Columna semanal sobre historias ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Relato 29. Bajo el olivo

Verónica Luján llegó a Móstoles huyendo del éxito. Apenas podía pasear por Madrid sin que la parasen para un selfie o un autógrafo. Su última novela de terror había vendido lo suficiente como para permitirse un retiro, y la casa de la calle Montero en Móstoles apareció en el momento exacto, como si la estuviera esperando. Una vivienda vieja, con paredes gruesas, grandes puertas de madera y un olivo en el patio trasero. El anterior propietario, un tal Julián Soriano, había fallecido sin dejar herederos. Todo fue rápido, discreto, fácil. Demasiado fácil.

Las primeras semanas pasaron entre reformas, cajas, manuscritos a medio empezar y paseos por la ciudad. Verónica escribía poco. Había algo en el ambiente que le producía desasosiego, mal rollo. Las habitaciones parecían contraerse al caer la tarde. Las cañerías suspiraban. La madera crujía de forma constante.

La primera noche que escuchó pasos en la planta de arriba, pensó que era su imaginación. La segunda, subió con una linterna y un cuchillo de cocina. No encontró nada. Decidió darse una ducha y, al salir, encontró una palabra escrita sobre el vaho que había en el espejo del baño: “Aquí”.

Fue entonces cuando decidió ir a una librería a encargar algunos títulos relacionados con el esoterismo y lo paranormal que una búsqueda en la red le había recomendado. Le habían hablado de El Lápiz, en la calle Carlos V. Un lugar pequeño donde, tras el mostrador, una mujer de unos cuarenta años la saludó con una sonrisa resuelta.

—Hola, vengo a ver si puedes traerme unos libros que me han recomendado. Libros sobre fenómenos paranormales —dijo Verónica, sin rodeos—. En mi casa…

La mujer asintió, como si ya lo supiera.

—Hola. Soy Laura —dijo—. Pero más que un libro, creo que lo que necesitas es… una persona.

Se agachó tras el mostrador y sacó una tarjeta. Solo un nombre, un número y una palabra: Mercedes — Médium.

—Ella vive en Móstoles. Es discreta. Llámala, a ver si puede ayudarte.

Verónica tardó dos días en llamar. Lo hizo de noche, cuando volvió a encontrar la palabra “Aquí” escrita en el espejo. Esta vez, acompañada de otra escrita con pulso tembloroso: “Ayuda”.

Mercedes llegó una mañana gris. Vestía de negro, con un pañuelo granate al cuello. Miró la casa en silencio durante varios segundos antes de llamar al timbre.

Verónica la esperaba. Se acercó, llena de dudas, a la puerta y abrió.

—Verónica, no estás sola aquí. ¿Puedo entrar? —Mercedes no dijo nada más.

Verónica sintió un escalofrío. Por aquellas palabras y por el aplomo con que las dijo. Como si ya conociera a quien habitaba allí.

Se sentaron en el salón, entre velas encendidas y cuencos de sal que repartieron en cada esquina.

—Necesito algo personal de quien creas que está aquí —pidió Mercedes.

—No tengo nada —respondió Verónica.

—Entonces tendremos que dejar que ella venga a nosotras.

Pusieron las manos sobre la mesa. Mercedes comenzó a murmurar en voz baja. La vela parpadeó. La temperatura bajó bruscamente. Una descarga de granizo comenzó a golpear la estrecha acera que separaba la enorme casa de la carretera, y las farolas de la calle perdieron fuerza durante unos segundos.

Y entonces, una voz. No la de Mercedes. Una voz aguda, rota. Una mujer. Habló por la boca de la vidente.

—Estoy aquí…

Verónica se tensó. Mercedes cerró los ojos.

—¿Pero quién eres? —preguntó Verónica.

—Me llamo Ana —contestó.

—¿Y qué te pasó, Ana?

El cuerpo de Mercedes comenzó a levitar ligeramente sobre la silla, con la cabeza agachada, los ojos en blanco y los párpados titilantes. Después, silencio, sollozos. Y al fin, palabras entrecortadas.

—Él. Mi marido. Dijo que iba a cambiar. Siempre lo decía. Pero esa noche… se enfadó. Me empujó contra la bañera. Me golpeó la cabeza. Yo… yo grité. Nadie me escuchó.

—¿Cuándo? —preguntó Verónica.

—Mil novecientos noventa… Tenía solo treinta años.

Verónica tragó saliva. Algo se rompió dentro de ella. El dolor de Ana no era un espectáculo: era real. Era un grito suspendido durante décadas.

Después, la conexión se cortó. Las velas se apagaron de golpe. El silencio volvió, espeso, y Mercedes con él a la sala.

—Tienes que buscar —le dijo Mercedes mientras recogía sus cosas—. Ella quiere justicia. No venganza. Justicia.

—¿Le debo algo?

—No, mi niña. Solo encuéntrala.

Tras la sentencia, recogió su abrigo y, sin despedirse, salió de la casa. Su sombra se perdió entre la lluvia que aún caía, y el ruido de sus tacones resonaba mientras se alejaba caminando, sola, en dirección Dos de Mayo.

Verónica apenas pegó ojo aquella noche, y aún escéptica —pese a lo que había presenciado la noche anterior— decidió ir a la hemeroteca municipal. Allí pasó horas entre recortes y legajos. Ninguna noticia de un asesinato en la calle Montero en 1990. Nada sobre Ana. Hasta que encontró una columna pequeña, perdida entre anuncios:

“Desaparición sin resolver. Ana Belmonte, de 30 años, fue vista por última vez el 14 de noviembre de 1990. Su marido denunció la desaparición días después. La investigación no dio frutos.”

Verónica temblaba al salir. El nombre, la edad, la fecha. Todo encajaba.

Aquella noche volvió a la casa, decidida. Improvisó en una tabla de cocina un tablero de ouija y lo puso sobre la mesa del comedor. Encendió velas. Se armó de valor y colocó sus dedos sobre un pequeño vaso. El espacio, el conjunto, parecía recrear la escena de uno de sus relatos.

—Ana —dijo—. Si estás aquí, dime dónde.

Nada.

—Ana. Quiero ayudarte. Si estás ahí, dime dónde estás.

El vaso se movió. Despacio. Torpe. Formando cuatro palabras:

“PATIO. BAJO EL OLIVO”

Verónica salió corriendo. La lluvia golpeaba el suelo como si quisiera despertarlo. Cogió una pala oxidada que había en la pequeña caseta del patio y se dirigió al árbol, un olivo retorcido por los años.

—Lo siento —murmuró—. Si estás ahí, lo siento…

Comenzó a cavar. El barro se le pegaba a las botas, el agua le desdibujaba la cara. Pero no paró. No podía parar.

Y entonces, un golpe sordo. Algo duro.

Excavó con las manos. La tierra estaba dura, aun mojada. Las uñas se le partían. Incluso cuando empezaron a brotar las primeras gotas de sangre de sus delicados dedos, no paró. Un trozo de tela. Una costilla. Una mandíbula aún con dientes. Un cráneo.

Y junto a todo eso, un anillo con la inscripción: “Ana y Julián, 1988”

Móstoleshoy.com Titular del 7 de julio de 2025

“Los huesos del olvido: hallan los restos de una mujer desaparecida hace 35 años en una casa de la calle Montero”. Por Silvia Rincón.

La escritora Verónica Luján encontró ayer por la noche restos humanos enterrados bajo el olivo de la vivienda que había adquirido recientemente en la calle Montero. Según fuentes policiales, los restos pertenecen a Ana Belmonte, desaparecida en 1990. La víctima tenía entonces 30 años.

El hallazgo ha conmocionado a los vecinos, que recordaban vagamente el caso como un suceso nunca resuelto. El antiguo propietario de la casa, Julián Soriano, denunció la desaparición de su esposa por aquel entonces, pero la investigación no prosperó. Soriano falleció hace unos meses, sin que nunca se llegara a esclarecer el caso.

La Policía Científica ha confirmado que los restos coinciden con la identidad de Ana Belmonte gracias a la alianza hallada junto al cadáver, y ha abierto una investigación retrospectiva.

Laura, librera de la ciudad que conocía de vista a la escritora, ha declarado:

—La justicia ha llegado, aunque tarde. Móstoles está lleno de historias. Algunas solo necesitan que alguien las escuche.

Verónica no volvió a dormir en la casa. Pero antes de marcharse, escribió una última frase en el espejo empañado del baño al salir de la ducha la mañana que se fue:

“Ya puedes descansar, Ana.”

La palabra “Gracias” apareció poco después, como una firma, mientras Verónica, desnuda, atravesaba la puerta del baño. Su ropa, tirada en la cama, la esperaba junto a una maleta. Su móvil le recordaba que en media hora un taxi vendría a recogerla.

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