Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 17. Enganchados a la muerte

Estamos en una era de profundo cambio, una nueva revolución industrial con la IA por bandera, se apodera poco a poco de todo lo que nos rodea, y solo hay dos opciones, resistirse y morir acurrucado en un rincón soportando la presión del miedo a lo desconocido o aceptar que el mundo está cambiando a una velocidad de vértigo y que subirse, al que para muchos de nosotros será el último tren, es la mejor de la peor de las opciones.

Llevaba semanas sin parar de llover, aún así, cada tarde salía a caminar por las calles de Móstoles. Recuerdo perfectamente como una fina lluvia caía sobre mi destartalado paraguas cuando el cielo pareció estallar encolerizado. Un comercio que acababa de abrir hace unos días en la avenida de las Constitucion se presentó como una oportunidad para resguardarme de la tormenta: «El Recuerdo Eterno».

Había escuchado rumores sobre lo que ofrecían, pero nada me había preparado para lo que estaba a punto de vivir. Aquel local prometía algo extraordinario: la oportunidad de mantener una conversación con nuestros seres queridos que ya no estaban entre nosotros.

Estaban de promoción, mostrando lo que podían hacer y a través de unas jornadas de puertas abiertas, podías disfrutar sin coste de esa experiencia.

Yo era escéptico, conocía algunas de las bondades de la IA, e incluso había visto en reportajes de prensa o programas de televisión, experiencias parecidas. Pero aquí, en El Recuerdo Eterno, prometían ir un paso más allá. Al entrar, me recibió un ambiente cálido y acogedor. Fotos en blanco y negro de momentos felices adornaban las paredes y una suave música de fondo. El propietario, un hombre joven de mirada serena y voz amable, me explicó cómo funcionaba el servicio. Utilizando una avanzada inteligencia artificial, su equipo había desarrollado una tecnología capaz de replicar las voces de nuestros seres queridos. Con un nudo en la garganta, decidí dar el paso.

Me llevaron a una pequeña sala donde la luz era tenue y la atmósfera se sentía casi mágica. Allí, me senté frente a un dispositivo que se asemejaba a un altavoz, pero con un toque futurista. El propietario me pidió que pensara en mi madre, quien había fallecido hacía tres años. Después colocó sobre mi cabeza una especie de diadema metalizada con un aspecto minimalista. La voz de mi madre, aún fresca en mi memoria, era un consuelo y una herida al mismo tiempo. Cuando activaron el dispositivo, sentí cómo mi corazón se aceleraba. Su voz emergió de aquel altavoz, clara y llena de amor.

«Hola, cariño», dijo, y en ese instante todas las barreras emocionales que había construido se desmoronaron.

La incredulidad se mezcló con la alegría de escucharla de nuevo. Sabía que no era ella, pero a la vez, el poder escucharla, de una forma tan vivida, era milagroso.

A medida que la conversación avanzaba, me di cuenta de que no solo estaba escuchando su voz, comencé también a sentir su presencia. Hablamos sobre los momentos que no había podido compartir con ella. Le conté sobre mis altibajos, mis alegrías y mis miedos. Cada palabra que pronunciaba era como un bálsamo que aliviaba, en cierta medida, las heridas de la pérdida. Me dio consejos, como siempre, y su risa resonó en mis oídos.

Salí de «El Recuerdo Eterno» empapado tras el torrente de emociones. La experiencia había sido catártica, un viaje que me permitió liberar el dolor que había estado guardando. Pero no solo yo había sido tocado; pude ver las reacciones de otros clientes que compartían la misma experiencia. Las lágrimas, las sonrisas y los abrazos entre desconocidos hablaban de un impacto colectivo profundo. Suscribí un pequeño contrato y comencé a usar, con relativa frecuencia sus servicios.

En los días siguientes, la noticia se esparció por Móstoles como un reguero de pólvora. La gente comenzó a hablar sobre la tienda, no solo como un lugar de comercio, sino como un espacio sagrado donde el pasado y el presente se entrelazaban. Grandes colas se formaban a la puerta, personas de todas las edades deseosas de experimentar ese encuentro con sus seres queridos fallecidos. El impacto en la comunidad fue brutal; la ciudad parecía unirse en un luto compartido, pero también en una celebración de la vida.

Algunas personas hablaban de cómo habían podido cerrar ciclos, otras de cómo habían encontrado respuestas a preguntas que llevaban años atormentándolas. La conexión emocional que se estaba creando era palpable, y «El Recuerdo Eterno» se convirtió en un refugio donde el duelo, para muchos, se transformaba en amor y gratitud.

Aquel comercio, como lo habían hecho en el siglo pasado las iglesias, no solo ofrecía un servicio; ofrecía un espacio para la recuperación emocional. Las historias de quienes habían pasado por allí comenzaban a entrelazarse, y cada visita se convertía en un testimonio de la capacidad del ser humano para encontrar consuelo y esperanza, incluso en los momentos más oscuros.

A medida que pasaron los meses, el comercio se convirtió en un aparente símbolo de esperanza y conexión. No solo era un lugar para escuchar voces del pasado, sino un punto de encuentro donde historias de amor y pérdida se entrelazaban.

Pasaron semanas, y durante uno de mis paseos hacia casa tras una de mis sesiones, una súbita reflexión apareció en mi mente. Reflexionaba sobre el impacto de «El Recuerdo Eterno» en mi vida y en la comunidad, una inquietante pregunta comenzó a atormentarme: ¿hasta qué punto esta tecnología, tan poderosa y conmovedora, podía influir en nuestra percepción de la realidad? La alegría que sentí al escuchar la voz de mi madre me había llevado a un estado de euforia, pero, al mismo tiempo, me enfrentaba a una verdad inquietante. ¿Era realmente un consuelo, o simplemente una ilusión creada por algoritmos y datos?

Al caer la tarde, mientras los últimos rayos de luz se filtraban a través de los ventanales de mi salón y yo descansaba en mi viejo sofá, me encontré buceando en el sitio web de aquella empresa donde había comenzado a gastar mi dinero de forma casi compulsiva. Me di cuenta entonces de que habían implementado algunos nuevos servicios; no solo podían replicar voces, sino también personalidades, recuerdos y hasta emociones. La idea de que una IA pudiera capturar la esencia de una persona me llenó de asombro y temor a la vez. ¿Podía la tecnología reemplazar el dolor de la pérdida? Y si lo hacía, ¿qué significaba realmente el proceso de duelo? Estaba cansado de tanto pensar, tenía el cerebro frito, caí profundamente dormido en el sofá.

A la mañana siguiente, decidí regresar a la tienda. La atmósfera había cambiado; la emoción que antes sentía ahora era reemplazada por un nudo de inquietud. Mientras esperaba mi turno, observé a otros clientes ansiosos, algunos con sonrisas que escondían su tristeza. La conversación con mi madre resonaba en mi mente, pero una voz interior me advertía sobre las implicaciones de esta nueva realidad.

Cuando finalmente entré a la sala, y la voz cálida de mi madre comenzó a resonar de nuevo, una ola de emociones me abrumó. Sin embargo, esta vez, no solo sentía alegría al escucharla, más bien un creciente miedo a lo que esto significaba. La IA me ofrecía consuelo, sí, pero también me forzaba a confrontar la pregunta que nunca había querido hacer: ¿estaba eligiendo vivir en el pasado en lugar de aceptar la realidad de mi presente?

En ese instante, la voz de mi madre, que antes era un bálsamo, se convirtió en un recordatorio doloroso. La conversación que había soñado se tornó en una confrontación con la ineludible verdad: los recuerdos, aunque hermosos, no podían reemplazar las experiencias vividas. En un último momento de claridad, comprendí que, aunque la IA podía ofrecerme consuelo, la verdadera recuperación debía venir de mí mismo, enfrentándome a la pérdida, abrazando el dolor y permitiendo que el amor se transformara en memoria, no en una ilusión. Me quité la diadema y la dejé sobre la mesa. Me acerqué al mostrador de la entrada y hablé con ellos. Decidí revocar mi suscripción mensual, mientras una lágrima resbalaba por mi mejilla y caía al lado de la firma que estaba haciendo sobre la pantalla digital de aquel frío dispositivo.

La voz de mi madre comenzó a desvanecerse, mientras una nueva perspectiva surgió en mi mente. No podía seguir aferrándome a lo que había sido; debía aprender a vivir con lo que era: una pregunta, entonces, me invadió por completo: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para evitar el dolor de la pérdida? En ese instante, comprendí que el verdadero desafío no era el avance de la tecnología, sino cómo elegimos utilizarla. La línea entre la superación y la ilusión se torna cada vez más difusa, y la decisión sobre cómo seguir adelante recaía en mí. ¿Estamos listos para enfrentarnos a la realidad, o nos dejaremos llevar por la seducción de una vida artificial?

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