Móstoles Insólito: Relato 4. El pozo de la vergüenza

Móstoles Insólito: Relato 4. El pozo de la vergüenza

 

Nueva columna dominical de historias ficticias ambientados en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 4. El pozo de la vergüenza

Todos le miraban y le acusaban. Habían dictado sentencia. El juicio celebrado en los juzgados de Móstoles, en la calle Luis Jiménez de Asua, por la muerte tan violenta de aquella mujer le había señalado; apenas hicieron falta pruebas. La noticia había abierto todos los informativos y el mediático caso de ‘La chica del pozo’ había conmocionado a la sociedad. El crimen había sido espantoso.

Apareció muerta, desmembrada y carbonizada en el fondo de un oscuro pozo en las afueras de Móstoles, en una de las fincas que se alineaban a lo largo del camino que conducía al cementerio. El agua apenas cubría los restos hallados de manera fortuita por una pareja de enamorados que, poco antes, danzaban entrelazando sus cuerpos desnudos sobre la tierra, cerca de aquel recóndito paraje, alejado de las miradas curiosas.

Exhaustos de tanto amor, mientras caminaban por el oscuro y tétrico sendero que conectaba aquel apartado lugar con la ciudad, notaron, al pasar junto al pozo, un olor nauseabundo que los incitó a echar un vistazo desagradable y morboso.

Armados con las linternas de sus móviles, apuntaron al fondo de aquel pozo, sediento de agua, donde, como en un caldo de  lo siniestro, flotaban los restos aún crudos y casi humeantes  de Verónica. No tardaron en subirlo a Instagram; no podían dejar pasar la oportunidad de llenar sus estómagos de recompensas en forma de “likes”, sin pensar que lo que debían haber hecho era llamar a la policía.

Apenas pasaron unas horas cuando el teléfono de Carol vibró con fuerza, cayendo al suelo desde la mesilla junto a su cama. Se despertó entonces y la voz de un inspector de policía la instó a abandonar la cama de inmediato para reunirse con él urgentemente en el portal del bloque donde vivía.

Bajó apresurada, tanto que apenas se dio cuenta de que iba sin pantalones y, en un tropiezo, como si el destino le  estuviera jugando una mala pasada, cayó de bruces contra el frío mármol del suelo del portal. Salió a la calle desdentada y sangrando a borbotones.

El agente no podía dar crédito a la esperpéntica imagen de aquella chica que, semidesnuda, atravesaba el umbral del portal en un estado deplorable. El frío de la calle la acogió.

¿Carolina? —preguntó el

Ella respondió, balbuceando, afirmativamente.

Acompáñeme —sentenció el

En el camino hacia el lugar del macabro hallazgo que ella le había indicado, el agente le explicó con cierta furia malsonante que habían conocido su identidad a través de un maldito vídeo que se había hecho viral en redes sociales, y le recriminó la falta de moral y ética que había demostrado la pareja al no haber llamado a la policía tras encontrar aquel escenario cadavérico.

Ella no supo qué responder. Su cerebro adolescente estaba frito y los estímulos del interrogatorio improvisado la habían dejado en estado de shock.

Finalmente llegaron al pozo del infortunio, donde, junto a otro agente, su novio también daba explicaciones.

Aclararon la situación y, después de ofrecer numerosas explicaciones, los dejaron ir y comenzaron a buscar indicios en otra dirección. Algún rastro que encontraron, alguna pesquisa, les hizo situarlo en la escena del crimen y llegaron a una conclusión.

Los dos agentes se presentaron en su domicilio; apenas hicieron falta pruebas para acusarlo del asesinato; la presunción de inocencia en esta ocasión no fue necesaria.

Al sacar el cuerpo destrozado de Verónica, su exmujer, de aquel pozo y comprobar que tenía varias denuncias contra él e incluso una orden de alejamiento, no hubo duda. Podrían haberse equivocado, pero no fue así.

La maté porque era mía —fueron sus únicas palabras antes de ser juzgado.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo.

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