Nueva columna con otra historia más con más giros para este domingo. Móstoles Insólito: Relato 52. Carmencita
La luz del ventilador parpadeaba sobre la mesa de la cocina. Era uno de esos calores pesados de Venezuela, que parecían quedarse pegados a la piel como una camiseta de licra.
Rosa, la madre, tenía el rostro hundido sobre la pantalla del viejo portátil. El padre, Arturo, miraba por encima del hombro sin entender del todo lo que veía: “Se busca camarera en Móstoles, España. Buen sueldo, contrato legal y alojamiento incluido.”
—¿Será verdad esto, mami? —preguntó Carmen, que se secaba el sudor de la frente con un trapo de cocina.
—Mira, hija… —dijo Rosa sin apartar la vista — si esto es cierto, puede ser nuestra oportunidad. Tu oportunidad.
Carmen tenía solo veinte años, pero en aquella casa todos llevaban tiempo mirándola como si fuera capaz de salvarlos a todos del naufragio. La llamaban Carmencita, con ternura. Era la más joven de tres hermanos, pero la única que no había perdido todavía la esperanza.
Esa noche se habló largo y tendido. Y cuando ella se fue a acostar, escuchó a sus padres conversando en voz baja:
—Arturo, si no hacemos nada… en un año no vamos a comer —susurró Rosa.
—Lo sé. Pero mandarla sola a otro país…
—Es lo único que tenemos.
A la mañana siguiente decidieron escribir al anuncio. No tardaron en responder. Un tal Marcos, representante de un grupo de hostelería en Madrid, les propuso una videoconferencia. Viéndolo en pantalla, parecía amable. Sonrisa profusa, camisa impecable y fondo de oficina.
—Carmen, lo que proponemos es algo serio — dijo el hombre—. Tenemos un bar en Móstoles, es una zona tranquila. Trabajarías de camarera y vivirías en un pequeño piso compartido. Estamos acostumbrados a ayudar a gente como tú, con ganas de salir adelante.
El padre hizo preguntas: el sueldo, el contrato, la vivienda. Todo sonaba razonable. Carmen también preguntó algo tímida:
—¿Y… cree que podré mandar dinero a mi familia pronto?
Marcos sonrió.
—Ese es justo el objetivo. Tu futuro va a cambiar, Carmen. Ya lo verás.
El día de la despedida, el aeropuerto de Caracas parecía más grande que nunca. Rosa llevaba los ojos rojos. Arturo no hablaba mucho, solo la abrazaba cada pocos minutos.
—Vas a estar bien, ¿sí? —le dijo la madre con un hilo de voz—. Y pronto iremos contigo.
—Lo prometo —contestó Carmen—. Me los traeré a todos. Esta mala racha se acabará.
Antes de cruzar el control, giró y los miró una última vez. Ellos levantaron la mano. Parecían pequeños, muy pequeños desde allí.
El vuelo fue largo, más de lo que Carmen pudo aguantar despierta. Aterrizó en Madrid – Aeropuerto Adolfo Suárez antes del amanecer. Las luces del aeropuerto le parecieron frías, distantes.
Había un hombre esperándola con un cartel improvisado: “CARMEN A.”. No era Marcos. Era otro. Alto, con ojos hundidos y demasiada barba.
—¿Tú eres Carmen? —preguntó sin sonreír.
—Sí, ¿y Marcos? — contesto Carmen algo dubitativa.
—No pudo venir —cortó seco—. Yo te llevo.
Subieron a un coche gris. El hombre no habló durante buena parte del trayecto. Madrid amanecía en color cemento. Luego se desviaron por una carretera más estrecha. Carmen vio un cartel: Móstoles 7 km. Ella respiró aliviada… pero siguieron de largo.
—¿No vamos a Móstoles? — preguntó con cuidado.
—Sí. A las afueras.
Minutos después, el coche se detuvo ante una casona vieja con luces de neón apagadas. A un lado, un letrero borroso: La Estrella Roja. El olor era raro. Agrio como el de un Yogur caducado.
—¿Esto es… el bar? —preguntó Carmen.
El hombre no respondió. Abrió la puerta y señaló hacia adentro. En el interior, un pasillo estrecho conducía a un salón con mesas desgastadas y un mostrador pegajoso. Otras mujeres, algunas muy jóvenes, la miraban desde la sombra.
Un hombre calvo, de traje oscuro, apareció desde el fondo del local. Caminaba lento, con seguridad.
—Así que tú eres Carmencita —dijo—. Has venido a trabajar, ¿no?
—Sí… de camarera.
El hombre soltó una carcajada seca.
—Aquí no necesitamos camareras. Aquí se viene a servir… de otra forma.
Carmen retrocedió un paso.
—Eso no… no fue lo que me dijeron. Hay un error, señor.
El hombre se acercó, con un rostro sin expresión.
—Escucha bien. Si sales de aquí o si intentas algo… tu familia va a pagar. Sabemos exactamente dónde viven. Y cuánto vale cada uno.
Ella sintió un frío que le atravesó las piernas. Quiso gritar pero no salió nada.
—No te conviene llorar aquí —añadió él—. Arriba tienes una habitación. Esta misma noche empiezas.
Dos mujeres la escoltaron hasta el piso superior. El pasillo olía a humedad y perfume barato. Le dieron una llave. Una habitación pequeña, con una cama estrecha y una ventana con una persona sucia y rota.
—¿Cuánto tiempo estaré aquí? —murmuró Carmen.
—Hasta que pagues tu deuda —contestó una de las mujeres, sin mirarla a los ojos.
Los días se hicieron densos y cíclicos. Carmen aprendió rápido que en aquel lugar no existía el reloj: solo turnos. Las puertas se abrían y cerraban, hombres que entraban y salían como si todo fuera normal. No había gritos, solo silencios incómodos, órdenes cortas y soledad.
Tenían un sistema: vigilantes en los pasillos, cámaras ocultas, un cuaderno con los nuevos nombres de las chicas. Carmen ya no era Carmen, ahora era Ana. Su documentación estaba guardada bajo llave.
Se acostumbró a caminar sin mirar a nadie directamente. Aprendió a disimular el miedo, a no hablar demasiado, a evitar lágrimas.
Una de las chicas, boliviana, le dijo un día en voz baja:
—Mi amor, no saques aquí los pies del tiesto. Pasa desapercibida.
—¿Ustedes también tienen familia allá? — preguntó Carmen.
—Todas nosotras cariño—respondió sin emoción.
A veces, los vigilantes, para que las familias no sospecharan, las dejaban llamar a casa desde el teléfono que les confiscaban nada más llegar. Carmen cuando llamaba a casa, se encerraba en el baño, bajaba la voz y marcaba el número de Venezuela mientras desde fuera la controlaban.
—¡Carmencita! —exclamaba su madre al contestar—. ¿Cómo estás? Cuéntame todo.
Carmen tragaba saliva. Forzaba una sonrisa que nadie veía.—Todo va muy bien, mami. Mucho trabajo, pero buena gente. Creo que pronto ahorraré bastante dinero para que podáis venir aquí.
—¿Comes bien, hija? ¿Te tratan bien?
—Sí, sí… ¿por qué no habría de ser así?
A veces el Arturo, el padre, se unía a la llamada. O uno de sus hermanos. Todos querían escuchar su voz. La echaban tanto de menos …
Ella inventaba historias cotidianas: un bar con mantelitos de cuadros, clientes amables, un jefe exigente pero justo, que la habían enseñado a hacer tortilla de patatas … y poco a poco el sueño que nunca fue, empezó a parecer real, para todos menos para ella.
Cuando la llamada terminaba, devolvía el móvil a sus captores y entonces el silencio volvía, pesado, todavía más cruel si cabe. Un silencio que la recorría cada poro de su piel canela.
Aquella noche en particular, el reloj marcaba las dos de la madrugada. En Caracas ellos acababan de cenar. Carmen antes de colgar le había dicho a su sobrino pequeño que pensaba mandarle un móvil nuevo desde España. “Para que juegues y veas videos de fútbol”, le dijo. Luego la voz de su madre: “Te queremos tanto… esperamos noticias. Estamos tan orgullosos de ti.”
Carmen, después, se dejó caer al suelo, frío, áspero. Ya no tenía fuerzas para fingir. Y en ese rincón oscuro de la habitación, sin testigos y sin voz, las mentiras pesaron como sarcófagos de plomo.
No era la primera vez ni seria la última que Carmen tenía que mentir. Después, rompió a llorar, muy despacio, mientras se acurrucaba sobre el suelo helado.
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