Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 7. La penúltima decisión de Anuk
Un cielo plomizo y unas verdes colinas le dieron la bienvenida a las bucólicas calles de Meridhausen, la ciudad suiza donde la futurista cápsula Sarco se erguía en la sede de una asociación que remaba a favor del suicidio asistido.
Anuk, un joven de Móstoles, no estaba en paz y, ahora frente a aquella cápsula, sentía que el peso abrumador de su dolor, una losa de piedra que aplastaba su alma, por fin se liberaría. Con el corazón latiendo desbocado, se acercó al dispositivo, observando sus curvas elegantes y un minimalista panel de control que parecía susurrarle la libertad que tanto anhelaba. Sin mirar atrás, cruzó el umbral, decidido a acabar con todo.
El interior era frío y austero, una cripta de plástico que reflejaba el eco de su soledad. Se sentó en la silla acolchada, y un escalofrío recorrió su espalda al cerrar la puerta detrás de él; un fugaz arrepentimiento se posó levemente en su conciencia, pero brevemente se esfumó. El universo ya había sellado su destino en aquel ataúd de diseño.
Un pequeño manual de instrucciones, apenas una cuartilla de papel, era suficiente para manejar aquel dispositivo.
“Acomódese y pulse el botón”, así de simple.
Su mano tembló mientras contemplaba el pulsador. En ese instante, esperó que una voz tenue en su mente le susurrara que tal vez había una salida; no pasó. Con un suspiro profundo y un corazón que latía como un tambor de guerra, presionó el botón.
La cápsula emitió un zumbido suave, y la cámara lentamente se llenó de un gas incoloro que prometía liberarlo de su tormento. Al principio, Anuk sintió una extraña relajación, como si flotara en un mar de calma. Sin embargo, en lugar de la paz que había esperado, comenzó a experimentar una sensación escalofriante, como si su cuerpo se desvaneciera en el aire. La realidad se distorsionaba a su alrededor, y un pánico indescriptible se apoderó de él.
—¿Qué está pasando? —gritó. Su voz resonó en la cápsula solo para perderse en el vacío que lo rodeaba.
El gas debía inducir la hipoxia, pero algo había salido mal. Y Anuk estaba atrapado dentro de la cápsula, debatiéndose entre la vida y la muerte. El tiempo se dilató, convirtiéndose en un monstruo que devoraba su voluntad. No sabía si habían pasado minutos u horas. Su cuerpo se sentía pesado, y su mente se desmoronaba en un torbellino de colores y sonidos que se entrelazaban en una danza funesta. En un último intento por escapar, buscó algún botón de emergencia, pero no lo encontró.
Finalmente, el gas cesó, pero el daño ya estaba hecho. La puerta se abrió de golpe, y Anuk cayó al suelo, jadeando.
Un grupo de personas que había estado observando, a unos metros, se acercó rápidamente, horrorizada por su estado. La visión se le nubló y los rostros se mezclaron en una confusión de luces y sombras; como un cuadro de Dalí, su mente se deshacía súbitamente.
—¡Llamad a una ambulancia! —gritó una mujer.
A los pocos días, Anuk despertó en un hospital. Su cuerpo estaba inmóvil, atrapado en una cama que se sentía más como una prisión que como un refugio. El diagnóstico era devastador: daños cerebrales irreversibles. Anuk había estado a un paso de la muerte, pero la cápsula no había cumplido su promesa de liberación. En su lugar, había dejado su mente atrapada en un laberinto de confusión y desesperación. Él seguía vivo, pero su esencia, su yo, se había desvanecido para siempre. Estaba atrapado en su propio cuerpo, y el mundo exterior seguía girando sin él, como un vinilo negro que nunca se detenía.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Anuk, que había deseado la muerte, ahora anhelaba la vida. Las pequeñas cosas que antes le parecían insignificantes se transformaron en un tormento insoportable: ver a otros reír, escuchar música, sentir el sol en su piel. Todo, absolutamente todo, era ahora un recordatorio punzante de lo que había perdido. Se dio cuenta entonces de que había tomado una mala decisión, la penúltima de su vida, y ahora debía enfrentarse a la última: asumir su inexorable error.
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