Nuevo relato de una mañana en Móstoles y una lección inesperada. Móstoles Insólito: Relato 37. La habitación 647

Era verano. A pesar de ser 20 de julio, el calor no apretaba como días atrás. Una brisa —no fresca, pero sí agradable— recorría las calles de Móstoles desde primera hora de la mañana. Removía las hojas de los árboles con tal delicadeza que el sonido, seco y repetitivo, parecía el de un cascabel de madera arrastrado por el aire.

Ese día, como en los anteriores, flotaba de vez en cuando un tenue olor a tiznajos, casi imperceptible pero presente. Un recordatorio olfativo de los incendios que, apenas hacía unos días, habían devorado parajes de poblaciones cercanas y sus alrededores. Ya no se hablaba del humo; aun así, el subconsciente sabía que algo se había quemado. Y que no todo había sido naturaleza.

Caminaba hacia el hospital antiguo. Me habían llamado para decirme que Rubén, un buen amigo de la infancia, había cogido un resfriado que se le había complicado con neumonía. Nada grave —me aseguraron—, pero lo tendrían unos días en observación en la sexta planta. Pensé en pasar a verlo, hacerle compañía, darle conversación. Nada fuera de lo normal en estos casos.

Evité el sol directo callejeando entre edificios. Crucé Alfonso XII y atajé por la calle Río Llobregat. Dejé atrás la librería El Baúl de los Sueños.

Me detuve un instante: Génesis XXI, mi primera novela, seguía en el escaparate. Sonreí. Me gusta verlo ahí, como si el libro vigilara como un centinela esa parte del barrio.

Poco después, al girar la última esquina, apareció ante mí el viejo hospital. Esa mole marrón oscuro que siempre me ha parecido más un edificio de oficinas abandonadas que un centro médico. Junto a él, en la esquina, ocupando gran parte de la acera, una familia —variopinta, diversa en edad, género e incluso acento— ocupaba buena parte de la calle. No los conocía, pero todos parecían unidos por un mismo peso invisible: el de la despedida. Ese dolor mudo que se reconoce sin necesidad de palabras.

Pasé junto a ellos. Discreto pero con el oído atento, escuché a una mujer decir que a Pepe acababan de subirle a la habitación 627.

Seguí mi camino, como quien escucha algo sin saber que va a ser importante. Entré por la puerta giratoria de cristal, tras dejar atrás la cuesta que sube desde Urgencias. El contraste me sorprendió: mientras Urgencias estaba a reventar de gente, lo había visto al pasar, el vestíbulo principal estaba desierto. Silencioso.

Cogí el ascensor. Dentro, una enfermera joven, de ojos claros y pelo recogido, me saludó con una leve inclinación de cabeza. El ascensor olía a desinfectante y soledad. Subimos sin decir palabra.

Cuando salí en la sexta planta, giré a la derecha. A unos metros comenzó un largo pasillo iluminado por la luz del mediodía, que entraba sin pedir permiso por los ventanales. Caminé sin prisa. A mitad del pasillo, al pasar por la habitación 627, algo ocurrió.

La puerta estaba entreabierta. Del interior salía una voz. Me detuve, sin pensarlo. Escuché.

Un hombre, más o menos de mi edad, hablaba con dos chicos. Por la forma de dirigirse a ellos, deduje que eran sus hijos. Una adolescente preciosa de mirada serena y un niño más pequeño, de pelo largo y oscuro, casi negro.

—El abuelo está a punto de marcharse —decía el padre—. Pero no debéis tener miedo. Lo que está a punto de suceder no es el final. Es solo el comienzo de un viaje.

El tono era cálido, pero firme. Explicaba con delicadeza lo inevitable. Que tal vez aquella sería la última vez que verían con vida a su abuelo. Que debían recordarlo con amor, con sonrisas, incluso si les temblaba el alma.

—La muerte forma parte de la vida. Y vuestra vida, la mía, la del abuelo… todas son caminos que se cruzan. Algunos se separan, pero todos siguen hacia algún lugar. A veces, más allá de las estrellas.

El silencio de los niños era absoluto, salvo por los sollozos. Especialmente los de la chica, que parecía comprender más de lo que decía. Pero no era un llanto de desgarro. Era otra cosa. Parecía estar escuchando una verdad que pocas veces se cuenta de esa forma tan cruda a los otros.

Me quedé inmóvil. La voz del hombre me llegaba clara, como si el aire mismo supiera que tenía que transmitirme aquel mensaje. Quise apartarme, pero no pude. Había algo sagrado en aquella conversación. Como si escucharla fuera un acto necesario. Un salto de fe.

En un momento dado, sentí que me habían visto. No vi sus rostros, pero lo noté. Me invadió una certeza inexplicable: ¿me permitían estar allí? ¿Me autorizaban, sin palabras, a ser testigo? Sí, lo tuve claro. Me daban permiso incluso para narrarlo.

Seguí caminando hacia la habitación de Rubén, con el corazón encogido. Al llegar, me encontré con dos amigos del barrio que hacía años no veía. Charlamos de mil cosas: el bien, el mal, la vida. Rubén estaba mejor. La fiebre había bajado y la medicación hacía efecto. Incluso bromeó con que tenía una excusa para no ir a trabajar.

Pasé allí casi dos horas. Cuando miré el reloj, eran las 15:00 h. Un mensaje de Rebeca me recordaba que habíamos quedado con mis padres para comer a las 15:30. Me despedí, apuré el paso por el mismo pasillo y volví a pasar por la habitación 627.

Estaba vacía.

No había luz, ni camas, ni sonido. Cerrada. Como si nada hubiera pasado.

Tuve el impulso de preguntar por el paciente al pasar por el control de enfermería. Por Pepe. Pero no lo hice. Algo dentro de mí me lo impidió. Salí del hospital sin mirar atrás. Pedí un Uber; era tarde.

Aquel día, al llegar a casa, ya por la noche, escribí lo que había oído. No por curiosidad. Ni por morbo. Sino porque sentí que debía hacerlo. Como si fuera un encargo invisible.

Semanas después, una tarde, pasando de nuevo por Río Llobregat, miré de reojo el escaparate de El Baúl de los Sueños. Mi libro seguía allí.

Pero algo me llamó la atención. Justo detrás del cristal, al fondo de la tienda, había un ejemplar de otro libro, muy viejo, cuya portada mostraba la figura difusa de un hombre mayor, de pelo blanco y barba descuidada, caminando al atardecer junto a la Alhambra.

El título: “El hombre que no conoció el amor hasta el final de su viaje”.

El autor: José L. Martínez.

Entré. Pregunté por él. Merche, la librera, me miró con sorpresa.

—Ese libro… no lo tenemos registrado en el sistema. Pero aparece de vez en cuando. Luego desaparece.

Me lo regaló. Dijo que no podía venderlo porque no tenía código ni ISBN. Solo un prólogo firmado con una frase manuscrita:

“Si has llegado hasta aquí, es porque escuchaste desde la puerta. Gracias.”

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