Columna semanal sobre una leyenda marroquí que altera la vida de dos hermanos. Móstoles Insólito: Relato 36. Aisha Kandisha

A veces, para viajar y conocer otras culturas, no es necesario coger un avión y surcar el cielo, ni subir a un barco y atravesar océanos. A veces, para viajar, solo hay que abrir bien las orejas y escuchar a quien tienes delante.

Eso me pasó un jueves. Un jueves de julio, de esos que te quitan las ganas de vivir. El aire en Móstoles ardía y se pegaba a la piel como una sábana de cenizas recientes, y sin embargo, allí estábamos: en la escuela de música, con el aire acondicionado a todo meter y sobreviviendo a base de botellas de agua y conversación.

Conmigo estaban Falak e Islam, dos hermanos de origen marroquí. Islam, el pequeño, tiene once años, los ojos más vivos que he visto en mucho tiempo, y un torrente de preguntas que no se detiene ni aunque la tierra tiemble. La conversación empezó con un asunto serio: me preguntó por Torre-Pacheco y por qué lo iban a echar de España.

Le tranquilicé. Le dije que no se preocupara, que todo iría bien. Hablamos de racismo, de política, de derechos que no deberían depender de papeles. Islam me escuchaba con atención, aunque yo sabía que muchas de esas palabras aún no se acomodarían del todo en su cabeza. Falak, su hermana, estudiante de secundaria, sí lo entendía.

Me miraba con esa mezcla de admiración y alivio que aparece cuando alguien, por fin, te explica el mundo sin mentiras, sin adornos y sin miedo. Al final de esa parte de la charla solté una frase que me ha acompañado toda la vida:

—Gilipollas hay en todas partes, tanto marroquíes como españoles. Lo importante es que vosotros estéis siempre del lado de los que no lo son.

Después, como me suele pasar, me pudo la curiosidad. Saqué el tema de la religión. Quería saber más. No por provocar, sino porque me interesa. Porque las historias de otros pueblos siempre han tenido para mí un sabor especial, como de cuento antiguo o canción que se resiste a desaparecer.

Hablamos de los pueblos azules de Marruecos, de mezquitas, de versos del Corán que sonaban como poesía, y de pronto, sin saber muy bien cómo, estábamos hablando de los jinns.

Islam, con esa mezcla de miedo y fascinación que solo tienen los niños que han escuchado leyendas al calor de las tradiciones, me invitó a buscar en YouTube la historia de Aisha Kandisha. Ahí comenzó todo.

Me habló de su abuela, de cómo le prohibía acercarse solo al agua al anochecer. Le advertía que, si lo hacía, Aisha lo encontraría. Aisha, la mujer de los pies de cabra. La seductora. La que primero te llama y después te arrastra. Falak se reía, pero su sonrisa era tensa, forzada. Había una sombra en su mirada. Ella también creía.

A la semana siguiente, Islam no vino a clase. Falak vino sola, y aunque intentó disimular, sus ojos la delataban.

Me dijo que lo había escuchado gritar la noche anterior, desde la ventana de su alcoba.

El grito venía del parque Nelson Mandela, cerca de los lagos. Algunos chicos decían que lo habían visto allí, jugando con un espejo.

—Un espejo —repetí, desconcertado.

—Sí —dijo Falak—. Para ver si ella aparecía detrás.

A partir de ahí, las cosas se torcieron. Empezaron los rumores. Otros niños contaban que una mujer muy alta, vestida de negro, había sido vista cerca del agua. Que caminaba descalza, que tenía los pies deformes. Algunos decían que eran patas de cabra. Otros, que no tenía sombra. Los gatos no se acercaban al parque.

Islam volvió unos días después. No era el mismo. No hablaba. No sonreía. Dibujaba. En los márgenes de su cuaderno de música aparecían ojos. Muchos. En los árboles, en el agua, en la cara de una mujer sin rostro. Le pregunté si estaba bien. Bajó la cabeza y murmuró: —Ella me ha visto.

Intenté comprender qué estaba pasando. Hablé con otros alumnos a ver si habían oído los rumores. Me acerqué al PAU 4. Caminé por la zona de los lagos al atardecer. No vi nada fuera de lo normal. Pero algo extraño se palpaba en el ambiente. El aire estaba quieto. El agua, más turbia de lo habitual. Un perro ladraba sin cesar desde una terraza lejana.

Decidí hablar con Amina, una vecina mayor de origen marroquí que vivía en el barrio y de quien me dijeron que me atendería de mil amores.

Me recibió en su casa, envuelta en un batín floreado y con los ojos sabios de quien ha vivido demasiado. Le conté lo que pasaba. Bajó la voz.

—Aisha Kandisha no es solo un cuento. Se le aparece a quienes la nombran, sobre todo si son niños, sobre todo si hay miedo. Donde hay dolor, ella viene. Donde hay agua estancada. Donde hay rabia.

—¿Y aquí? ¿En Móstoles?

—¿Crees que no puede cruzar el mar? Ella no necesita pasaporte.

Volví a la escuela con un nudo en el estómago. Falak tampoco volvió a aparecer por la escuela durante unos días. Pregunté por ella. Nadie sabía nada. Islam, al parecer, seguía dibujando ojos.

Después de unas semanas, en la última clase del curso, volvieron a clase. Algo había cambiado en ellos. Se acercaron a mí, como quien confiesa un pecado.

—Ella vino a por nosotros —susurraron.

—¿Quién?

—Aisha. Y ahora vendrá a por ti. Porque tú… tú sabes también su nombre.

No supe qué responder. Me quedé congelado. Sentí un escalofrío, como si una corriente invisible me hubiera atravesado. Desde entonces, evito el parque Nelson Mandela. Y aunque intento convencerme de que todo fue una coincidencia, de que los niños a veces se inventan cosas, no puedo evitar mirar de reojo cada vez que paso cerca de un espejo.

Y a veces, solo por un segundo, me parece ver unos pies que no son humanos al otro lado del cristal.

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