Nueva columna semanal sobre otro relato muy poderoso en todos los sentidos. Móstoles Insólito: Relato 54. Ana, ve con el corazón

Ana estaba a punto de cumplir dieciocho años y, aunque había vivido casi toda su vida en un pequeño pueblo de la zona de Las Hurdes, llevaba un par de años instalada con su familia en Móstoles. A veces, cuando despertaba en su habitación del piso nuevo, creía escuchar el murmullo del arroyo de su antigua granja, pero enseguida el rumor de los coches y el zumbido eléctrico de la ciudad le borraban la ilusión.

Echaba de menos su hogar, incluso ahora que veía. Quizá, sobre todo, ahora que veía, ¿o no era del todo así?

Pero para entenderlo, había que volver al principio.

En aquellos años en Las Hurdes, Ana vivía rodeada de un paisaje que para ella era más real, más nítido que cualquier fotografía. Aunque había perdido la vista con apenas dos años debido a un virus, había aprendido a orientarse con soltura entre los castaños, las zarzas y los muros de piedra. Su familia vivía en una casa grande, de vigas antiguas y chimenea siempre encendida. El terreno que la rodeaba era casi un mundo entero: árboles frutales, un huerto generoso y un pequeño espacio donde gallinas, ovejas y un par de vacas campaban casi libres. Proveían a los tres de huevos, leche, lana y, en contadas ocasiones, carne.

—Hoy pondrán huevos al amanecer —decía Ana cada tarde, mientras acariciaba el aire con la intuición de quien conoce cada sonido—. La gallina grande está inquieta.

Su padre, Alberto, sonreía.

—Eres mejor que cualquier veterinario, hija.

Ana reía con esa risa suave y luminosa que hacía que su madre, Nerea, dejara de preparar el pan solo para escucharla.

La familia era casi autosuficiente. Apenas dependían del mundo exterior. Tenían un pozo que nunca se secaba y un pequeño huerto solar que el propio Alberto había montado con tutoriales que veía en internet cuando la conexión le permitía cargar los vídeos. A Ana le encantaba escucharle explicarlo:

—Estas placas nos dan para la nevera, la luz y un poco más… Lo justo para vivir tranquilos.

Eran felices así.

La noticia que lo cambió todo llegó una tarde fría de noviembre. Alberto estaba sentado en la cocina, intentando leer en su viejo móvil una publicación que tardaba en cargar. La conexión iba a trompicones.

—¿Qué pasa? —preguntó Nerea, dejando la cuchara de madera sobre la encimera.

—Algo insólito… Una empresa de por ahí arriba, de Finlandia, ha abierto una clínica en Móstoles —leyó Alberto lentamente—. Dicen que pueden devolver la vista a ciegos de cualquier tipo… por implantes neuronales y cosas de inteligencia artificial. Que ya han hecho pruebas y funcionan.

Nerea se quedó inmóvil.

—¿Devolver la vista… de verdad?

Ana, que estaba ordenando las cestas de la despensa guiada por el tacto, giró la cabeza.

—¿Estáis hablando de mí?

Alberto tragó saliva.

—Bueno… hija, parece una locura, pero… dicen que lo imposible ya no lo es tanto. Que en 2030 esto es realidad.

Hubo un silencio largo que ninguno sabía cómo romper.

—Papá —dijo Ana al fin—, no quiero que sufráis por mí.

—No se trata de eso —respondió Nerea acercándose a acariciar su mejilla—. Solo, que si existe una oportunidad, aunque sea pequeña, deberíamos considerarla.

Esa noche casi no durmieron. La conversación se repitió una y otra vez durante semanas. Peso, dudas, esperanza, miedo. Hasta que un día, sentados los tres a la mesa, Alberto lo dijo con toda la convicción del mundo:

—Vamos a intentarlo. Venderemos la granja, las tierras… todo. Y nos iremos a Móstoles. Si hay una posibilidad para ti, la seguiremos.

Ana lloró. No sabía si de alegría o de miedo. Quizá ambas.

La venta fue dura. Ver partir las ovejas, los árboles frutales dejados en manos de otros, el huerto que tanto habían trabajado… dolía. Las despedidas con los vecinos fueron un desfile de abrazos y silencios.

—Volveréis, ya lo veréis, seguro que volveréis — les dijo su vecino el viejo Melchor —

El viaje a Móstoles fue casi un salto al vacío. Al llegar, la ciudad se levantaba como una colmena inmensa y gris. Edificios altos, calles de ruido constante, luces artificiales incluso a pleno día. Ana no podía verlo aún, pero lo sentía.

—Huele… diferente —murmuró—. Como a llantas y a metal.

Nerea le apretó la mano.

—Nos acostumbraremos, ya lo verás.

El piso donde se instalaron era pequeño, un cuarto sin apenas luz natural. Los vecinos entraban y salían sin saludar, las paredes vibraban con las televisiones de los vecinos, y el ascensor traqueteaba como un viejo arado. Todo contrastaba con el silencio amplio de su antigua vida.

El día de la operación, Ana temblaba. El Dr. Altman, un hombre alto, de voz profunda y ojos muy claros, la recibió con una calma que casi hipnotizaba.

—Ana, lo que vamos a hacer es complejo, pero los resultados han sido muy positivos. No tienes por qué tener miedo.

—No sé si tengo miedo —respondió Ana—. Solo… estoy deseando saber cómo son las cosas que siempre he tocado o imaginado.

Nerea la abrazó antes de que entrara en el quirófano, y Alberto le susurró:

—Pase lo que pase, estaremos contigo.

La operación duró horas. Cuando despertó, sintió dos manos cálidas sujetándola.

—¿Ana? —preguntó su madre con voz quebrada.

Ella abrió los ojos lentamente. Un haz de luz la deslumbró. Todo era borroso, como si el mundo estuviera hecho de agua. Luego, poco a poco, las formas fueron creciendo, tomando contorno. Vio dos siluetas. Y después, vio algo más.

Los ojos de sus padres. No tardó en llorar. Ellos también.

Las primeras semanas fueron un torbellino. Ana veía colores por primera vez, sombras, objetos, rostros. Se maravillaba de sus propias manos:

—No sabía que fueran así… me las imaginaba diferentes.

Hubo momentos hermosos: ver a sus padres sonreír por primera vez, distinguir la lluvia cayendo tras la ventana, observar las luces cambiantes del tráfico.

Pero también llegaron otras sensaciones. La ciudad era demasiado estresante. El ruido constante la agotaba. El cielo siempre parecía gris. No podía ver estrellas. Los edificios eran rectángulos interminables, duros, feos. La gente caminaba deprisa, con caras tensas. No había campo, ni gallinas, ni silencio, ni agua corriendo a través del arroyo.

Una tarde, tras caminar por el barrio, se lo confesó a su madre:

—No me gusta esto, mamá. No sabía que ver pudiera llegar a dolerme.

—Es normal —respondió Nerea, intentando sonreír—. Te estás adaptando. Date tiempo.

Pero Ana sabía que no era adaptación. Era ausencia. Era nostalgia. Era pérdida.

La cabalgata de Reyes llegó el 5 de enero. Sus padres insistieron un poco para que salieran los tres.

—Te gustará —dijo Alberto—. Es muy vistosa.

Pero para Ana fue un golpe. Las carrozas estaban llenas de luces agresivas, los disfraces eran chillones, artificiales. Todo parecía una parodia. El rey Baltasar era un señor pintado de negro. No vio magia, solo vio ruido y un inmenso vacío.

Esa noche, ya en casa, se sentó a la mesa y escribió una carta breve, directa, sincera:

“Queridos Reyes Magos, daría mi vista por volver a mi antigua vida en Las Hurdes.”

Dejó la carta junto a un plato de dulces y un vaso de agua para los camellos y de acostó.

Durante la noche escuchó ruidos en el salón, pero no se levantó. Se acurrucó bajo las mantas y se obligó a dormir.

A la mañana siguiente, Ana despertó y abrió los ojos. Y no vio nada. Todo era oscuridad.

Pero entonces escuchó algo. Lejano, suave, familiar. Era el  cacareo de las gallinas.

Se incorporó de golpe. El corazón le latía con fuerza. Volvió a oírlo: el murmullo del arroyo atravesando la granja, el ladrido de los perros, el crujir de las briquetas de madera de encima con ardiendo en la chimenea.

Ana se levantó temblando, avanzó a tientas hacia la ventana y subió la persiana. No vio el sol, pero sintió su calor a través del cristal. Su pecho se llenó de aire, de una paz que hace parecía hacer perdido.

Bajó corriendo las escaleras de castaño, sintiendo cada peldaño conocido bajo sus pies. En la cocina, escuchó las voces de sus padres conversando.

—Mira, Nerea —decía Alberto—, he leído en Facebook que han abierto una clínica en Móstoles. Dicen que pueden devolver la vista.

Ana sonrió. Avanzó despacio hasta la puerta.

—¿Qué día es hoy, papá? —preguntó con voz temblorosa.

Alberto se giró sorprendido.

—Seis de enero, Ana. ¿Te encuentras bien?

Ella respiró hondo.

—Mejor que nunca.

Se acercó a ellos y, con un gesto suave, tomó sus manos.

—Olvidad lo que habéis leído. No lo necesitamos. Estamos bien aquí. Yo… no puedo ser más feliz.

Sus padres se quedaron en silencio, emocionados.

—¿Os parece —continuó Ana con una sonrisa enorme— si esta noche, antes de cenar, salimos un rato al prado a ver las estrellas? Bueno, vosotros las veis… y me contáis, como siempre, cómo está el cielo sobre nuestra aldea.

Alberto la abrazó fuerte. Nerea también.

Después Ana dejó caer un susurro que parecía acariciar el mecer al mismo aire:

—Ya sabéis que no necesito ojos para ver… porque yo veo a través del corazón.

Y así, en esa Navidad distinta, en ese círculo perfecto tejido entre la realidad y la magia, Ana volvió al lugar donde siempre había sido feliz.

Y aunque el mundo nunca sabrá qué ocurrió realmente aquella noche del 5 de Enero, para ella estaba claro: los Reyes Magos, a veces, no traen regalos nuevos. Traen de vuelta lo que nunca debimos perder.

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