Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 21. El Búnker

PRÓLOGO

Acababa de terminar de escribir El Búnker.  Escuchaba en la radio un pódcast ajeno aún a lo que estaba a punto de suceder. Apenas quince minutos después la luz se fue de golpe y el podcast, se esfumó. Al principio, no le di importancia. Me levanté y fui hacia el cuadro eléctrico. Fue allí cuando empezó la paranoia al ver que todos los diferenciales estaban levantados.

Salí al descansillo; tampoco había luz. Todo era extraño, raro. Me decidí a bajar a la calle, linterna del móvil en mano para no estamparme contra las escaleras.

Ya en la calle, intenté comunicarme con mi mujer. No había manera: llamadas, WhatsApp, SMS… nada funcionaba. Entré en pánico. Volví a intentarlo. Llamé a mi hija, y ella sí me lo cogió. Pude organizar con su ayuda la recogida del pequeño en el colegio y me quedé algo más tranquilo.

Subí de nuevo a casa tan rápido como pude. Llené la bañera de agua y tantos recipientes como encontré.

Bajé al bazar que hay detrás del edifico, el que regenta lee, y con los apenas veinte euros que llevaba encima, compré varias bolsas de hielo, velas, un encendedor de gas y carbón.

Serían las 14:30 h cuando llegaron los niños a casa. Nos abrazamos. Intenté tranquilizarlos. Volví a llamar a mi mujer; esta vez hubo suerte. Pero en Madrid la cosa no pintaba bien.

—Sergio, no se te ocurra venir. Esto es una ratonera. Vamos a intentar bajar andando hasta Casa de Campo y luego coger un autobús.

—Id con cuidado, por favor. Por aquí todo está bien.

—¿Has podido hablar con mis padres?

—No, no he podido localizarlos.

—Estoy preocupada por mi padre. No debe quedarle mucho oxígeno… No sé nada de ellos.

—No te preocupes, todo saldrá bien. Ahora voy a verles.

—¿De tus padres sabes algo?

—Sí, sí, han estado por aquí. Todo bien.

Después, la llamada se cortó.

Volví al piso, hablé con los niños y marché a casa de mis suegros. Todo era raro. Muy raro. Las calles estaban inusualmente llenas, todo el mundo con el teléfono en la mano, intentando sin éxito comunicarse. Habían pasado ya cuatro horas y la situación no parecía mejorar. No funcionaban los semáforos, las tiendas estaban casi todas cerradas. La sensación de distopía era inevitable.

Llegué. Era curioso tener que golpear la puerta para llamar, como en la Edad Media. Estaban bien. Tenían oxígeno para unas cuantas horas más, pero a Pepe se le notaba más asustado de lo habitual. Que tu vida dependa de la tecnología en una situación así… es para cagarse encima. Les tranquilicé y les dije que debía volver a casa con los niños. Que no se preocuparan, que estaría pendiente de ellos.

Volví a casa. Intenté dormir un rato. No pude. Apenas pasó una hora cuando salí de nuevo hacia casa de mis suegros. Estaba preocupado. Me despedí otra vez de los niños. Serían las 17:30 h. Para entonces, cualquier intento de comunicación era ya imposible.

Al llegar al apartamento de mis suegros, me tranquilicé un poco al ver que mi cuñada y mi sobrino ya estaban allí. Podrían ocuparse de ellos. Yo debía volver a casa: mis hijos estaban solos. Bajé de nuevo, con la esperanza de que, si había complicaciones, mis suegros serían llevados al hospital. Todo salió bien. Menos mal.

Al llegar a mi portal me encontré con mi mujer. Acababa de llegar. Nos besamos. Un beso normal, no como esos de las películas de Hollywood después de un desastre. La cabeza está en otras cosas. Ya en casa, unos minutos después de tener a Rebeca a mi lado y a los niños, la sensación de estar los cuatro juntos fue increíble. Reconfortante.

Pasó un corto lapso de tiempo cuando abandoné de nuevo mi hogar, para comprar algo de comida: conservas, cosas no perecederas. Eran las 19:00 h y la electricidad seguía ausente. Había que empezar a temerse lo peor…

Fui a ver a mis padres poco después. Ellos estaban bien. Aproveché para buscar alguna tienda donde conseguir una radio. Fue imposible. La paranoia colectiva hacía su trabajo y los pocos bazares que seguían abiertos no daban abasto.

Serían las 20:30 h cuando aparecí en casa de nuevo. Comenzaba a oscurecer. La luz no había vuelto aún.

Conseguimos rescatar un viejo walkman a pilas.

—¡Bien, funciona! —dijo mi mujer.

Pudimos reconectarnos al mundo a través de la FM mientras cenábamos a la luz de las velas. “Será cuestión de horas, no muchas más”, decían en la radio.

A las 22:00 h volvió la electricidad. Nosotros ya nos habíamos hecho a la idea de que eso no pasaría y que tendríamos que sobrevivir durante una temporada en nuestro pequeño búnker.

EL BÚNKER

Habían normalizado tanto la tensión, tras semanas de combate, que aunque el cielo de Móstoles estallara en estruendos apocalípticos, la vida seguía su curso como si nada. Algunos, incluso, alzaban sus móviles para grabar la intensa lluvia de misiles que caía sobre la ciudad, inconscientes de que, pese al desastre, lo peor aún estaba por llegar.

Nadie quería aceptar que los líderes mundiales que habían elegido eran en realidad verdugos, dispuestos a exterminar cualquier atisbo de vida en aquella tierra tocada por la locura. No podía imaginar el horror que se cernía sobre ellos: una llamada al caos absoluto, la antesala del fin de la humanidad.

Los rostros, pronto deshechos por el fuego de la batalla, yacerían sin vida sobre las aceras agrietadas de la ciudad. El olor a goma quemada y carne calcinada impregnaría cada rincón donde antes florecían parques, colegios y plazas abarrotadas.

La indiferencia nos había condenado.

Y entonces ocurrió: una bomba de pulso electromagnético iluminó el cielo de Móstoles con una luz sobrenatural. No fue un estallido de fuego; fue algo peor: un susurro eléctrico que apagó la vida sin hacer ruido. Los motores de los coches se ahogaron en un silencio aterrador. Las luces crepitaron un instante, murieron después. Los teléfonos, las televisiones, los respiradores en los hospitales… todo se detuvo.

En la oscuridad creciente, el pánico se desató. Personas corrían a ciegas, gritando, chocando unas con otras como insectos sin pastor. Las sirenas se apagaron, los monitores se oscurecieron, y las máquinas que sostenían vidas humanas quedaron mudas, como testigos de una tragedia anunciada.

El horizonte, antaño brillante, se transformó en un páramo de sombras y miedo. Pero aquello, no fue más que un aviso. El invierno nuclear se acercaba como una represalia inevitable.

Horas después, la bomba cayó. Un artefacto de destrucción masiva que, al detonar, hizo que el cielo se encendiera como si el mismísimo sol hubiera descendido sobre Madrid y sus alrededores. La luz, cegadora y abrasadora, convirtió edificios en polvo, árboles en astillas, y a las personas en sombras fugaces impresas en las paredes.

La onda expansiva arrasó todo a su paso. La ciudad, que una vez fue un símbolo de esperanza, quedó reducida a un mar de ruinas humeantes. Una inmensa nube en forma de hongo se alzó en el horizonte, densa y oscura en su base, brillando siniestramente en su cumbre como una puerta abierta al mismísimo infierno.

La radiación se deslizó como un veneno invisible, torturando a los supervivientes como un veneno letal. La carne se ampollaba, los rostros se convertían en máscaras de dolor, y el hedor de la piel quemada se mezclaba con el aroma del metal fundido. La vida, tal como la conocíamos, había llegado a su fin.

Abrí los ojos. Desperté sobresaltado en la penumbra de mi habitación, sacudido por el estruendo más violento y cercano que había escuchado jamás. El corazón me latía salvajemente contra las costillas. Me llevé una mano al rostro, empapado en sudor. Todo había sido un sueño… ¿O no?

Un nuevo estallido, sacudió el subsuelo. Las paredes vibraron. Los sensores de emergencia de mi casa se encendieron, parpadeando en rojo. ¡El ataque de mi pesadilla parecía haber comenzado de verdad!

Minutos después llegó  El pulso electromagnético real. Lo sentí: un escalofrío invisible lo atravesó todo y apagó cada chispa de tecnología a mi alrededor.

Salté de la cama y corrí hacia la puerta de acero de mi refugio. Tenía que entrar como fuera. Pero no había forma de abrir aquel búnker que me esperaba bajo el césped de mi parcela.

La puerta automática estaba muda, inmóvil.

—¡Vamos! ¡Vamos, maldita sea! —grité golpeando los paneles de control.

Nada. No podía abrirlo, no respondía. El búnker, diseñado para protegerme, construido debajo de la parcela de mi chalet, no servía.

Golpeé la puerta con los puños. Grité. Lloré. La desesperación me devoró mientras intentaba forzar inútilmente la entrada.

No hubo piedad. Caí de rodillas, templando como un cachorro a punto de morir en las fauces de su presa, y me encogí poco a poco.

La última visión que tuve fue la luz blanca de la detonación envolviendo todo, filtrándose a través de los cristales de mis Rayban. Y entonces… el silencio. Tras él, un mastodóntico hongo de humo negro se alzaba sobre el cielo de Móstoles.

Meses después, una patrulla de reconocimiento militar deambulaba entre los escombros de lo que una vez fue Móstoles.

—¡Eh, teniente! ¡Mire esto! —gritó uno de los soldados.

Frente a lo que quedaba de un refugio subterráneo, descubrieron un cuerpo calcinado en una grotesca postura: el rostro congelado en una mueca eterna de terror, como una de esas estatuas de ceniza petrificada que se encontraron en Pompeya. El teniente se acercó, se quitó las gafas ahumadas, y soltó un bufido.

—Tanto dinero para terminar igual que los demás. Qué ironía…—

Después, escupió en el suelo antes de seguir caminando.

EPÍLOGO

Cuando terminé de escribir El Búnker, un relato apocalíptico sobre una bomba de pulso electromagnético que arrasa con todo, no imaginaba que, minutos después, el mundo real empezaría a imitar mi ficción. Un apagón inesperado interrumpe la rutina, desatando una espiral de incertidumbre y ansiedad que se entrelaza con las páginas recién escritas. Lo que parece una coincidencia pronto se convierte en una inquietante sincronicidad. ¿Y si lo que soñamos es, en realidad, un aviso?

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo.

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