Columna semanal sobre historias espeluznantes ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Al otro lado
—Vamos chicos, a levantarse, que es Lunes y hay cole.
El sonido de las persianas al subir y el clic del interruptor de la luz terminaron de espabilar a los peques.
El olor a café recién hecho flotaba en la cocina mientras los cereales crujían tras las cucharadas de los niños. Sara recogía su bolso y daba los últimos sorbos a su taza de café, revisando mentalmente la agenda del día. Pedro, sentado con camisa blanca y una chaqueta colgada en el respaldo, hojeaba distraídamente el periódico en el móvil mientras sonaba la radio.
—¿Tenéis todo? —preguntó sin levantar la vista—. Mochilas, deberes, almuerzo…
—Sí, papá —contestaron casi al unísono Lucas y Mateo.
Sara les dio un beso rápido y cruzó la puerta.
—¡No te retrases mucho, acuérdate, hoy hay reunión de vecinos en la urbanización!
—Prometido, saldré lo antes posible. Hoy los recoge Nuria, acuérdate, que yo no llego. Nos vemos luego.
Pedro metió los cacharros en el lavavajillas y se giró hacia los niños.
—Vamos, que es tardísimo.
En el coche, los dos chicos charlaban de Pokémon entre risas. El tráfico no era especialmente denso, y el trayecto al colegio iba bien.
—Papá, ¿tú crees en Dios? —preguntó de repente Lucas.
Pedro los miró por el retrovisor.
—¿Y esa pregunta?
—En el recreo, unos niños que van a Reli dijeron que Dios nos cuida desde el cielo —intervino Mateo—. Pero en clase de Natural nos contaron que el universo empezó con el Big Bang. Es un poco lío, ¿no?
Pedro sonrió.
—A ver… hay muchas formas de explicarlo, según quién lo cuente, chicos. Algunas las cuenta la religión, otras la ciencia. Pero la diferencia es que la ciencia se basa en pruebas, en cosas que podemos ver, medir, repetir. Dios… es una idea. Un invento de los humanos para explicar lo que no comprendíamos antes.
—¿Entonces Dios no existe?
—En mi opinión, no. Lo importante es ser buenas personas, cuidar de los demás y aprender siempre. Eso es lo que de verdad importa.
Los niños se miraron entre sí, pensativos. Luego Lucas dijo:
—Bueno… pero mamá dice que algo debe de haber, aunque no sepamos qué es.
Pedro sonrió otra vez, sin ganas de entrar a discutirlo.
—Bueno, vuestra madre es… más poética que yo.
Aparcó frente al colegio, les deseó un buen día y volvió al volante, ahora rumbo al hospital. Tenía una operación importante esa mañana: un trasplante de hígado. Cirugía mayor. De las que demandan precisión milimétrica, concentración y pulso de acero. Aunque ahora, gracias a la tecnología todo era mucho más sencillo en el quirófano. Pedro recordaba esas mismas operaciones hace 25 años, mientras hacia su residencia en Barcelona y sudaba solo de pensarlo.
El Hospital de Móstoles parecía un hormiguero cuando llegó. Saludó a algunos compañeros, revisó los informes y fue directo a ver al paciente antes de entrar al quirófano. Salvador Ruiz de 58 años, le esperaba. Tenía una cirrosis hepática crónica por hepatitis C. Llevaba dos años esperando un trasplante. Aquel día por fin había llegado su oportunidad.
—Buenos días, Salvador. Soy el doctor Segarra, estaré al frente de su intervención hoy.
—Buenos días, doctor —dijo el hombre con una voz temblorosa y los ojos muy abiertos—. ¿Va a salir todo bien?
Pedro apoyó una mano en su hombro.
—Estamos preparados. Tiene un buen donante, y el equipo es el mejor. Confíe en nosotros.
Poco después, bajaron a Salvador al quirófano. La anestesista le explicó lo que iba a sentir y, en cuestión de segundos, se hundió en un sueño inducido, profundo, silencioso. El quirófano se transformó en un coreografiado ballet de manos cubiertas de látex, instrumentos metálicos y terminología técnica. Pedro estaba pendiente de todo: la precisión, el control, el latido contenido del trabajo en equipo.
Tras cinco horas, el hígado nuevo palpitaba con fuerza bajo las luces del quirófano. Todo había salido bien.
El paciente fue trasladado a la UCI. Pedro observó desde fuera mientras las enfermeras monitorizaban las constantes. Luego fue a cambiarse, agotado pero satisfecho.
Pasadas unas horas, Pedro pasó por la UCI para una primera revisión.
—Buenas tardes, Salvador. ¿Cómo se encuentra?
—Algo cansado y con dolor. ¿Ha salido todo bien?
—Sí, sin complicaciones. El hígado está funcionando. Lo hemos controlado toda la noche. Vamos a seguir vigilando, pero si todo va bien le bajaremos a planta y en un par de semanas podrá estar en casa.
Salvador asintió. Luego lo miró con una intensidad inusual.
—Doctor… ¿puedo hacerle una pregunta un poco… rara?
—Claro —respondió Pedro, aún revisando las gráficas del monitor.
—¿Quién es Ana?
Pedro alzó la mirada. Se quedó en silencio.
—Perdón… ¿qué ha dicho?
—Ana. Dijo usted su nombre en el quirófano, justo antes de comenzar a quitarme el hígado. Le dijo a uno de los enfermeros, en un momento de tensión, que no olvidara poner la pinza de Kocher “como Ana le enseñó”. Luego… luego vi una luz, doctor. Pero no era una luz como la de estas lámparas. Era otra cosa… una luz que parecía llamarme desde el más allá. Una paz que no sé cómo explicar me invadió. Desde el otro lado, una voz me dijo que no era mi hora, que volviera. Pero lo que más me impactó fue oír su voz… desde fuera de mi cuerpo. Era todo tan extraño…
Pedro se quedó helado. Ana había sido una residente brillante. Hacía dos años que ya no trabajaba allí. Se había marchado a Estados Unidos tras la residencia y ahora era jefa de planta en un hospital de Houston. Había sido su alumna, y a veces, en momentos de tensión, aún usaba su nombre como referencia.
—Eso no es posible —murmuró, aunque ya no estaba seguro de nada.
—No sé si fue un sueño o una locura, doctor. Solo… necesitaba decirlo.
Pedro terminó la visita de forma casi mecánica. El resto del día transcurrió entre pruebas, reuniones y silencios más densos de lo habitual. Algo había cambiado. Una grieta imperceptible, pero que no dejaba de crecer le invadía.
Al llegar a casa, dejó las llaves en el cuenco de madera y se quitó los zapatos. Dio las gracias a Nuria por haber recogido a los gemelos del colegio y se despidió de ella en la puerta de su gran casa en las afueras. Los niños jugaban en el salón, y fue a prepararles la merienda. No se percató de que su móvil estaba sonando hasta que lo vio vibrar sobre la encimera. Número desconocido. Contestó.
—¿Pedro Segarra?
—Sí, soy yo.
—Le llamo de la Policía Local. Su mujer, Sara Martínez, ha sufrido un accidente de tráfico esta tarde. Lo siento mucho. Ha fallecido en el acto.
El mundo se detuvo.
Pedro apoyó una mano en la pared. El peso del universo cayó sobre su espalda como una maza que le partió el alma en mil astillas.
Más tarde, sentado en el sofá con los niños frente a él, con los ojos aún húmedos, supo que debía contárselo. No podía mentir. No podía ocultarlo. Debían saberlo, cuando antes. Y se lo explicó lo mejor que supo.
—Chicos… tengo que contaros algo, algo muy triste. Mamá ha tenido un accidente de coche hoy mientras volvía del trabajo y… ha muerto.
Mateo abrió la boca, pero no salió sonido. Lucas simplemente negó con la cabeza, una y otra vez, como si quisiera deshacer la realidad.
Pedro los abrazó con fuerza. Luego, en un intento por darles consuelo —quizá también a sí mismo—, continuó:
—¿Os acordáis de la conversación de esta mañana? En el coche. Sobre Dios —les dijo con lágrimas en los ojos y un nudo enorme en la garganta, como si un trozo de corteza se le hubiera quedado atragantado.
Los niños asintieron, entre sollozos.
—Pues… he pensado mucho en eso. Hoy, en el trabajo, me ha pasado algo que no sé cómo explicar. Un hombre me ha contado que, mientras estaba dormido en el quirófano, vio algo, algo que le hizo creer que existe otra vida después de esta. Y después de pensarlo, he llegado a una conclusión.
Los miró, con los ojos húmedos, con ternura, pero firme.
—Creo que, de alguna forma, Dios sí existe. Mamá tenía razón. No sé cómo es, ni dónde está, pero… creo que hay algo más allá de lo que vemos. Y estoy seguro de una cosa: ella nos estará esperando al otro lado. Algún día, nos reuniremos de nuevo, todos juntos.
Los niños se aferraron a él como náufragos, y Pedro, por primera vez en su vida, no buscó una explicación racional. Solo cerró los ojos y pensó en Sara, en la luz, en la voz de Salvador, en Ana, en todo lo que antes habría tachado de fantasía.
Ahora ya no importaba tanto entender. Solo necesitaba creer.
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