Nueva columna dominical de historias ficticias ambientados en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 3. Huérfanos Digitales
A veces, al salir de la escuela de música en la que trabajaba, ubicada en la bulliciosa calle Simón Hernández, y emprender el camino a casa a pie, la imagen de muchos jóvenes de la ciudad se convertía en un eco persistente, un mantra visual perturbador. Allí estaban, absortos en sus móviles, como si el mundo real se desvaneciera a su alrededor. Sus rostros, iluminados por la fría luz de las pantallas, reflejaban una mezcla de fascinación y desconexión, un contraste inquietante con lo que solemos enseñar en la escuela. Era como si las notas, los acordes y las melodías que alguna vez vibraron en sus corazones se ahogaran en un mar de notificaciones y distracciones digitales. Esa repetición constante de imágenes me perseguía mientras caminaba, recordándome la lucha silenciosa entre lo que éramos y lo que estábamos dejando atrás.
La situación era muy preocupante. Aterradora. Sin buscarlo, de forma involuntaria y sutil al principio, pero abrupta y brutal, especialmente en la última década, las tecnologías disruptivas habían reconfigurado el desarrollo de las mentes de nuestros adolescentes, quienes pasaban frente a las pantallas muchas, demasiadas horas, el equivalente a la jornada laboral de un moderno esclavo.
No éramos conscientes de que sus mentes, trituradas, habían perdido la esencia de lo que caracterizaba a nuestra raza, que desde hace milenios había evolucionado socialmente, dando como resultado una especie, aunque mejorable, muy bien adaptada.
Miraba a los grupos de adolescentes que sembraban las calles de Móstoles como zombies absortos en sus dispositivos portátiles. Habían perdido la capacidad de relacionarse con sus semejantes, de establecer convenciones sociales. No podía contener que mis lágrimas, ácidas como el sulfato de una pila, brujulearan rumbo al suelo yermo.
No estaban cambiando los modos ni las formas; era un nuevo paradigma en el que una generación nacida en la abundancia de lo inútil se había convertido en huérfana social, carente de las habilidades que nos caracterizan y nos hacen humanos. La involución digital se había encargado de crear atmósferas de caos en sus mentes, y una nube de metano bullía en el interior de sus frágiles cerebros, que acusaban el lamento sordo de montones de enfermedades mentales que, como la peste, habían proliferado desmesuradamente y campaban a sus anchas en las cabezas de aquellos que pronto serían llamados a filas para luchar en la más importante de las batallas: la del relevo generacional.
No lograba entender cómo habíamos llegado a este punto de quiebre. La ansiedad y la depresión se habían entrelazado con comportamientos obsesivos y una apatía que devoraba la esencia misma de nuestra existencia.
Aquellas ganas de soñar, de sumergirse en un buen libro o de deambular por el barrio, esos espacios que una vez forjaron nuestros espíritus adolescentes, habían sido suplantados por una densa neblina de barro digital. Likes efímeros, ciberacoso y otras torturas construidas con infructuosos unos y ceros se cernían sobre nosotros, listos para inundar y asfixiar nuestras conciencias. Poco a poco, nos despojábamos de nuestra humanidad, como si el alma se desvaneciera en el vasto océano de la indiferencia. Aquella era una lucha silenciosa, una batalla perdida en la que los ecos de lo que éramos se desdibujaban, ahogados por la vorágine de un mundo cada vez más deshumanizado.
Era espantoso; la era de la decadencia parecía ser una realidad ineludible. Sin embargo, en medio de esa oscuridad, surgía un destello de esperanza: mis hijos. Gracias a la incansable y desesperada lucha diaria que tanto mi esposa como yo librábamos contra las implacables máquinas, ellos se convertirían en tuertos en una sociedad de ciegos.
Esa idea, aunque sombría, aparecía en mi cabeza una y otra vez durante mis largas caminatas alrededor del parque del Soto, y me brindaba un atisbo de consuelo. En un mundo donde la superficialidad y la deshumanización prevalecían, sabía que, al menos, mis pequeños tendrían la capacidad de ver más allá de las sombras. Serían capaces de discernir lo auténtico en un mar de simulaciones, de sentir y de soñar en un entorno que parecía haber olvidado cómo hacerlo. Esa lucha por su conciencia, por su capacidad de asombro, se transformaba en un faro que iluminaba mis días más oscuros.
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