Columna semanal sobre una verdad familiar oculta durante décadas. Móstoles Insólito: Relato 34. Nació muerta 

Corría el año 1974, derechito hacia la muerte del Caudillo. España, sin embargo, aunque también avanzaba deprisa, seguía oliendo, en cierto modo, a muertos en las cunetas y a herejías republicanas. Y avanzando, a través de esas cunetas resecas, en un 131 ranchera subiendo Despeñaperros, íbamos nosotros: mis cuatro hermanos y yo, sofocados por un calor de mil demonios, deseando llegar de una vez a Móstoles.

En un piso modesto del Paseo de Arroyomolinos, que aún olía a yeso y pintura fresca, nos esperaba una ciudad dormitorio en plena ebullición. Allí, mi padre, Antonio, había conseguido un puesto como bedel en uno de los muchos colegios recién construidos, aquellos que esperaban llenarse de niños como nosotros, parte de esa generación que venía empujando desde las provincias, buscando futuro.

Atrás dejábamos Lanjarón, las tierras de labranza mermadas, la fuente de toda una vida, y un episodio oscuro que nunca entendí del todo. Algo había pasado dos años antes, algo que nos cambió para siempre. Dijeron que era una niña. Que había nacido con malformaciones. Que nació muerta porque mi madre se cayó. Que llevaba muerta un mes y después se la llevaron. No nos dejaron verla. Que era mejor así.

Recuerdo la confusión, las voces bajitas, los rezos, los silencios prolongados. El caso es que mi madre entró al hospital embarazada… y salió con los brazos vacíos.

Desde entonces, algo se torció en casa. Mi madre no volvió a ser la misma. Levantó la cabeza, sí, porque la vida obliga, pero no volvió a ser ella. Una parte suya se quedó allí, en ese hospital de monjas de Granada donde supuestamente murió Sonsoles.

Esa fue la primera vez que escuché ese nombre: Sonsoles. La hija que no llegó. La hermana que no fue.

Yo era muy pequeña, pero recuerdo su nombre como si me hubiera acompañado siempre, flotando en los rincones, como un fantasma sin rostro. Como un inmaduro.

Recuerdo que cuando nació mi hija, la primera nieta, vi a mi madre transformarse. No la dejaba sola en el hospital ni un instante. No permitía que las enfermeras se la llevaran ni para bañarla. Hacía guardia en la puerta cuando se la llevaban al pediatra. Se volvió medio loca. O quizá siempre lo estuvo un poco desde aquello. Pero volvamos atrás de nuevo.

Móstoles era otra cosa. Todo era gris y recto: calles con nombres militares, bloques idénticos, parques sin árboles. Pero tenía ritmo, tenía empuje. Papá iba al colegio en bicicleta después del amanecer. Mamá trabajaba en casa como una mula. Mis hermanos y yo nos adaptamos rápido. La infancia no pregunta.

A los seis años empecé el colegio. Recuerdo que me temblaban las piernas. Era una niña callada, algo flacucha, con los ojos muy abiertos y pocos amigos. Y entonces la conocí. Raquel.

Raquel, algo mayor que yo, era distinta a todas las niñas que había visto. Siempre pulcra, siempre alegre, con lazos enormes en las trenzas y zapatos relucientes. Tenía esa seguridad que yo no conocía, como si la vida le debiera algo y ella lo supiera. Hija única de una familia acomodada, vivía en una enorme casa del centro con jardín y fuente. Su padre, Elías, era dueño de una fábrica de mecanizados en el polígono industrial número uno. Su madre, doña Clara, era una mujer estirada, muy devota; siempre olía a perfumes caros.

Raquel y yo nos hicimos inseparables. Jugábamos en los recreos, compartíamos cromos y secretos. Me fascinaba. Tenía una forma de hablar pausada, elegante, como si fuese mayor. A veces decía cosas raras, como que su madre no podía tener hijos y que ella había llegado por intercesión divina. Decía también que una monja le contaba cuentos mientras dormía, y que a veces soñaba con una mujer que lloraba al verla.

Yo no le daba demasiada importancia. A los niños nos gusta inventar, ya sabéis.

La llevé a casa muchas veces. A mamá le gustaba, pero había algo extraño en cómo la miraba. Como si no supiera si abrazarla o salir corriendo. Se quedaba quieta, con la espátula en la mano o la costura a medio hacer, simplemente observándola. Yo no entendía nada. Tampoco preguntaba.

Una vez, Raquel cogió una foto antigua del mueble del salón. Era del año 71. Mis padres salían jóvenes, mis hermanos mayores y mi madre con una gran barriga. Ella señaló la foto y dijo de forma espontánea:

—¿Esa barriga soy yo?

Solté una risa, sin pensar.

—¡No! Esa era Sonsoles. Pero murió.

Raquel se quedó mirando la imagen un rato más. Luego la dejó en su sitio y cambió de tema.

Crecimos. Raquel fue al instituto privado. Yo me quedé en el del barrio. Ella hablaba de universidades, de idiomas, de viajar. Yo ayudaba a mamá y los fines de semana trabajaba en una tienda de ropa de la Avenida de la Constitución. Pero seguíamos viéndonos. A veces caminábamos hasta el parque de El Soto y hablábamos de la vida, de lo que queríamos, de lo que temíamos, de lo que soñábamos.

Fue en una de esas tardes cuando noté algo distinto en ella. Venía inquieta. Me dijo que había encontrado un sobre en casa. Con papeles. Fechas. Certificados médicos. Y un nombre: Sonsoles María. Nacida en Granada en abril de 1972.

No supe qué decir. Ella tampoco.

Poco a poco me fue contando. Su madre le había dicho que era adoptada, que había sido una historia delicada. Que fue “una cesión discreta”, que nadie debía saberlo. Que una monja del sur había hecho de intermediaria. Que “la otra madre” había firmado la defunción sin hacer demasiadas preguntas. Demasiadas casualidades. Demasiadas coincidencias.

Raquel —o Sonsoles, ya no sabía cómo llamarla— quería saber la verdad. Se hizo una prueba de ADN. En secreto. Cogió un cepillo de pelo de mi madre mientras venía de visita.

Tardaron semanas. Y durante ese tiempo, todo era confusión. Yo no quería creerlo. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo iba a ser mi hermana, la hija muerta, la amiga de toda la vida?

Cuando llegaron los resultados, se lo contamos a mamá y lloramos las tres. Mamá, al ver el papel, se derrumbó. Lloraba como no la había visto llorar jamás. Se abrazó a Raquel y le decía su nombre, una y otra vez. Sonsoles. Sonsoles. Mi niña.

Yo las miraba y sentía algo que no puedo explicar. Como si el pasado se hubiera puesto en pie y reclamara su sitio en nuestra vida. Como si por fin todo tuviera sentido.

La adaptación no fue fácil. Raquel… o Sonsoles, aún no sabía cómo llamarla, se sentía dividida. Su madre adoptiva no quería soltarla. Mi familia no sabía cómo recuperarla. Yo… yo me sentía traicionada y, al mismo tiempo, más unida que nunca a ella.

Pasaron meses. Poco a poco, aprendimos a convivir con la verdad. A contarla sin rabia. A aceptarla sin culpa.

Raquel —permíteme que siga llamándola así, porque así la conocí— empezó a venir más a casa. Se sentaba con mamá a coser, o ayudaba a papá con las cartas del colegio. Al principio los llamaba por sus nombres. Luego, un día, sin pensarlo, dijo “mamá”. Y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas.

Hoy, mientras escribo esto desde el salón, veo a mis hijas corretear por el pasillo. Y pienso en ella, en mi hermana. En todo lo que nos robaron. En lo que nos devolvió el destino, a su manera.

Porque a veces lo que nos dicen que nació muerto… solo estaba escondido. Esperando ser hallado.

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