Nueva columna semanal entorno a la propuesta Telebiblioteca en el municipio. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Biblioteca a domicilio 

Si bien este deseo no pertenece al mundo de los sueños sino más bien al mundo de las ideas amables, son varias las épocas de mi vida en que me hubiera gustado ejercer como lector. Aún hoy, asegurado el hogar definitivo de tal deseo en el mundo de las ideas amables y descartada, por tanto, su materialización en el mundo de los hechos, sigue agradándome la idea de ejercer profesionalmente como lector: llegar a casa de Eugenia, una mujer mayor que vive sola en un piso espacioso, que emigró a Francia de chiquilla y ejerció como asistenta en una lujosa mansión, donde tuvo que dar a luz en el cobertizo con ayuda de sus compañeras para que los dueños no se enteraran de su estado y la despidiesen, lo que habría supuesto una catástrofe no solo para ella sino para la familia que mantenía en España durante la posguerra, y que tampoco podían enterarse del nacimiento del niño, muerto antes de ver la luz; llegar a casa de Eugenia y acceder al salón ordenado en lo posible, acomodarme en el sofá mientras ella se asienta en el sillón con sus pequeñas gafas colgando del cuello, y proseguir la lectura en el punto en que la dejamos el día anterior, con el vaso de agua ya dispuesto sobre la mesa baja del centro. Al acabar, acercarme a casa de Antonio, que gusta de narraciones históricas y está encantado con Quentin Durward, la célebre novela de Walter Scott que tenía pendiente de lectura desde sus treinta años y que no pudo realizar por el tiempo que debía dedicar al trabajo para mantener la familia y pagar los estudios de Sarita, que ahora no le visita mucho por el mismo motivo, porque ha de trabajar y mantener a sus dos hijas, que ya se encuentran en edad escolar. Una hora de lectura da la vida. Me imagino en los trayectos entre casas, incluido mi hogar, preparando las lecturas y cada hora en mi mente, y sintiéndome en armonía con mis deseos naturales, satisfecho con el trabajo que realizo cada día. Ojalá la vida y las personas fueran tan sencillas como en los dibujos animados de plastilina. Podría ser Pat, el cartero, pero leería por las casas o incluso en actos públicos celebrados en librerías y bibliotecas, en lugar de repartir el correo cada día entre los vecinos. La lectura y el correo son dos profesiones similares. De hecho, podría leer las cartas que les escribiesen sus hijos o los familiares lejanos, si éstos lo hicieran. Quizá acabase siendo esa voz interior que suena en la mente al leer en silencio, una voz a la que consideramos amiga por algún motivo insospechado. La voz de Eugenia o de Antonio. Pensar en sustituir su voz interior de lectura por la mía externa me confunde por ser una idea a medio camino entre el generoso préstamo de una voz y la usurpación despiadada de la propia voz de lectura. Todo sería la percepción del oyente priorizando la narración más allá de la voz que la lee y la voz interior nos acompaña toda la vida. Se disipa así mi confusión en la certeza de estar revitalizando su propia voz, más bien.

Estas disquisiciones no llegan a puerto porque, si alguna vez la profesión de lector estuvo valorada, hace demasiado tiempo que dejó de estarlo y se abandonó en el oscuro pozo del olvido, soterrado por el pragmatismo creciente de usos y hábitos que se renuevan a un ritmo frenético con recientes comodidades tecnológicas. De seguro que sería mirado con extrañeza al confesar mi profesión de lector y aún con mayor perplejidad de lo que soy mirado ahora al descubrirme como escritor. Nadie concibe que alguien pueda dedicarse profesionalmente a leer para otras personas y pocos desean que venga otro a leerles un libro ni, menos aún, cartas personales que hayan podido recibir, sobre todo en tiempos en los que apenas escribimos con nuestra propia caligrafía. Nadie se pregunta por los lectores con dificultades para leer como podían hacerlo, nadie por las personas que, deseándolo, no pueden acudir a una biblioteca para retirar y devolver libros, esa tarea y esos trayectos tan afectados de un encanto insólito, si bien alguien ha debido preguntarse por estas últimas, recordando el servicio de Telebiblioteca que funcionó durante una época en Móstoles y que acaba de volver a ponerse en funcionamiento. Vi pasar la furgoneta hace unos días y no pude evitar sonreír y dejar aflorar esa inquietud lectora que permanece en el mundo de las ideas. El servicio se ha implementado para usuarios mayores de setenta años o con una discapacidad del treinta y tres por ciento o superior, que pueden disponer del servicio de préstamo de libros en su propio domicilio. Claro que requiere del uso de comodidades telemáticas y electrónicas, en ocasiones reñidas con las propias capacidades, dando por sentado que estos usuarios disponen de compañía familiar que pueda ayudarlos en la labor, pero no deja de ser una buena nueva, un servicio que aporta calidad de vida y que, en mi opinión, habla del carácter de una sociedad.

Leer estimula las capacidades cognitivas y fortalece la salud mental, abre nuestra mente y estimula nuestro ánimo. En un mundo donde proliferan los gimnasios, convertidos en templos de culto al cuerpo, olvidamos la aún mayor importancia de cultivar la mente, el conocimiento y el corazón. Permitir que las bibliotecas vayan al domicilio de quien, deseando hacerlo, tiene alguna dificultad física para acudir a ellas muestra el interés por promover la lectura y, con ella, la cultura. Pensar en el acceso de las personas mayores y con discapacidades físicas a las bibliotecas, a los libros, a la lectura, es pensar en un sector de la población olvidado en lo común.

Hemos podido conocer que la Unidad de Hospitalización a domicilio del Hospital de Móstoles ha incrementado su actividad y que los hospitales de Móstoles dispondrán de tratamiento oncológico a domicilio. Bibliotecas y hospitales acudiendo al domicilio de las personas necesitadas de estos servicios son sucesos que, si bien pueden pasar inadvertidos para la mayor parte de la población que camina por las calles de un lado a otro sin mayor inconveniente que los horarios y las prisas, resultan vitales para la calidad de vida de las personas que ya no pueden transitar tan desahogadamente y sin impedimentos físicos de consideración. La vejez y la enfermedad parecen no ser bien recibidos en una sociedad volcada en sus habitantes jóvenes, sanos, «productivos» y con recursos. Cuando la sociedad pone atención a las personas incapacitadas en cierto grado por edad o por salud, crece su calidad y se desarrolla humanamente en el mejor sentido.

Facilitar el préstamo de libros a domicilio cambia la vida de estas personas aportándolas no sólo conocimiento y entretenimiento sino esperanza, moviéndolas a sonreír como hice yo al ver pasar hace unos días la furgoneta de la Telebiblioteca por las calles de Móstoles. Imagino todas esas voces interiores de lectura reanimándose en nuevos textos, moviendo emociones con cada palabra sentida en el desarrollo de una narración magistral o en la inmersión en unos versos intensos. Imagino entusiasmadas y esperanzadas a aquellas personas, esperando ya la llegada del nuevo libro escogido tras acabar el último. La pasión de las personas no debería decrecer en el tiempo sino perdurar en los días, darnos vida con cada latido y cada palabra; no debería mellarse con la afección sino cuidarse de mantener la esperanza y de continuar leyendo un día más. Celebro el regreso de este servicio a domicilio y de la atención puesta en el cuidado de estas personas, pues les aporta una vida esencial y el cálido abrazo de los libros acercados a sus manos para deleite de su voz interior y de sus sentimientos.

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