Nuevo relato otra semana más con muchos elementos importantes en la trama. Móstoles Insólito: Relato 50. El reflejo del dragón

No sabría decir en qué momento exacto empecé a sentir que todo se me venía encima. Quizá fue aquel día en que escuché mi nombre entre risas al fondo del pasillo, o cuando alguien pintó en mi taquilla algo que prefiero no recordar. Lo cierto es que, con el tiempo, el instituto se convirtió en un lugar que me dolía.

Estudio en el Juan Gris, turno de tarde. Eso significa llegar cuando el sol empieza a caer y salir cuando ya casi nadie queda en las calles. La mayoría de los días, lo único que quiero es pasar desapercibido, que el mundo me olvide unas horas. Pero hay días en los que la presión se vuelve insoportable. Días como hoy.

No tenía ganas de entrar a clase. Ni de verlos. Ni de fingir que no me afecta, porque sí que lo hace. No soporto a esos hijos de puta que me hacen la vida imposible.  Así que crucé la calle, giré en dirección contraria al instituto y me eché a andar. Sin rumbo. Sin reloj. Solo con esa necesidad de respirar lejos de todo.

Caminé durante más de una hora. Pasé por la avenida de Portugal, después fui al centro, a Pradillo, y me perdí por las calles donde la gente parece siempre tener un destino. Yo no tenía ninguno. Solo quería huir.

Cuando quise darme cuenta, estaba en el Soto, el pulmón verde de Móstoles. No sé cuántas veces habré estado allí, pero nunca con esa calma. El sol caía despacio sobre los árboles y el aire olía a tierra húmeda y hojas viejas. Caminé hasta el lago, donde el agua reflejaba una luz dorada que me hizo detenerme.

Me senté en el borde, sobre una piedra fría, y observé el movimiento del agua. Había peces que nadaban justo bajo la superficie, brillando entre los reflejos del atardecer. Me quedé mirándolos un rato, sin pensar en nada. Era como si cada movimiento de sus aletas borrara un poco del ruido que traía dentro.

Entonces lo vi.

A mi lado, de pie, había un hombre que no recordaba haber visto acercarse. Pequeño, encorvado, con la piel surcada de arrugas y unos ojos rasgados que parecían contener siglos. Llevaba un sombrero de ala ancha y una chaqueta de lino que el viento movía con suavidad.

—Son carpas koi —dijo, mirando al agua.

Me sobresalté un poco. No por sus palabras, sino por su tono. Era sereno, casi hipnótico.

—¿Perdone? —pregunté, sin saber muy bien qué responder.

—Carpas koi —repitió, sonriendo apenas—. En mi tierra se dice que quien las observa con el corazón limpio puede entender el sentido de su propio viaje.

No supe qué decir. Asentí con torpeza, fingiendo interés, aunque en realidad estaba más pendiente de su presencia que de sus palabras. Había algo en él que me resultaba imposible de definir.

—¿De dónde es usted? —pregunté al cabo de unos segundos.

—De Okinawa —respondió sin apartar la vista del agua—. Hace muchos años, cuando era niño, mi abuelo me habló de estas criaturas. Fue frente a un estanque parecido a este.

Su voz se volvió más baja, casi un susurro.

—¿Y qué le contó? —pregunté, intrigado.

El anciano sonrió, como si hubiera estado esperando esa pregunta toda su vida.

—Me habló de una leyenda antigua —dijo—. Escucha.

Y entonces, sin transición, su voz pareció llevarme lejos, muy lejos. Ya no estábamos en Móstoles, ni en el Soto, ni siquiera en España. Estábamos en otro tiempo.

—Hace mucho, en un río de Japón, un grupo de carpas koi nadaba contracorriente —empezó—. Querían llegar hasta la Puerta del Dragón, una cascada inmensa que los dioses habían puesto como prueba. La corriente era fuerte, y muchas se rindieron. Otras fueron arrastradas por el agua, pero una… una no se detuvo.

Yo escuchaba sin parpadear, viendo en mi mente aquella escena.

—Durante cien años —continuó el anciano—, esa carpa luchó contra la corriente. Día y noche, sin descanso. Los dioses la observaron en silencio.

Cuando por fin alcanzó la cima de la cascada, el cielo se abrió. Un rayo de luz cayó sobre ella, y la transformó en un dragón dorado.

Desde entonces, las carpas koi representan el valor, la perseverancia y el poder de quienes no se rinden.

El anciano calló. Su voz se disolvió en el rumor del agua.

—Bonita historia —murmuré.

—No es solo una historia —dijo él, mirándome por primera vez—. Todos llevamos una carpa dentro. Algunos se dejan arrastrar por la corriente. Otros… siguen nadando, aunque el río se vuelva en su contra.

No supe qué responder. Sentí que esas palabras no iban dirigidas solo a mí, sino a algo más profundo, como si me hablara desde dentro de un sueño.

Me giré un momento para mirar el cielo, y cuando volví la vista… el anciano ya no estaba.

Miré a un lado y a otro. Nada. Ni pasos alejándose, ni sombra, ni señal alguna de que hubiera estado allí. Solo el viento moviendo las ramas y el reflejo tembloroso del lago.

Me levanté despacio, con una sensación extraña, entre desconcierto y paz.

Había caído la noche. Una luna enorme y redonda flotaba sobre el agua, y las luces del parque se reflejaban como estrellas cansadas.

Pensé en volver a casa, pero algo me detuvo. Tal vez la necesidad de comprender. O de creer, aunque solo fuera por un instante, que lo imposible puede tener forma.

Me acerqué al borde y miré mi reflejo.

El agua estaba quieta, pero mi imagen parecía moverse sola. Me incliné un poco más, tratando de enfocar. Entonces ocurrió. La superficie del lago se onduló con una vibración extraña, como si algo respirara bajo ella. Mi reflejo se distorsionó, y por un instante, lo que vi no fui yo.

Vi un dragón.

No uno de cuento, sino una silueta inmensa, luminosa, que emergía del fondo del agua con una majestad que me dejó sin aliento. Su cuerpo era dorado, y su mirada… su mirada tenía algo que reconocí. Era la mía.

Retrocedí un paso, pero no sentí miedo. Era más bien una especie de revelación.

El dragón se elevó sobre la superficie unos segundos, y luego se deshizo en un destello que volvió a ser mi reflejo.

El lago quedó tranquilo, como si nada hubiera pasado.

Me quedé allí un rato, sin saber cuánto tiempo. Pensando en el anciano, en su historia, en la carpa que no se rindió. Pensando en mí.

Al final, respiré hondo y me di cuenta de que algo había cambiado. No fuera, sino dentro.

Volví a casa caminando despacio, con la sensación de que cada paso era el primero de otro camino. No sabía si el anciano había existido, si todo había sido un sueño, o si la luna jugaba con mi mente cansada. Pero tampoco me importaba.

Aquella noche comprendí que no se trata de ser fuerte todo el tiempo. Se trata de no dejar de nadar, aunque la corriente sea más grande que uno mismo.

Cuando llegué a la puerta de casa, levanté la vista hacia el cielo. Entre las nubes, por un instante, juraría haber visto una sombra dorada cruzando la luna.

Sonreí.

No volví a hacer pellas. Ni a sentirme del todo solo. Ni a pensar, por un solo momento que debía tirar la toalla.

Desde entonces, cada vez que paso por el Soto y miro el lago, creo ver una carpa moviéndose bajo la superficie. Una que, cuando el sol cae y el viento se detiene, deja en el agua un destello que parece un dragón dorado.

Quizá sea solo un reflejo … o quizá no.

Si has disfrutado de este relato, te invito a seguirme en redes para descubrir más historias de Móstoles y otros lugares donde lo insólito cobra vida:

TikTok: @sergio.diaz.marti1

Instagram: s_dmartin

Facebook: Sergio Díaz

Puedes además encontrar mis libros en Amazon, en librerías de Móstoles y en grandes superficies.

Y  puedes escuchar mi podcast, Crónicas de lo insólito en Ivoox.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo. Suscríbete gratis al

Canal de WhatsApp
Canal de Telegram

La actualidad de Móstoles en mostoleshoy.com