Nueva columna semanal sobre una época del año muy significativa para nosotros. ¿Quién anda ahí? Móstoles. Aquellos diciembre
Reza una sabia reflexión popular que acudimos al pasado para escapar del presente. Hay quien huye al futuro, incluso —añado. Lo cierto es que, pese a que el presente es lo único que tenemos, como diría Gonzalo Torrente Ballester, el pasado forma parte de quienes somos hoy y es parte intrínseca de ese presente. Llegar a los tiempos navideños que comenzamos a vivir cada año con mayor antelación y urgencia, últimamente me lleva a rememorar navidades pasadas, máxime este año, sin saber bien la razón. Nos recuerdo a todos los chavales preparando los exámenes de la primera evaluación, la primera estación donde uno se baja del tren de ensueño que era el colegio en septiembre para atender preguntas difíciles sobre cuestiones que has debido aprender durante los tres meses iniciales de ajetreo escolar. Todos lo suponen y parecen querer asegurarse de que así es, efectivamente. Dejas de pasar desapercibido para encontrarte en primera línea de fuego. Al tiempo, se prepara el concurso de villancicos y de christmas y los actos escolares previos a las vacaciones de Navidad. Primera evaluación y primeras vacaciones, todo de la mano. Si nos sometieran a ese estrés ahora, no sé si libraríamos la batalla de forma desairada.
En aquellos tiempos había rutas escolares que nos llevaban a casa. Nos sentábamos con nuestros amigos y nos creíamos mayores de lo que éramos. Resulta llamativo que nunca dejemos de hacer eso: sentirnos mayores de lo que somos. Nos despedíamos al bajar del autobús y caminábamos de regreso a casa. Sabíamos que allí estaba mamá con la comida preparada y que apenas disponíamos de algo más de una hora antes de regresar al colegio. El invierno siempre me produjo bienestar emocional y espiritual y entrar de niño en la cocina tras dejar las cosas en la habitación de vuelta del colegio, oler el guiso caliente acabándose de hacer en el fuego y ver a mi madre atareada en mil labores, me producía un bienestar indescriptible; es la mayor sensación de hogar que he sentido jamás. Si hubiera posibilidad de revivir aquellos días, la hubiera abrazado siempre al llegar a casa. Tardé demasiado en aprender la importancia de un abrazo, más aún como ese.
La entrada de diciembre en nuestros días nos hacía pensar en todo lo que conllevaba ese mes. Pronto llegarían las compras de dulces, la colocación de adornos, los villancicos en el tocadiscos que hizo mi padre con diversos componentes electrónicos, las cenas familiares, tan distintas del resto de cenas, los paseos y los regalos. Emocionaban más aquellas vacaciones que las estivales, aquellos días en medio del curso escolar que su finalización. Guardo una imagen curiosa en mi recuerdo: mis padres compraban muchos dulces porque éramos familia numerosa y, a decir verdad, lo normal era que acabáramos en apenas dos días con dos bandejas repletas de turrones, mazapanes, almendras y piñones azucarados y uvas pasas. Un año compraron tantos dulces —o eso le pareció a aquel niño que era yo— que, al guardarlos apilados en el armario del salón simulaban un muro infranqueable tras el cual debía estar, sin duda, el gran tesoro. Alimentábamos el hábito de la curiosidad hurgando a escondidas en los lugares donde sospechábamos que podían ocultarse los mayores misterios de aquellos días repletos de sorpresas. Así, abríamos aquellas puertas y nos encontrábamos con aquel muro alzado con los ladrillos de dulces que parecían las cajas de turrón y mazapán apiladas.
La tarde de adornar el árbol y decorar el salón con villancicos sonando de fondo en el tocadiscos o en el reproductor de casetes era un momento verdaderamente especial, pese a que mis hermanas lo acapararan todo. Todo aquel ajetreo hablaba del instante en que se inauguraba la temporada de navidad. Una temporada que se vivía con más valores. Todos queríamos ser algo mejores y nos contagiábamos en cierto modo de la paz y la alegría que transmitía el ambiente. Las casas, los comercios, las calles, las plazas… Caminábamos por la avenida de la Constitución como si viviésemos en la ladera y bajásemos al pueblo de tarde en tarde. La calle Miguel Ángel en que vivíamos era un sitio bastante retirado entonces y debíamos cruzar campo a través y emprender una caminata. La ilusión de llegar a la plaza de Pradillo a disfrutar del ambiente de los puestos, las luces y las decoraciones, y del gentío. Había algo en aquellos tiempos que nos hacía disfrutar de corazón, algo que nos alborozaba el alma. No se trata solo de ver aquellas fiestas con ojos de niño sino de algo más. Había ilusión, inocencia y cierta ternura en los mayores.
Hay momento en que temo haberme convertido en el Sr. Scrooge. Sucede con excesiva facilidad si uno se descuida. Ha llegado un punto en el que es comprensible que nos suceda. Ebenezer recibió la visita de tres fantasmas del tiempo, los tres fantasmas que, en el fondo, presiden nuestras vidas, nuestra inquietud y nuestros anhelos, nuestros temores y nuestras confianzas. Los encuentros familiares no son lo que eran en algunos aspectos y es comprensible porque la atmósfera ha cambiado sustancialmente y nada tiene que ver con nuestras referencias. Los turrones de entonces se reducían a tres: el de Jijona, el de Alicante y el de caramelo. Hoy existe una variedad casi infinita de tipos y sabores. El turrón de caramelo, que era mi preferido, es difícil de encontrar y el de Jijona, que le encantaba a mi madre, cuesta también lo suyo. Esta es la imagen que me parece más visual: antes había más con menos, se disfrutaba más con menos y nos conformábamos más con menos. Puede decirse que había más color viviendo en blanco y negro.
Quién puede decir lo que es mejor o peor. Ni los de ahora han vivido lo de antes ni los de antes vivimos lo de ahora. Solo nos queda aceptar cada presente y procurar formar parte de él con lo que somos y con lo que no. Hoy podemos disfrutar del Navipark, no apto para misántropos, aunque puedan disfrutar igualmente de él. Es posible encontrar en el presente la ilusión y la paz que nos reconforta pese a que los tiempos y el ambiente puedan resultarnos —y nos resulten— adversos. Lo mejor del tiempo pasado es la impronta que deja en nosotros, toda aquella inocencia y alegría que hoy podemos proyectar en nuestro entorno más cercano; en nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros vecinos y nuestros conocidos. No es tarea sencilla, soy consciente de ello; puede resultar como comenzar a cantar en medio de un sepelio o vestirse de manera informal en un acto solemne. Solo que, a poco que saquemos espíritu, el efecto se multiplica volviendo la sala a su ambiente más genuino. Eso tiene el hogar de calidez y ternura, el sentimiento que ponemos en lo que hacemos, el deseo de hacer sonreír, de tener la comida caliente preparada y ofrecer un abrazo a tiempo.
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