Nueva columna con otra historia que emociona al final de la trama. Móstoles Insólito: Relato 53. El hombre de madera
Hubo una vez, hace muchos años en Móstoles, antes, mucho antes del famoso levantamiento del Dos de Mayo, un artesano que dedicaba sus días a dar forma a la madera como quien reza una oración mirando al cielo.
Su nombre era Julio Castaño, y su taller, una estancia estrecha y perfumada de resinas, era el único lugar donde encontraba calma frente al resto del mundo, siempre ruidoso, siempre incesante.
En aquellos tiempos, Móstoles era una villa de calles empedradas y huertos dispersos, con chimeneas que escupían hilos de humo al anochecer y un silencio que solo los carros viejos y el galope de los caballos se atrevían a perturbar. Nada extraordinario parecía dispuesto a pasar allí… y sin embargo, lo extraordinario, lo insólito, estaba a punto de ocurrir.
Julio llevaba meses trabajando en un proyecto que nadie conocía. Ni siquiera Clara, su esposa, imaginaba la magnitud de lo que él llamaba, en voz baja, su obra definitiva. Era una figura humana a tamaño real, tallada en madera de nogal: un hombre de facciones perfectamente proporcionadas, de belleza casi inhumana, como si la naturaleza hubiera encontrado por fin la simetría absoluta.
Sus manos, largas y delgadas, daban la impresión de poder acariciar. Sus ojos, aunque de madera, parecían esconder una sombra de pensamiento. Y la postura erguida, recogida sobre sí misma, transmitía una dignidad silenciosa.
—Si tan solo… —susurró Arturo una noche—. Si tan solo pudiera respirar.
No supo en qué momento empezó a sentir algo más que orgullo por la figura. Quizá fue la soledad. Quizá un deseo antiguo, uno que ni él mismo habría confesado: crear algo auténtico, algo que trascendiera su oficio. No un mueble, no una talla devocional, sino una vida.
Aquel anhelo lo devoraba. Y una noche, tras terminar de lijar el rostro de la figura por última vez, agotado hasta los huesos, apoyó la frente contra el pecho de madera y pronunció:
—Si existe un milagro para mí, que sea este… Permítele abrir los ojos.
Después subió a su alcoba y, sin saberlo, dejó el mundo tal y como era.
Al amanecer, la luz se filtró por el ventanuco del taller. Una luz débil, dorada, que acarició la superficie del nogal… y entonces, sin estruendo, sin fuegos celestiales ni señales de los cielos, el imposible ocurrió.
La figura se movió. Primero un dedo. Luego otro. Y finalmente, como quien recuerda un gesto aprendido en otro tiempo, abrió los ojos muy poco a poco.
Las pupilas seguían siendo de madera, pero había en ellas un brillo recién nacido, una conciencia que despertaba al mundo por primera vez. Se incorporó con torpeza, estudiando sus propias manos, su cuerpo rígido, el sonido hueco al golpear suavemente el suelo con los pies.
—¿Qué… soy? —dijo. Su voz resonó como madera al ser pulsada, suave y cálida, pero extraña.
Cuando Julio bajó al taller, con el tazón de sopa aún en la mano, lo vio de pie, vivo, respirando aunque no necesitara aire.
El cuenco se le cayó y se hizo añicos en el suelo.
La criatura lo miró.
—Dios me dijo que tú me llamaste — habló con sencillez—. ¿Cómo… cómo he llegado hasta aquí?
Julio tardó largos segundos en recuperar la voz.
—No lo sé… No lo sé —repitió, temblando—. Pero estás vivo. ¡Dios mío, estás vivo!
Lo abrazo despacio, como si temiera que se deshiciera en mil virutas al tocarlo.
Sus manos se posaron en los hombros de la criatura, y notó algo imposible: calor. Un calor tenue, como el de un tronco recién pulido bajo el sol de Junio.
—Debo darte un nombre —murmuró el artesano, con un temblor emocionado en la voz—. Te llamaré Eloy, que en lengua antigua significa “El elegido”.
Eloy aprendió a caminar durante las primeras horas. A sostener herramientas, a hablar con mayor fluidez, a imitar gestos humanos. Julio lo observaba fascinado, incapaz de comprender la razón del milagro, pero cada día más seguro de que aquello era un don que debía ocultarse del resto del mundo.
—Nadie puede verte, ¿entiendes? —le decía el artesano—. Pensarían que eres una aberración, o querrían hacerte daño. Aquí estarás a salvo.
Eloy asentía, porque confiaba en él. Sin embargo, sentía que el taller, por muy amplio que fuera, empezaba pronto a resultarle pequeño. Escuchaba voces, risas, pasos al otro lado de la madera. El mundo parecía llamarlo entre susurros.
Cada noche preguntaba:
—¿Cómo son las personas, Julio?
—Complejas… impredecibles —respondía el artesano—. Pueden amar con toda el alma y destruir con la misma fuerza.
Aquella idea lo inquietaba y lo fascinaba.
Con el paso de los meses, Eloy no solo aprendió: superó a Julio.
Su habilidad para tallar era prodigiosa. Bastaba que viera un bloque de madera para intuir la forma escondida en su interior, como si pudiera sentirla. Sus obras eran delicadas, casi vivientes.
Julio lo admiraba… y empezaba a temerlo.
Una tarde, cuando Julio había salido a entregar un encargo, la puerta del taller se abrió sin aviso. Eloy se quedó petrificado, como si temiera que un soplo bastara para derribarlo.
La mujer que entró tenía el rostro sereno, algo pálido y los ojos color ébano. Era Clara, la esposa del artesano.
Llevaba tiempo inquieta, pues había escuchado rumores, visto un extraño candado en la puerta, escuchado pasos nocturnos. Tenía la sensación de que Julio escondía algo, y movida por una amalgama de preocupación y curiosidad, bajó al taller.
Lo que encontró no podía explicarse con palabras.
—¿Quién… eres tú? —preguntó ella, retrocediendo un paso.
Eloy bajó la mirada.
—Soy… un simple aprendiz.
—No te había visto nunca —insistió ella—. Y sin embargo… —se interrumpió, incapaz de apartar la vista de su figura, tan perfecta, tan distinta a cualquier hombre que conocida o había visto en el pueblo.
Al día siguiente volvió. Y al siguiente. Y Eloy, que nunca había conocido una voz distinta a la de Julio, descubrió en Clara algo que lo desarmaba, una dulzura a la que no sabía poner en palabras.
Ella también se fue acercando a él, primero con cautela, luego con fascinación abierta. Había en Eloy una inocencia luminosa, como si fuera un niño grande.
—Jamás había visto algo así… —murmuró Clara, pasando la yema de los dedos por su brazo—. No sé cómo explicarlo, Eloy, pero hay algo en ti que… que me hace olvidarme de que estás hecho de madera.
Eloy sintió por primera vez, algo que no sabía nombrar. El corazón le latía fuerte, tan fuerte que parecía que le iba a estallar en el pecho. Le temblaba el corazón… si es que tenía uno.
Julio, poco a poco, empezó a notar la distancia. La forma en que Clara descendía al taller con cualquier excusa. Las miradas que Eloy desviaba cuando él entraba. La torpeza de ambos al hablar. Y dentro de su mente creció un sentimiento oscuro, espeso como la brea, como el lodo. Eran Celos. Envidia. El terror de que lo único que había creado con verdadero amor le arrebatara todo lo que él era.
Una noche, la tormenta cayó sobre Móstoles con furia. El viento rugía entre los tejados y la lluvia golpeaba las ventanas con insistencia.
Julio bajó al taller con el corazón en llamas y encontró a Eloy frente a la chimenea, tallando una pequeña figura de madera en un retal de fresno que Julio había desechado.
—¿Qué… es eso? —preguntó el artesano, con una voz que no parecía la suya.
Eloy sonrió, inocente.
—Es Clara. Quería hacerle un regalo. ¿Te gusta? – respondió mostrándole la pequeña talla.
Ese gesto sencillo fue la chispa.
Julio sintió que algo se había hecho añicos. Que se rompía en pedazos.
—¡Te lo di todo! —gritó, avanzando hacia él—. ¡Todo! ¿Y así me lo pagas?
—No entiendo… —murmuró Eloy retrocediendo.
—¡Me lo arrebatas todo! ¡Incluso a ella!
Actuó sin pensar. Lo empujó con violencia. Eloy, sorprendido, cayó hacia atrás… y su cuerpo chocó contra la boca abierta de la chimenea.
Las llamas se aferraron a él como brazos rabiosos.
—Julio… —dijo Eloy, mientras el fuego empezaba a devorarlo—. No te odio.
El artesano se quedó inmóvil, horrorizado.
—Te… te perdono —continuó Eloy, con la voz quebrándose en chasquidos de madera al arder—. Gracias… por darme vida, aunque… aunque fuera solo… un instante.
La luz del fuego iluminó el rostro de Julio, que ahora veía, por primera vez con claridad, lo que había hecho. Comprendió entonces el monstruo en que se había convertido.
Un sollozo le escapó del pecho.
—Eloy… perdóname. Te lo ruego. Perdóname…
Pero la figura ya se desmoronaba, consumida por las llamas.
Julio dio un paso adelante. Y luego otro. Hasta que el calor abrasador le alcanzó la piel.
—No puedo dejarte solo —susurró. Y se arrojó a las llamas.
A la mañana siguiente, cuando la tormenta amainó y Clara bajó al taller, encontró solo cenizas.
Aquel momento, de forma sutil, cambió la realidad de Móstoles.
Se oye decir a los ancianos del lugar, que desde entonces, en algunas noches en las que el frio es insoportable y hay que refugiarse al calor de la hoguera, se escucha entre las llamas un susurro suave que a veces, se convierte en un grito de auxilio. Algunos creen que es el eco del milagro que una vez ocurrió allí. Quizá es la culpa de un hombre que amó demasiado y de su creador que no pudo soportar la perfección de su propia obra.
Pero quienes conocen la historia, la verdadera historia, aseguran que en Móstoles, en un tiempo remoto, nació un ser de madera que vivió apenas unos meses… pero dejó una huella que jamás será apartada de nuestra memoria.
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