Nuevo relato otra semana más con un final sorprendente. Móstoles Insólito: Relato 49. La tienda de mascotas

Era tarde, y aquella familia caminaba hacia la parada del tren a través de las oscuras calles aledañas al centro. Hacía frío, ese frío seco de Móstoles en Enero que te cala hasta los huesos. La noche era cerrada y las calles empezaban a quedarse vacías.

Al doblar una esquina, ante ellos apareció súbita y lúgubre una vieja tienda de mascotas de esas por las que parece no haber pasado el tiempo y que se había quedado anclada en el pasado. El escaparate estaba sucio, pero podían verse desde la calle, a través del cristal, algunas de las jaulas con animales que había en su interior.

—Papá, quiero entrar —dijo uno de los pequeños.

—Es tarde, hijo, vamos a perder el tren.

—Papá, por favor. Quiero entrar —insistió el niño.

—Está bien. Entremos, echaremos un vistazo y nos iremos.

Entraron al local, y un anciano de aspecto áspero, místico y desgarbado, apareció ante sus ojos detrás del mostrador. Al fondo, iluminado apenas.

—¿Puedo ayudaros? —dijo aquel viejo con una voz algo siniestra. 

—No, no. Descuide —respondió la madre—. Solo hemos pasado a echar un vistazo. Ya sabe, los niños. Pero no le molestamos más, que es ya muy tarde y tendrá que cerrar.

—No es molestia, joven. Además, estáis de suerte —respondió el anciano.

Miró a los pequeños intentando parecer amable y les dijo:

—¿Os gustan los peces?

Los hermanos, al unísono, respondieron que sí.

—Pues mirad, ¿veis aquellos dos peces de colorines que hay en ese acuario? —interpeló el propietario—. Por solo dos euros cada uno, podrían ser vuestros.

La estrategia del viejo fue miserable. Los niños acababan de picar en el anzuelo y rápidamente miraron a sus padres.

—Papás, son solo dos euros cada uno. ¿Nos los podemos llevar?

—No sé… —respondió el padre—. ¿A ti qué te parece, mamá?

La madre negó con la cabeza, sin hablar. Pero ante la mirada tierna de ambos hermanos, sucumbió y cedió.

—A ver, señor. Nos los llevamos —dijo la madre.

El viejo parecía frotarse sus arrugadas y descuidadas manos antes de volver a hablar.

—Se los preparo en un momento. Necesitaréis también una pecera. No son muy caras. Esta de aquí creo que les vendrá muy bien. Serán cuatro euros de los peces y dieciocho por la pecera. La comida os la regalo yo.

Después, el viejo cogió una sucia pecera que apenas limpió de la estantería, la envolvió en papel burbujas y la metió en una bolsa. Acto seguido, sacó a los peces del acuario y los metió en una bolsa con agua.

—Tomad, niños, aquí tenéis vuestros peces. Estáis de suerte. Son peces muy especiales, cuidadlos bien.

La familia pagó y salió de aquella siniestra tienda.

Se hizo tarde y pidieron un Uber que les llevó hasta una casa situada en un barrio tranquilo de las afueras, donde el silencio de la noche se veía interrumpido únicamente por el crujir de las ramas de los árboles. El interior de la bolsa parecía contener un mundo en miniatura. Los peces de colores nadaban con un movimiento hipnótico, y sus escamas brillaban como joyas en la penumbra.

Subieron a casa, lavaron la pecera, la llenaron de agua y soltaron a los peces en su interior. Les pusieron algo de comer y la familia se preparó para irse a la cama.

En el salón, en un rincón, colocaron la pecera antes de irse a dormir y después el silencio ocupó todo el espacio.

Los niños disfrutaban de la nueva compañía, todo lo que se puede disfrutar de un par de peces, pero con el paso del tiempo, aquellos seres acuáticos comenzaron a exhibir un comportamiento extraño. Al principio, los niños solo notaron que, a pesar de ser alimentados con regularidad y tener el agua limpia, un aire de inquietud parecía envolver la pecera. Las luces que habían colocado cerca de la pecera, que alguna vez destellaban con un brillo alegre, comenzaron a parpadear cada vez más frecuentemente, como si una sombra estuviera acechando en las profundidades. Sin embargo, lo que los niños no sabían era que aquellos peces no solo eran criaturas del agua; eran también catalizadores del más allá.

Una noche, mientras la luna llena iluminaba el cielo con un resplandor espectral, los niños se reunieron alrededor de la pecera. La atmósfera estaba cargada de una extraña electricidad, y una sensación de inquietud se apoderó de ellos. Fue entonces cuando el mayor de los hermanos notó algo peculiar en su comportamiento. Se movían de una manera casi coreográfica, agrupándose en formaciones que parecían danzar al compás de una melodía inaudible.

Intrigado, se inclinó más cerca del cristal, sus ojos fijos en el hipnotizante espectáculo. Fue en ese momento cuando notó una sombra oscura en el fondo de la pecera, un contorno que parecía pulsar con vida propia.

A medida que sus ojos se ajustaban a la penumbra, la figura se tornó más clara; era una especie de criatura sin forma definida, un ente que parecía fluir y cambiar como el agua misma. Los peces comenzaron a rodear la sombra, como si la veneraran, y el chico sintió un escalofrío recorrer su espalda.

La figura oscura, que parecía contener toda la esencia del abismo, comenzó a proyectar una influencia sobre los peces. Se hicieron más erráticos, sus movimientos ahora cargados de una desesperación casi palpable. El niño retrocedió, llevando su mano a su boca para ahogar un grito. Su hermano, sintiendo la tensión, se unió a él, con los ojos desorbitados reflejando el terror que comenzaba a apoderarse de ellos.

Esa noche, los sueños de los niños se vieron invadidos por visiones de mares oscuros y criaturas abisales. Se abrió ante ellos un mundo donde los peces de colores eran los heraldos de una entidad antigua, un ser que había sido desterrado a las profundidades del océano, pero que ahora estaba despertando. La criatura había encontrado un refugio en la pecera, utilizando a los peces como sus mensajeros.

Los chicos comprendieron que el tiempo se estaba acabando. La influencia del abismo comenzaba a filtrarse fuera del agua, y el horror se cernía sobre aquella casa.

A la mañana siguiente, decidieron hacer algo. El pequeño de los hermanos se acercó a la pecera con una idea.

En un acto de desesperación, decidió vaciarla, esperando liberar a los peces de la influencia de la sombra. Corrió hacia la cocina con aquella esfera de cristal en la mano y allí comenzó a sacar el agua. Al mirar a los pequeños pescados, se dio cuenta de que sus ojos ya no eran brillantes y parecían ausentes de vida. Reflejaban un vacío inquietante. Pero él no era el culpable; apenas había vaciado un poco de agua. ¿Qué estaba pasando entonces?

Cuando el último susurro de agua fue drenado, los peces quedaron atrapados entre el aire y el frágil vidrio. Sus cuerpos temblorosos se retorcían en un último intento por sobrevivir. El niño había pensado que aquel sería el final y ahora llegaría la calma, pero el final no llegó, y entre la terrible agonía de aquellos pequeños seres coloreados, la sombra emergió, tomando forma en el aire como un efluvio maligno y oscuro. Los gritos de los niños resonaron en la casa mientras esa abominación se manifestaba, desdibujando la línea entre lo real y lo imaginario. Pero parecía como si nadie escuchara.

Poco a poco, la sombra creció ante ellos y se materializó en un ser anodino, negro y monstruoso. Los miró, los miró como si fuera a acabar con su vida de forma inmediata. Aquel espectro no parecía tener ninguna compasión con los pequeños, y de repente, se disolvió para ascender, apenas un metro y, como si hubiera cogido carrerilla, lanzarse y traspasar sus cuerpos, que, prácticamente inertes, paralizados por el miedo, sintieron como aquel ánima les arrancaba de cuajo la inocencia.

A partir de aquel día, las risas se convirtieron en ecos lejanos, y la pecera, vacía y polvorienta, se convirtió en un recordatorio silencioso de lo que había sido. La casa quedó poseída por una entidad salvaje y oscura que todo devoraba a su paso.

Los niños quedaron atrapados junto con sus padres en aquella casa, viviendo una pesadilla interminable donde el abismo había cruzado a su mundo a través de unos inocentes peces, creando una conexión sobrenatural, un portal hacia un mundo de locura insondable. Lo que una vez fue un hogar se transformó desde entonces en la morada de una entidad ancestral, y su historia, como el eco de las olas en la orilla, resonó eternamente en la memoria de aquella familia que osó llevar a su casa a unos inocentes peces de colores. No sabría decir en qué momento exacto empecé a sentir que todo se me venía encima. Quizá fue aquel día en que escuché mi nombre entre risas al fondo del pasillo, o cuando alguien pintó en mi taquilla algo que prefiero no recordar. Lo cierto es que, con el tiempo, el instituto se convirtió en un lugar que me dolía.

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