Columna semanal de relatos sobre secretos, rumores y experimentos olvidados. Móstoles Insólito: Relato 41. Nada es lo que parece

Era fascinante observar cómo los rumores de fenómenos extraños habían calado en la sociedad española a inicios de la década de 1970. Aunque muy lejos del auge mediático estadounidense, ciertas historias sobre luces misteriosas en el cielo y avistamientos inexplicables comenzaban a circular entre las poblaciones, entremezcladas con supersticiones locales y leyendas urbanas. La imaginación popular se encendía con relatos de objetos que cruzaban el firmamento y desapariciones inexplicables, alimentados por una mezcla de curiosidad, miedo y desconfianza hacia la autoridad.

En las ondas de radio y en los escasos semanarios ilustrados, los artículos sobre fenómenos extraños ofrecían un pequeño respiro del día a día, mientras los cines se llenaban de películas de ciencia ficción importadas, donde naves que desafiaban la lógica y seres de otros mundos abrían horizontes de asombro. Era el verano de 1972, un período vibrante en la periferia de Madrid, donde los sonidos de la música pop española y los ecos del rock internacional se mezclaban en las calles y plazas, y la juventud comenzaba a experimentar con nuevas ideas y sensaciones.

En un modesto barrio de Móstoles vivían Carmen y Luis, una joven pareja que había contraído matrimonio hacía muy poco. Ambos rondaban la veintena y, con la emoción de un futuro por construir, habían decidido emprender un viaje de novios hacia Extremadura, un recorrido que prometía descubrir paisajes desconocidos y rincones llenos de historia y misterio.

Luis, con su carácter práctico y metódico, se encargaba de los preparativos del viaje, mientras Carmen, curiosa y soñadora, no dejaba de imaginar las aventuras que les aguardaban. Sus personalidades contrastaban de manera natural: la seguridad de Luis equilibraba la impaciencia de Carmen por explorar lo desconocido, y esta mezcla hacía que su relación tuviera un sabor único, pleno de complicidad y tensión ligera.

Habían abandonado la antigua nacional V a bordo de un Renault 8 de color azul marino, un coche sencillo pero confiable, que había pertenecido a la familia de Luis desde hacía algunos años.

Su viaje avanzaba sin contratiempos, entre conversaciones animadas y música de El Dúo Dinámico en la radio, mientras los bosques y campos se deslizaban lentamente a través de las ventanas camino a las Hurdes.

—Mira qué verde está todo, Luis —dijo Carmen, con los ojos brillantes mientras contemplaba el paisaje que se extendía hasta donde alcanzaba la vista—. Podríamos parar un rato.

—Sí, la verdad es que es bonito —respondió él, ajustando la marcha con cuidado—. Pero quiero llegar antes del atardecer. Hay tiempo para disfrutar, no hay que detenerse demasiado.

Tras varias horas de carretera, decidieron hacer una pausa en una pequeña gasolinera que encontraron en el camino, un establecimiento que parecía detenido en el tiempo, con su letrero de hierro oxidado y un surtidor antiguo que emitía un leve zumbido. Mientras Luis llenaba el depósito, Carmen se acercó a un puesto improvisado que se encontraba junto a la entrada. Allí, un hombre de rostro afable, con un delantal manchado y una sonrisa amplia, ofrecía probar una bebida recién lanzada, anunciando sus virtudes con entusiasmo desbordante.

—¡Prueben la nueva Cola Fusión! Les dará energía y frescor, una sensación que nunca olvidarán —exclamó, levantando dos vasos burbujeantes.

Carmen miró a Luis con curiosidad.

—¿Quieres probarla? —preguntó.

—¿Por qué no? —dijo él, despreocupado—. Un sorbo no hace daño.

El líquido burbujeante era dulce, con un toque inesperado que lo hacía diferente de cualquier refresco conocido. Ambos sonrieron, se lo agradecieron al hombre y regresaron al coche, revitalizados por la sensación de novedad. Sin embargo, a medida que reanudaban la marcha, algo cambió. Los colores del paisaje parecían intensificarse de manera extraña, y un murmullo apenas audible se mezclaba con el sonido del motor. La luz del sol descendente proyectaba sombras largas que danzaban sobre la carretera, creando una sensación inquietante.

De repente, una luz intensa apareció en el cielo, moviéndose con un patrón errático que desafiaba cualquier explicación lógica. Carmen contuvo la respiración, mientras Luis fruncía el ceño, dividido entre la curiosidad y el temor. La luz parecía seguirlos, acercándose cada vez más.

—¿Qué es eso? —susurró Carmen, con un hilo de voz tembloroso.

—No lo sé… mejor mantener la calma —respondió Luis, aunque su corazón latía con fuerza.

El mundo exterior comenzó a desdibujarse. Lo que parecía una enorme nave apareció sobre ellos. Las sombras se alargaban, los sonidos se distorsionaban, y una sensación de irrealidad se apoderaba de ellos. Sin previo aviso, se encontraron en un espacio frío y luminoso, rodeados por figuras de gran estatura, con ojos negros y trajes que reflejaban la luz de manera metálica. Seres que parecían humanos pero distorsionados manipulaban extraños aparatos y registraban cada reacción de la pareja con precisión clínica.

El terror se apoderó de ellos mientras eran sometidos a procedimientos que desafiaban toda lógica. Cada máquina emitía zumbidos y destellos que intensificaban la confusión. Carmen y Luis sentían que sus pensamientos eran observados, y que cada miedo o deseo se desplegaba ante los ojos de aquellos seres. La experiencia era surrealista, como si hubieran sido arrastrados dentro de un sueño febril, y cada segundo parecía eterno.

Finalmente, la pesadilla terminó de manera abrupta. Despertaron en su Renault 8, desorientados y con la sensación de que habían perdido varias horas en un limbo inexplicable. Los recuerdos se mezclaban con sueños, y la realidad cotidiana se impregnaba de un halo inquietante. Se preguntaban si lo que habían vivido había sido un encuentro con seres de otro mundo, o simplemente un producto de su mente.

Mucho tiempo después, la verdad emergió de manera inquietante en un programa de radio tras la investigación que un famoso periodista del misterio publicó en una revista especializada. Sus mentes habían sido manipuladas de forma insidiosa; el horror no provenía de lo extraterrestre, sino de la propia humanidad. Tras aquellas investigaciones, se supo que aquel verano de 1972, los servicios de inteligencia españoles habían llevado a cabo un experimento encubierto. Mezclando sustancias psicotrópicas en refrescos de prueba y estudiando las reacciones de individuos desprevenidos, buscaban comprender la percepción y la maleabilidad de la mente humana. Carmen y Luis habían sido sujetos involuntarios de aquel experimento.

Mientras ellos buscaban respuestas a lo largo de su vida, un grupo de agentes, entre los que se encontraba ahora vestido de manera formal aquel hombre de la gasolinera, observaba en monitores antiguos las grabaciones de aquel verano.

—Fue fascinante —murmuró uno de ellos, con expresión de admiración—. La mente humana es mucho más susceptible de lo que jamás hubiéramos imaginado.

Su manipulación nos abrió nuevas puertas para comprender la percepción y el comportamiento. Mezclar psicotrópicos con un refresco común fue una idea brillante.

Las risas y murmullos resonaban en la sala, ajenos al sufrimiento de los protagonistas. Carmen, en aquel desgarrador experimento, había sufrido la pérdida de su bebé, pues estaba embarazada por entonces, una tragedia que la marcaría para siempre. El trauma transformó su percepción del mundo y de sí misma, convirtiendo cada recuerdo en un eco doloroso de lo que había perdido.

 

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