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Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 11. Cosecha de vanidades
Saritavegan89 era el nombre que Sara, una mujer mostoleña de 35 años obsesionada con el culto al cuerpo y la imagen perfecta, usaba en Instagram. Sara había construido una imagen de sí misma como una influencer vegana, con una presencia constante en las redes sociales, donde presumía de su estilo de vida saludable y su precioso cuerpo. Había logrado encandilar a un montón de seguidores con sus fotos y recetas vegetales, lo que le permitía vivir con desahogo económico y sin preocupaciones.
Era vanidosa, mucho, y su intransigencia con quienes comían carne era ampliamente conocida en su círculo social. Sara se consideraba moralmente superior a aquellos que no compartían su filosofía de vida y no dudaba en criticar y juzgar a cualquiera que no se adhiriera a sus estrictos principios. Eso le había llevado a tener una legión de seguidores, un target totalmente polarizado.
En sus ratos libres, consumía algunos podcasts sobre tendencias saludables y similares. Uno de ellos la llevó a toparse con un titular que la dejó impactada: los científicos habían descubierto que los vegetales podían comunicarse entre sí y que, además, eran capaces de sentir dolor.
Incrédula al principio, Sara se sumergió en una vorágine de investigación, buscando toda la información posible sobre este sorprendente hallazgo. Aquella noticia desmontaba su modo de vida; gran parte de lo que predicaba en redes se tambaleaba con este nuevo hallazgo de la ciencia y, a medida que profundizaba en el tema y encontraba más información al respecto, la noticia comenzó a tatuarse en lo más profundo de su mente.
Poco a poco, pequeños e inquietantes detalles comenzaron a hacerse presentes en su día a día. Mientras caminaba por la calle, se sentía observada por los árboles de la avenida que la llevaban del gimnasio, donde se machacaba a diario, a su casa. Incluso creyó escuchar susurros provenientes de aquellas plantas.
La semilla de la obsesión germinó unos días más tarde. Mientras tomaba el sol en el jardín de su chalet, comenzó a sentir que el césped sobre el que reposaba su bronceado cuerpo parecía cobrar vida y dirigirle miradas acusadoras. Aquella paranoia crecía día tras día y se fue apoderando gradualmente de Sara.
Tras una tarde sombría, después de hacer unas compras por el centro, se desató la mayor de las locuras y, mientras se disponía a degustar un modesto plato de verduras asadas, un extraño fenómeno se desató ante sus ojos. Las hortalizas, en un grotesco despliegue de animación, comenzaron a retorcerse en su plato, distorsionándose en una danza desesperada, y con voces guturales y escalofriantes que reverberaban en su mente, las verduras la acusaron de sacrilegio, condenando su decisión de devorarlas.
Horrorizada, sintió que la cordura se desvanecía como un susurro en la bruma. Soltando enérgicamente los cubiertos contra la mesa, se precipitó hacia el baño, buscando refugio en la penumbra, donde el eco de su pánico resonaba aún en su interior. Empapó con agua fresca su rostro para aliviar aquella vívida imagen y se dispuso nuevamente a continuar con la cena. Pero no pudo.
Mientras regresaba a la cocina, la pesadilla se intensificó. Las plantas que decoraban los eternos corredores de su hogar se transformaron en seres vegetales monstruosos que la acosaban y perseguían por toda la casa. Y las frutas y verduras de la cocina, desde la lejanía, parecían cobrar vida, bailando de forma macabra y señalándola como una asesina.
Sara se encontró atrapada en su propia residencia, sin poder escapar de aquella pesadilla. Las enredaderas que trepaban por las paredes exteriores del chalet bloqueaban ahora puertas y ventanas, impidiéndole la huida. El pánico se apoderó de ella, y solo el brusco sonido del timbre de la puerta, que anunciaba la llegada de un paquete, logró traerla de vuelta a la realidad. Todo se calmó entonces.
Sara miró por la mirilla y abrió. Era un repartidor de Amazon el que, con una pequeña caja de cartón, trajo la cordura.
Intentando convencerse de que todo había sido una alucinación, Sara abrió el paquete y sacó un precioso conjunto de ropa interior; se desnudó y se lo puso. Se gustó. Subió después a su habitación para buscar en su enorme vestidor un minúsculo vestido con el que conjuntar su próximo vídeo.
Con su nuevo disfraz, bajó de nuevo a la cocina y comenzó a preparar la receta que mostraría en el próximo vídeo. Troceó aquellas coloridas verduras y las dispuso en un bol.
Ya lo tenía todo preparado para comenzar a grabar cuando se dio cuenta de que, con las prisas, había olvidado vestir sus preciosos pies para la ocasión. Dejó el teléfono en la encimera y subió nuevamente a la habitación. Entró de nuevo en el vestidor y olfateó entre las montoneras de zapatos que la observaban. Llegó incluso a excitarse al ver aquellos brillantes zapatos de tacón que la llamaban a gritos. Se los puso y bajó de nuevo por aquella escalera con peldaños de mármol que protestaba con una voz seca con cada una de las pisadas.
Recorrió los pasillos que, antes, llenos de plantas antropomorfas la acosaban, y entró de nuevo a la cocina. Sumida en sus pensamientos banales, al acercarse a la encimera para recoger el bol, resbaló con un trozo de aguacate que se le había caído al suelo mientras preparaba la receta. Se golpeó la cabeza con fuerza mientras caía y se derrumbó convulsionando en el suelo sobre el charco de sangre que manaba de su nuca.
A medida que la luz del día se desvanecía, la casa de Sara se sumió en una penumbra inquietante. Las sombras de las plantas comenzaron de nuevo a danzar sobre las paredes, proyectando figuras grotescas que parecían reírse de su destino.
El sepulcral silencio que se había apoderado de aquel espacio fue interrumpido por el sonido del trozo de aguacate que, deslizándose por el suelo hacia ella, le susurraba: “te lo advertimos, te lo advertimos”.
Las hortalizas que yacían inertes en el bol que había sobre la encimera, animadas por una energía oscura, comenzaron a descender al suelo y formaron un círculo a su alrededor.
Zanahorias, tomates y espinacas crearon una especie de inquisición vegetal que la observaba con ojos invisibles, pero penetrantes, y mientras perdía la consciencia, rodeada por el tribunal de su propia creación, las palabras que había utilizado para juzgar a otros la atormentaban.
– ¿Quién es la verdadera víctima aquí? —la cantaban a coro
La angustia la invadió. La culpa por haber alimentado su ego a expensas de los demás la abrumaba. En un último intento por redimirse, Sara intentó levantarse, pero sus piernas no respondieron y sintió cómo, a través de las losas del frío suelo, unas raíces, negras como la noche, comenzaron a envolverse a su alrededor, aprisionándola en un abrazo desolador y eterno.
Finalmente, en un último acto de desesperación, Sara gritó:
– ¡Lo siento! ¡Lo siento tanto! ¡No quería haceros daño!
Pero sus gritos se ahogaron en el aire, difuminándose con el murmullo de las hojas que se balanceaban con el viento en el exterior. En ese preciso momento, fue consciente de que la verdadera pesadilla no eran las plantas que la rodeaban, sino su propia ignorancia y la burbuja de imperfecta perfección que había construido a su alrededor. La casa quedó en silencio.
Cuando la noche se adueñó de la escena, las plantas, satisfechas con su venganza, regresaron a su estado inerte. Sara había sucumbido a su propia obsesión y murió sola en el suelo de aquella glamurosa cocina.
Apenas pasaron unos minutos y el timbre volvió a sonar, anunciando la llegada de otro paquete, mientras su cuerpo yacía inerte en la cocina, rodeado por los testigos de su trágico final. Sus seguidores, al otro lado del teléfono, veían la escena horrorizados; Sara, al caer, había pulsado accidentalmente el acceso directo que usaba para retransmitir en streaming sus vanidosos vídeos.
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