Nueva columna semanal hacia una figura tan importante para cualquier ser humano. ¿Quién está ahí? Móstoles: Madre
Pronto me enseñaron que debía cumplimentar los campos de profesión de los formularios escribiendo «empleado» en el de mi padre y «sus labores» en el de mi madre. Ella fue quien me lo enseñó, igual que me enseñó a escribir en una hoja de cuadros, a vestir presentable y a cuidar la ropa y a doblarla. Ella me enseñó a zurcir, a hablar bien, a ser compasivo y comprensivo… Ella me enseñó acerca del corazón y sobre la vida y no solo lo hizo con lecciones sino con ejemplo. «Sus labores» no era un término despectivo sino una expresión que disolvía el interés y lo llevaba a cosas consideradas más importantes. Sin embargo, los profesores del colegio y del instituto la respetaban. Fundó y presidió la primera asociación de padres de alumnos del I.E.S. Manuel de Falla, labor que, entre otras cosas, le permitió crear las rutas escolares de transporte (únicas que ha tenido el instituto) y evitar la expedientación de varios alumnos (de dieciséis y diecisiete años) a causa de una gamberrada mayor. Su argumento era que habían cometido una falta muy grave —pincharon las ruedas de varios coches de los profesores— y que ser expulsados del instituto, como pretendía el consejo de dirección, era algo aceptable, pero abrirles también un expediente disciplinario, como pretendía la dirección del centro, les impediría estudiar en el futuro y ésa parecía una medida desproporcionada, privarles de la posibilidad de redención. «¿Quién nos dice que estos chicos no quieran estudiar en el futuro?, ¿vamos a privarles de hacerlo por cometer una inconsciencia en un momento de su vida?».
Mi madre era una excelente facilitadora y una mediadora excepcional. Su opinión era respetada a su alrededor. Sabía organizarse y llevar a cabo proyectos de importancia, y siempre supo relacionarse con las personas. Ha sido una figura muy importante en mi vida y lo sigue siendo. Ya he contado en otras ocasiones los comienzos de esta ciudad y he hablado sobre las manifestaciones organizadas por la falta de colegios en Móstoles. Nos llevaba a todas y dejaba la comida hecha y la casa recogida. Ella se ocupó de tener preparado nuestro nuevo hogar en Móstoles antes de mudarnos toda la familia. Una ardua tarea para una persona que, además, tenía que cuidar de seis hijos.
Procuro no ser egoísta cuando pienso en mi madre, una forma de razonar que aprendí de ella. Por excepcional que fuera, «solo» era una madre, igual que las demás en eso. Todos hemos conocido otras madres y no nos hemos atrevido mucho a comparar menospreciando, ni siquiera siendo niños. Volvíamos del colegio con las katiuskas y el bajo del pantalón mojados, dejábamos de manera ordenada la cartera y el abrigo en la habitación («¡no lo dejes tirado, colócalo bien!») y nos sentábamos a comer caliente el guiso que ella había preparado. Ellas nos ayudaban a estudiar por las noches, después de recoger la cocina tras la cena. Nos acostaban hasta que nuestros padres consideraron que ya no era necesario porque podíamos hacerlo solos («nunca pudimos, papá»), y nos arreglaban cualquier juguete que se hubiera estropeado, aunque conllevara una reparación electrónica. Las madres de aquel precario Móstoles mantuvieron cálidos los hogares con «sus labores», pese a que nadie reconociera ese trabajo como mérito por ser algo normalizado y dado por sentado. Sin embargo, era una actividad en pie, alzada para mantener con sacrificio y cariño una vida equilibrada y hacerlo en silencio.
El tiempo parece haber denostado aún más el valor de aquellas mujeres dedicadas a mantener el hogar y la familia y de aquellas labores. Apenas nadie se ocupa hoy de esas labores con la dedicación y esmero con que ellas lo hacían y la sociedad sigue sin valorar esa figura en la familia, pero muchos añoramos esos abrazos, esa voz colmada de cariño, aquellas reprimendas amorosas a cualquier edad, aquellos besos y aquellas preocupaciones por nuestro bienestar. Hemos visto a aquellas madres postradas en la cama de un hospital y hemos sentido quebrarse nuestro corazón. Desolados las hemos visto partir, siempre deseando que hubiera sido de otra manera… que no hubiera sido nunca. ¿Cómo comprender la vida sin ella y seguir caminando sin su presencia? No hay una respuesta y vamos hilando los días gracias a la huella de sus consejos y a reconocer en nuestro ser una parte de su espíritu, de aquel espíritu sabio, combatiente, comprensivo y rebosante de un amor puro y desinteresado como ya es difícil encontrar. «Mañana será un nuevo día», nos consolaban con ternura. Cuidaban nuestras heridas y nos enseñaban a curárnoslas nosotros mismos.
De aquellas madres van quedando pocas, han ido envejeciendo mientras contemplaban emerger una generación distinta, radicalmente opuesta, de madres; una nueva forma de ser madre, no siempre mejor. Observamos cómo todo aquel tiempo cargado de valores, se fuga como la arena del tiempo entre los dedos al dejarla caer. Aun sabiendo que en el cielo no encontraremos más que asuntos celestes, recordamos aquel consuelo susurrado en nuestras horas bajas: mirar al cielo y ver en las estrellas a nuestros seres amados. Fueron los abuelos durante un tiempo, aquellas estrellas, y se sumaron a ellas las madres demasiado pronto. Todo ocurre en el tiempo en que nos hacemos padres y reconocemos con mayor conciencia la intensidad de esas luces brillantes resplandeciendo en el oscuro manto de la noche, añorando la amada presencia maternal. Brillan en el firmamento y lo hacen a la vez en nuestro interior como si su reflejo anidara en nuestro pecho.
Aquellas madres forjaron la ciudad sin que nadie les otorgara mérito. Solo hay que reflexionarlo con calma para descubrirlo. Ellas han sido los pilares callados sobre los que se han asentado tantos logros y el crecimiento de aquella ciudad incipiente. Desaparecen con ellas muchos de ellos, todos aquellos valores y muchos de aquellos sacrificios. Desaparecen una manera de educar y una cultura familiar como si entonces todo hubiera sido un infortunio descabellado. ¡Qué tremendo creerlo así, en verdad! Todo ha ido desapareciendo y las ausencias crecientes han ido desconsolándonos aún más. Podríamos acudir a la misma panadería de la infancia en el mercado Goya, comprar la ropa en la «calle de los pantalones» (la calle San Marcial) o comprar a papá el periódico de los domingos en el quiosco de Españoleto. Podríamos prescindir de las grandes superficies comerciales, que constituyen las antípodas de la esencia de aquellos tiempos de nuestras madres y nuestra infancia. Igual los sitios de comida procesada o los nuevos e insalubres hábitos normalizados. Podríamos haber seguido aprendiendo y haber mejorado sin destruir.
Al pensar en mi madre, pienso en las demás y, al pensar en ellas, pienso en mi madre. Pienso, al fin, en aquellas madres. Mejoraron a las suyas preservando y aplicando sus enseñanzas sin destruir. Nos construyeron a nosotros, de hecho, incluso lidiando con nuestras figuras paternas en múltiples ocasiones y en un entorno ciertamente desfavorable. Todas ellas han ido cesando la lucha, cansadas, y han alcanzado un merecido descanso. Nosotros hemos tomado el relevo de cuidarlas y somos quienes lo hacemos en el inalcanzable aunque firme propósito de ofrecerles más amor del que nos dieron y nos siguen dando como fuente inagotable. Su gran mérito —si acaso solo tienen uno— fue precisamente ese: convertir en madre una parte de nosotros. Introducir esa semilla en nuestro corazón no para perdurar ellas en nosotros, como hacen, sino para que germine en nuestro ser una forma de entender el mundo y de movernos en él, una manera de comportarnos honradamente en la vida y, desde luego, una manera de amar. Tal era la magnitud de su labor que sembraban quedada y cariñosamente aquellas semillas al tiempo que imprimían en nuestra esencia huellas indelebles. No dejamos de tomar su mano como ella tomaba la nuestra, de ofrecerle consuelo y cariño y de sentirla profundamente en nosotros, como un faro en el firmamento que nos guía en las peores tormentas y en los mejores momentos. Una luz intensa que se refleja en lo más íntimo de nuestro ser. Amada y eterna. ¡
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