Columna semanal sobre historias espeluznantes ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: #Lavatecerdo
Ooooohhhhh, Móstoles, esa ciudad ruidosa y viva, donde los bloques de ladrillo naranja se apilan unos sobre otros como castillos decrépitos. Allí, en el barrio de Cerro Prieto, Susana aprendió a sobrevivir mucho antes de aprender a soñar.
Creció entre calles polvorientas, parques con columpios oxidados y el rumor constante de televisores retrasmitiendo «Sálvame» en los pisos colindantes.
El colegio público al que asistió no era precisamente un granero de genios: se enseñaba lo justo para salir adelante, para no quedar atrapado del todo en el barro de la ciudad. Aun así, Susana destacó. Tenía algo especial en las manos: una sensibilidad, una precisión casi mágica para moldear rostros, para ver lo que otros no veían.
Con 13 años ingresó en un instituto de artes escénicas, donde soñó con un futuro de luces de neón, telones que se alzaban en teatros antiguos, y actores que confiaban en ella para transformarlos en dioses sobre el escenario. Pero la vida, siempre más puta que cualquier cuento de hadas, la fue empujando fuera de los caminos de baldosas amarillas.
Un trabajo mal pagado aquí. Una decepción allá. Un amor que prometió llevarla al cielo y que acabó abandonándola con dos toriles como dos castillos, tres maletas y una deuda en el alquiler.
Durante un tiempo, Susana flotó, perdida en un mar de trabajos basura e intensos madrugones grises.
Hasta que un día, casi de casualidad, se reencontró con su vocación: la estética. Un pequeño curso de maquillaje profesional reavivó la chispa. Luego vino la formación en estética avanzada y, finalmente, una oferta de empleo en una cadena local: Estétic Body.
No era Broadway. No era Hollywood. Era Móstoles, una camilla de vinilo blanco, y un sueldo mas o menos decente. Al menos, era algo.
Al principio, Susana se entregó al trabajo con entusiasmo. Se sentía útil, creativa incluso, ayudando a que las mujeres (y algún que otro hombre) se sintieran mejor consigo mismos. Pero pronto descubrió el lado oscuro del negocio: la depilación láser íntima.
Clientes de todas las edades y condiciones acudían sin el menor atisbo de pudor ni respeto. Algunos llegaban directamente del trabajo apestando a sudor, otros después de hacer deporte, y otros, simple y llanamente, parecían no haber conocido el agua y el jabón en su puta vida.
La cabina se convertía en un pequeño infierno de olores, humedades y visiones que Susana jamás habría imaginado ni en sus peores pesadillas.
Durante semanas tragó saliva. Apretó los dientes. Pero el asco se le fue acumulando en la garganta como una bola de estiércol.
Una tarde, en la estrecha sala de descanso, mientras bebía un asqueroso café de máquina, explotó.
—No puedo más —dijo, dejando caer la taza sobre la mesa con un golpe seco.
Marta, su compañera más veterana, soltó una risa amarga.
— Política de empresa — dijo encogiéndose de hombros—. No podemos exigirles que se laven antes de venir. “El cliente siempre tiene la razón”, ya sabes.
—¡Una mierda de política! Eso es lo que es — añadió Laura, la más joven—.
—No sé cómo aguantáis. Yo he estado a punto de vomitar más de una vez —gruñó Susana.
La conversación se desvaneció en un silencio resignado. Pero en el interior de Susana, algo empezaba a arder.
Aquella noche, tumbada en su cama, incapaz de dormir, se le ocurrió la idea. Una locura. Una venganza. Una justicia sucia para una suciedad aún mayor. No era legal. No era moral. Pero en el barrio de Cerro Prieto, a nadie le habían enseñado que el mundo fuera justo, así que, contactó con Javier, un viejo amigo del instituto, convertido ahora en un hacker de andar por casa, de pacotilla. En unos días, se vieron en su pequeño piso, donde un olor a vaper rancio impregnaba hasta las paredes.
—¿Estás segura de lo que quieres hacer? —preguntó Javier, mirando los esquemas que Susana había garabateado en una libreta escolar.
—Estoy harta de comerme la mierda de otros. Se acabó.
Javier suspiró. Sabía que Susana, cuando se proponía algo, era como un tren apunto de descarrilar.
—Vale. Pero si nos pillan, será tu cuello, no el mío. ¿Te queda claro?
Ella asintió.
La instalación fue sencilla. Una pequeña webcam camuflada en la esquina superior de la cabina. Inofensiva, invisible, que conectada a un programa, registraba los vídeos y los encriptaba, cruzando además los datos de las fichas de clientes: nombre, apellidos, número de teléfono, fecha de la cita, con el vídeo de la sesión.
Durante semanas, Susana se dedicó a trabajar como siempre, con la misma sonrisa falsa. Pero en su interior, cada “clic” de la cámara era una pequeña victoria.
Cuando llegó el momento, crearon una cuenta anónima en Instagram: @LAVATECERDA
No pasó mucho tiempo hasta que publicaron sus primeras historias y reels: ingles pringosas de sudor viejo, pliegues de carne sucia, vello apelmazado en zonas donde el olor parecía atravesar la pantalla. Axilas abiertas, entrepiernas húmedas en exceso, culos mal lavados…
Cada imagen iba siempre acompañada de una breve descripción; a veces sarcástica, otras explícita, y un hashtag brutal:
#LAVATECERDO
La cuenta se viralizó en cuestión de horas. Miles de visualizaciones. Cientos de comentarios. La gente no podía apartar la mirada de aquel freak show. Móstoles entero hablaba de ello.
En el «Estétic Body», las compañeras de Susana se reunieron en la sala de descanso, móviles en mano, enseñándose las publicaciones con una mezcla de horror y carcajadas.
—¿Has visto esta? —rió Marta, enseñándole una foto de una pija con restos de papel higiénico sucio pegados en el culo.
—¡Qué asco! —se burló Laura—. Quien haya hecho esto es mi héroe.
Susana sonrió para sí misma, sin decir nada. En su interior, sentía una euforia mas negra que el picón, adictiva.
Pero no tardaron en llegar los problemas. Algunos clientes reconocieron sus cuerpos. Uno de ellos, un abogado de mediana edad, cliente habitual, amenazó con denunciar a la clínica. La dirección de Estétic Body entró en pánico.
Circulares internas. Reuniones de urgencia. Amenazas de despido. Susana sabía que debía ser más cuidadosa. Borrar pistas. Desaparecer antes de que todo saltara por los aires. Pero la sed de venganza era demasiado dulce y Susana forzó la máquina más de la cuenta y siguió publicando.
Una noche, mientras revisaba las redes, recibió un mensaje anónimo en la cuenta @LAVATECERDO:
“Sabemos quién eres. No vas a salir de esta.”
El corazón le dio un vuelco. ¿Era una amenaza real? ¿O solo un farol? Decidió actuar. Borró las publicaciones más comprometedoras. Cambió contraseñas. Le pidió a Javier que eliminara cualquier rastro de su implicación. Pero ya era tarde. El lunes por la mañana, cuando llegó al centro, encontró a dos hombres de traje negro esperándola en la recepción.
—¿Susana Martín? —preguntó uno de ellos.
—Sí —respondió, con la garganta seca.
—Tiene que acompañarnos.
Nunca supo cómo la descubrieron exactamente. Quizá un fallo de seguridad. Quizá una traición. Lo cierto es que, mientras firmaba la rescisión de su contrato, mientras escuchaba palabras como “denuncia”, “procesamiento”, “daño a la imagen corporativa”, Susana solo pensaba en una cosa:
Volvería a hacerlo. Una y mil veces más. Porque en una ciudad como Móstoles, en un barrio como Cerro Prieto, nadie regala nada. Y a veces, la suciedad no se limpia con jabón…
Se limpia con fuego.
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