Columna semanal sobre historias espeluznantes ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Relato 25. #Superheroina
No recuerdo el día exacto en que empecé a mutar, pero si recuerdo, cuando de pequeña, veía a mi hermano leer todos aquellos cómics de superhéroes y soñaba con, algún día, tener alguno de aquellos superpoderes. Lo conseguí.
Fue después de mi primera hija, creo. Cuando empecé a notar, como Peter Parker —ya sabéis, Spiderman tras la picadura de la araña radioactiva— que estaba mutando.
Al principio eran detalles: el cansancio no se quitaba ni durmiendo tres días seguidos, la piel dolía con el roce de la sábana, los músculos, ardían como si hubiera corrido un maratón sin moverme del sofá. Pero también tenía reflejos nuevos: sabía cuándo llorarían mis hijos antes de que lo hicieran. Oía pensamientos en sus miradas. Adivinaba enfermedades en sus mejillas rosadas. Nadie más lo notaba, pero yo sí. Estaba cambiando.
No se lo conté a nadie. ¿Quién iba a creer que una madre recién parida estaba desarrollando superpoderes? Nadie me creería. Y mucho menos a una madre agotada. Te conviertes en una figura borrosa, útil pero invisible. Eso jugó a mi favor.
Durante años me acostumbré a mi mutación. Aprendí a fingir que todo estaba bien. Sonreía en la puerta del colegio, repartía sándwiches de nocilla con la eficiencia de un robot, asistía a reuniones de trabajo en las que apenas recordaba qué día era. Nadie lo notaba. Nadie veía las noches sin dormir, las horas en el baño intentando que el cuerpo obedeciera, el dolor silencioso en los hombros, como si alguien me hubiera metido en esa tortura medieval llamada Iron Maiden.
Con mi segundo hijo, la cosa fue a más. Sentía que mi cuerpo seguía mutando, alcanzaba un nuevo nivel, como si ya no me perteneciera del todo. Había días en que caminar era como avanzar sobre una lija. Otros, mi cabeza flotaba en una niebla espesa, y tenía que concentrarme para recordar cómo se usaba la cafetera o por qué había entrado en una habitación. Pero también descubrí nuevas habilidades: podía detectar el miedo en una palabra, anticipar una tormenta por cómo me palpitaban las muñecas. Como si el universo me hablara a través del dolor.
Me volví una experta en camuflaje. Nadie sospechaba nada. Me maquillaba las ojeras, vestía ropa vaporosa que aliviaba las contracturas y trabajaba como si no me estuvieran acariciando con un cactus, o me regaran con ácido. A veces pensaba que estaba loca.
Que todo era cosa mía. Que era débil. Que exageraba. Otras veces pensaba que quizá no era humana del todo.
Durante años no tuve claro cuál era mi superpoder, ni en qué me estaba convirtiendo, pues claro, en la vida real, no existe el profesor Xabier, ni ninguna fundación que acoja a los mutantes y les ayude a convivir con sus superpoderes. A mi me tocó lidiar con la seguridad social.
Los médicos me decían que era estrés, que debía dormir más, que me tomara las cosas con calma. Como si una madre pudiera “tomarse las cosas con calma”. Como si una mujer pudiera decir: “Me duele el alma” y le creyeran. Así que callé. Seguía mutando y resistía como podía. Pensaba que, tal vez, así eran todas las madres. Que ser mujer era eso: aprender a vivir incómoda, con el cuerpo roto y el alma pulverizada.
A los 45 años, me lo dijeron. Fibromialgia. Una palabra que se grabó a fuego como un sello en la frente. No era mi imaginación. No era un castigo divino ni una debilidad. Era real. Había una explicación. Y, de algún modo, eso me salvó.
No fue un alivio, no exactamente. No hay medicina mágica. No hay cura. Pero por primera vez, alguien puso nombre a mi mutación. Y entonces lo supe: no estaba rota. Había completado mi transformación. Era una superheroína.
Soy una SUPERHEROINA de las de verdad. No llevo capa, no llevo mallas. De las que se levantan cada mañana sabiendo que van cuesta arriba desde el minuto cero. De las que se duchan, a veces, con el agua al mínimo porque la piel no soporta más. De las que reparten besos, desayunos, mochilas y cariño mientras su cuerpo les pide descanso a gritos. De las que siguen, una hora más, un gesto más, una tarde más, aunque ya no quede nada. Ese es mi superpoder: empezar el día con menos que los demás y llegar al final habiendo hecho más. Con el doble de esfuerzo, con el triple de dolor. Invisible, sí. Pero no insignificante. Silenciosa como Daredevil, pero tan fuerte como Hulk. Cada paso que doy es un acto de fe. Cada noche que sobrevivo es una victoria. Soy increíble
Mis hijos, van creciendo, y aunque van comprendiendo, aún no saben cuánto me cuesta. No saben que algunas noches lloro en silencio para no despertarles, que hay días que solo me mantengo en pie por ellos. Pero también es verdad que me han hecho más fuerte. Que son mi origen y mi razón. Que sin ellos, quizá nunca habría descubierto lo que soy.
Ahora ya no me escondo. No me disculpo. No me avergüenzo de mi fatiga, de mis ausencias, de mis límites. Sé lo que soy. Y lo que soy es una mujer mutada, transformada, elevada por el dolor y la ternura, por la constancia y el amor. Una superheroína.
Y como todas las superheroínas, tengo un archienemigo, un villano contra el que luchar: la incomprensión. El juicio ajeno. La risa cruel del que no ve nada roto y piensa que todo es teatro. Pero tengo mis armas: la palabra, el testimonio, la resistencia.
Y para ti, incrédulo, un grandísimo que te follen. Cada vez que cuento mi historia, otra mujer se reconoce en ella. Y eso también es un superpoder, ¿no?
Vivo en Móstoles. Podría ser tu novia, tu madre incluso. Tu vecina la del tercero C. La que siempre va con gafas de sol incluso en invierno, la que camina lento, la que parece que huye, la que no se queda mucho rato en la puerta del colegio. No llamo la atención. Pero créeme: bajo este abrigo hay una armadura de adamantium. Bajo esta piel herida, una guerrera. Una valquiria. Una amazona.
Y si un día me ves sentada en un banco, respirando hondo, no pienses que me rindo. Piensa que estoy recargando mis poderes. Porque ser superheroína cansa. Pero también le da sentido a mi vida.
Espero que a partir de ahora, cuando pienses que no hay salida, que todo es oscuridad y que la vida te parte el alma en dos cuando menos te lo esperas, seas capaz de, como el ave fénix, renacer de tus cenizas y enseñarle al mundo quien eres realmente.
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