al pueblo», mi madre se daba largas caminatas por el campo para ir a comprar. Uno de los momentos que más disfrutaba con ella era cuando íbamos a la «calle de los pantalones» a comprar ropa. Provengo de una familia numerosa, estrenar ropa era un gran acontecimiento, no digamos disfrutar de la compañía de mi madre durante unas horas sin la presencia de «los demás». Los viajes a comprar un pantalón o un jersey que debían durarnos largos años eran momentos trascendentales que disfrutaba con emoción contenida. Se trataba de una calle estrecha de sentido único y angostas aceras, que reunía a la mayor parte de las tiendas de ropa de la ciudad, lo que hacía de ella una calle muy popular. He transitado esa calle décadas después. Primero, por casualidad, hace algunos años. Había arrinconado aquellas vivencias hasta ese momento. En una de aquellas ocasiones ya adultas y sin más rastro del pasado que apenas un par de tiendas con su identidad perdida, me pregunté por el nombre de la calle y busqué la placa sobre los ladrillos de los edificios: calle San Marcial. Su nombre ha eclipsado a aquél por el que la conocíamos, diluyendo la «calle de los pantalones» en una calle más como diluye el tiempo la memoria. Lo hizo mucho antes, incluso, de fallecer mi madre. Cabría pensar que, en efecto, no es bueno hacerse preguntas. Así el mundo no se convierte en la calle San Marcial. Sin embargo, el mundo ahora es más grande, no solo es la «calle de los pantalones», porque no solo está la visión peculiar de aquel niño inquieto y demasiado sensible. Ahora sabemos que hay un nombre detrás de una calle y al otro lado de un recuerdo, que los destinos pueden ser algo más que meras calles formando una tipología urbanística y que el tiempo transcurre a nuestro favor. Aquél pequeño chico de la calle inicia hoy una andadura en esta columna, con la ilusión de entablar con vosotros, lectores, una relación de complicidad, y la idea de acercarnos a las puertas y ventanas que abren nuestras inquietudes.
Al oír mis pasos o sentir mi movimiento por la casa desde el rincón en que se encuentra, así la cama como el despacho, mi mujer pregunta con cariño al aire: «¿Quién anda ahí?». La ventana del baño da a la cocina y, mientras se ducha, me siente entrar en la cocina y pregunta por la ventana: «¿Quién anda ahí?»; es su manera de reclamar atención y, sobre todo, de enviarme una sonrisa cómplice y hacerme sonreír con ella. Una manera de construir complicidad, y no sólo eso. Si no respondo, ella vuelve a preguntar. Así, comencé a responder: «El fantasma Leopoldo», un personaje que ha ido tomando forma a cada momento que se repite la pregunta. Se trata de un hombre regio, pero sonriente; enfrascado en sus reflexiones como un aceite aromático que reposa en su pequeño y bello recipiente, y zascandil como un niño en ausencia de un padre autoritario. Aun a riesgo de parecer «tonto» hablo a menudo con él. Mucho me temo que nos una un estrecho lazo al que no deseo etiquetar. Preguntar es la manera de conocer. Sembrar interrogaciones es la forma de cosechar admiraciones. ¿Quién andará por esa calle a estas horas?, ¿quién despertará al cielo?, ¿por qué llueve?, ¿por qué disfrutamos empapándonos bajo la lluvia o caminando solos?, ¿por qué nos encontramos a nosotros mismos en rincones y hábitos atemporales de nuestra ciudad? «No lo sé, pero podemos averiguarlo juntos».
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