Nuevo relato sobre un fenómeno que tapa el otoño y nos visita una vez más. Móstoles Insólito: Relato 45. La Luz

A veces, no muchas, aunque últimamente con más frecuencia de la que desearía, una luz extraña irrumpe en la calma del comienzo otoñal. Estalla sobre mí y, como un eco imposible, cubre Móstoles entero con un velo de caos sórdido, silencioso y vibrante, que presagia turbiedades más allá de lo comprensible.

Es una luz que no tiene nombre, que no se parece a nada que haya visto antes. No es fría ni cálida, y sin embargo toca cada superficie con una fuerza que es imposible ignorar. Las paredes de los edificios, los coches estacionados, incluso los charcos de lluvia reflejan un destello que parece latir, que parece respirar. A veces pienso que si estiro la mano podría tocar su pulso magnético y sentir la corriente que recorre la ciudad, y eso me aterra y me fascina a partes iguales.

Aletea durante uno o varios días, distorsionando todo a su paso y dejando un regusto metálico en mi lengua, en mis párpados y hasta en mis oídos. No me gusta nada. Trae consigo un desequilibrio extraño, como si alguien —o algo— dejara caer sobre nosotros una sábana pegajosa y traslúcida, casi eléctrica, que me obliga a caminar errante, distante, desconectado de la versión menos agorera y pesimista de mí mismo.

Es la misma luz que, unos días antes de la DANA, lo envolvió todo. Y ahora, hace no más de una semana y media, ha vuelto a visitarnos.

Me pregunto si los árboles también la sienten. Si sus hojas se estremecen cuando ella pasa. Si los gatos y perros del barrio huyen o se quedan paralizados bajo su brillo. No tengo claro si estoy preparado para comprender.

Quizá tú ni la veas ni la sientas, tan inmerso siempre en tus fugaces y estériles distracciones. Para ti pasa inadvertida. Pero hazme caso cuando te digo que algo está cambiando a nuestro alrededor. Algo se cuela por la rendija —al menos de mi mundo— y me advierte. Me trae un mensaje sutil pero certero, como un rayo de dulce hiel que no descansa ni cesa durante días. Después se marcha, pero su marca queda tejida en el tiempo y en el espacio.

Durante esos días siento que mi energía vital disminuye. Mire donde mire, no encuentro un paisaje urbano afinado en proporciones áureas ni perfectas.

Todo parece levemente inclinado, como si las líneas que contornean lo cotidiano se hubieran armado de difumino y dejaran escurrir, poco a poco, sobre el piso gris y eléctrico, los versos invisibles que sostienen la realidad que creemos ver, escuchar o percibir.

Las farolas parpadean de manera extraña. Las aceras no parecen del todo firmes bajo mis pies. Cada paso produce un leve crujido que no sé si proviene del cemento o de la misma extraña luz que lo tiñe todo.

Y a veces, al doblar una esquina, siento que los edificios me miran, que las ventanas se alinean para vigilarme, y me pregunto si no habré entrado en un Móstoles paralelo, uno que late y respira al margen del mundo conocido.

Camino sin rumbo, navegando contra corriente por avenidas llenas de nada. Pero esa nada pesa como mercurio, como tablas sagradas cinceladas en la piedra del Ararat. Una losa enrevesada, repleta de aristas, pulidas con la lengua de fuego del mismísimo… No. No quiero ni pensarlo. Dios me libre de creer que nos observa, que nos moldea, o que nos prepara para la venida de lo funesto.

Me detengo y escucho. Hay un murmullo que parece salir de las aceras mismas, un zumbido bajo y constante que me recuerda a un enjambre lejano, o a las raíces de los árboles hablando entre sí. No sé si es la luz, o mi mente intentando encontrar sentido en el caos. Y entonces, un aire tibio me recorre la espalda, como si alguien hubiera abierto una rendija entre mundos, y sé que estoy solo en esto, incluso cuando la ciudad sigue poblada por cientos de personas que ignoran lo que sucede a su alrededor.

Una vez, hace muchos años, paseando por el Soto, vi cómo la emperatriz infantil temblaba desde la cúpula de cristal que coronaba el reino de fantasía. Pero entonces aún había esperanza: el soma no formaba parte de nuestra dieta de ineptos aborregados, y los grises no fumaban enormes puros que apestaban todo a su paso.

—¿No lo veis? —les dije—. La enorme serpiente se ha comido al elefante.

No, no lo vieron. Solo veían un viejo sombrero tirado en la calle. Yo no daba crédito y seguía caminando.

Me detuve en un banco. El aire estaba cargado de un olor metálico, como si la ciudad misma sangrara por dentro. La gente pasaba a mi lado, absorta, sin notar nada. Y pensé que quizá esta luz solo me habla a mí, que solo yo tengo acceso a este velo, a esta rendija. Y mientras lo pensaba, sentí un pequeño temblor.

No era miedo, ni alerta, era un reconocimiento: algo estaba llegando, algo que no podía ver todavía, pero que sabía que existía.

Y entonces tropezaba con el sueño. Al despertar, todo era de nuevo hermoso, equilibrado, denso y normal. Cielo azul. Luz amarilla. Verdes vibrantes. Niños corriendo a lo loco. Padres gritando: “¡Ten cuidado!”.

Pero algo en mí sabe que la normalidad es frágil, que el equilibrio es tregua temporal, y cada sombra parece contener un fragmento de la luz que se ha ido.

No puedo dormir del todo por las noches. Escucho el viento moviéndose entre los tejados y siento que lleva susurros, fragmentos de advertencias que no logro descifrar. A veces creo que son voces antiguas, ecos de un tiempo antes de que la ciudad fuera construida, que regresan para recordarnos que hay fuerzas que trascienden nuestra percepción y nuestra voluntad.

Camino de noche por calles vacías. Las farolas iluminan fragmentos de cemento que se mueven como si respiraran, y cada sombra parece querer estirarse y tocarme. Pienso en la luz, en cómo aletea y cambia la realidad sin que nadie la note. Y entonces entiendo que lo que yo percibo no es miedo, sino la certeza de que la ciudad y yo estamos conectados a algo que escapa de todo control.

El silencio a veces es insoportable, roto solo por el murmullo metálico que siento en mi lengua y en mis párpados. Me pregunto cuántas personas caminan por Móstoles sin notar nada, mientras yo sé que algo se acerca. Me pregunto si alguna vez me creerán, si podrán comprender la forma en que el mundo se inclina y se deshace sin que ellos lo perciban.

Y así, entre la luz y la normalidad aparente, voy tejiendo un hilo de vigilancia y advertencia, un hilo que no sé si servirá de nada, pero que no puedo dejar de sostener. Porque he visto la emperatriz temblar, he visto la serpiente devorar al elefante, he sentido el humo gris en cada parte de mi cuerpo, y sé que si cierro los ojos demasiado tiempo, la luz volverá, y con ella, el cambio.

Quién nos advierte y por qué no le hacemos caso no lo sé. Pero estoy seguro: tarde o temprano, algo caerá sobre nosotros.

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