Recuerdos y reflexiones sobre el paso del tiempo y los cambios en la vida cotidiana. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Desiertos y ciudades

Paseando por las calles semidesiertas en estos días, suelo detenerme con más calma en estos pensamientos que se tiñen de nostalgia, si bien ésta no llega a impregnarlos por completo. No son las calles únicamente, sino las personas y sus hábitos, las costumbres y el ambiente, el aire que se respira; todo aquello, en fin, de lo que uno forma parte.

Estas calles de agosto dan para echar de menos a las personas que se han marchado a disfrutar de unos días de asueto y a aquellas que no han de volver a este plano existencial; dan, incluso, para echar de menos a personas que no conoces, que puedes o no ponerles cara. El trasiego común de los que van y vienen, de las personas que cruzan a nuestro paso y de las que luego recuerdas su vestido, su peinado, su manera de caminar o la expresión de su rostro. Recorro calles que no existían en mi infancia, ni en mi adolescencia ni en mi juventud ni en parte de mi adultez.

Dentro de mí sucede algo similar a lo que me ocurre en algunas ruinas y castillos: cierro los ojos y trato de sentir aquel lugar en aquella época, aquella sociedad, aquellas costumbres… y, por un momento, soy uno de esos humildes y desvalidos ciudadanos. Ya aquí y ahora, puedo remembrar otros tiempos en que el niño que era entonces pisaba aquel suelo y corría por aquel terreno agreste de las afueras de la capital. No el de las ciudadelas y los castillos sino el de la avenida de los Abogados de Atocha, por ejemplo, o el del campo que cruzábamos desde Echegaray hasta Simago, junto al puesto de la Cruz Roja que marcaba el inicio del pueblo para nosotros, o el del campo a través que comenzaba en el parque de Andalucía y se extendía hasta la maltrecha autopista de apenas dos carriles.

Más allá de ella, proseguía hasta Villaviciosa. En ocasiones, observaba de lejos el horizonte, antes de llegar a la autopista incluso, porque era peligroso acercarse a ella, y exclamaba: «¡Mira, aquello es Villaviciosa!». Los Rosales y su polígono industrial ocultan ese horizonte, la autopista ya no puede cruzarse a pie y la avenida de los Abogados de Atocha cubre de urbanizaciones las antaño tierras desiertas en las que podías perderte y sentir el aire. Recorro aquellos lugares por los que caminan gentes distintas, inclusive yo soy distinto.

Los mayores eran más respetados, los jóvenes quedaban en pandillas y los amigos se llamaban al telefonillo cuando no planificaban los encuentros al despedirse: «Entonces, el jueves a las cinco en los multicines». Nadie hacía deporte por la calle, algún fiel a su disciplina o algún equipo practicando fuera de las instalaciones habituales. Lo corriente era ver a las pandillas con el pitillo y las birras, reunirse en los parques con las litronas y sacar a pasear al loro (la música en la calle siempre ha sido una constante vital).

La figura del malote se encontraba más marcada. Tenían una Puch, llevaban vaqueros ajustados, andaban como si sus pies rebotaran en el suelo y llevaban la espalda algo encorvada. Tenían sus momentos de ternura al hablar con las chicas, sin perder el toque de rebelde sin causa. Hoy pasan más desapercibidos, no tienen un estilo marcado y carecen de esa personalidad arrolladora que cautivaba incluso a los más temerosos.

No es solo nostalgia. Pese a que cualquier tiempo pasado pueda haber sido mejor, no lo ha sido en todos sus aspectos, como tampoco los tiempos modernos son peores en todas sus caras. Resulta demasiado sencillo y atractivo obviar la fortuna que supone atravesar las épocas y olvidar la importancia de vivir cada una con la misma intensidad con que comenzamos a vivirlas en nuestra infancia y en nuestra juventud. Entonces, todo era nuevo y hoy viene todo de lejos.

Las personas nos hemos aislado más los unos de los otros, ya no necesitamos comunicarnos entre nosotros porque tenemos un buscador en internet o podemos ojear las redes sociales. Antes de las nuevas tecnologías, existía la necesidad de relacionarnos y comunicarnos socialmente, dando la cara y a cuerpo descubierto. Se supuso que estas nuevas tecnologías potenciarían esas relaciones.

Sin embargo, no ha sido del todo así. Los niños no necesitan preguntar la hora, ni siquiera hay horas de regresar a casa, nadie escribe cartas y las deposita en Correos y nadie llama a los telefonillos para que bajemos un rato a la calle. Sí, nada de esto ni de otras muchas cosas existe ya. Camino por las calles y veo a las personas caminar sin rumbo con la decisión de un tren que avanza sobre raíles a velocidad media y la insensatez de hacerlo sin vía ferroviaria alguna.

Nos creemos todo lo que dicen y todo lo que vemos y hemos dejado de cuestionar y de hacernos preguntas, no deseamos conocer ni ir más allá. Ese apetito también quedó sepultado por las urbanizaciones y las nuevas calles, las nuevas políticas y culturas y los nuevos hábitos. Y, sin embargo, veo a aquellos jóvenes crear familias en las urbanizaciones crecientes. Comienzan una vida de responsabilidades y son los que cuidan de los mayores (quiero pensar que lo hacen). Tenemos el privilegio de observar a las generaciones sucederse. Hablo con personas que no habían nacido cuando yo tenía veinte años y me parece, en ocasiones, una cuestión de magia.

La perspectiva nos eleva en una suerte de visión reveladora sobre la esencia de la vida y sobre la evolución. No cabe cuestionarse sobre dicotomías, acerca del bien y del mal, porque sencillamente es distinto. Nuestros padres nos hablaban de la guerra y de los tiempos del hambre, muchos abuelos vivieron el final de siglo como algo impensable, mejor en algunas cosas, peor en otras. Sus pensamientos se teñirían de nostalgia, igualmente, en tanto nosotros, ignorantes de su inmensa valía, obviábamos aquellos pensamientos.

Hoy somos aquellos padres y aquellos abuelos, nuestros pensamientos, sentimientos y emociones, son obviados en el desconocimiento de su enorme valor. Así se sucede la vida; con algo de suerte, algunos pensamientos ajenos calan y prevalecen en vidas recientes, y les muestran una guía de valores y comportamiento, les enseñan a tener esa perspectiva que nos eleva y nos permite sobrevolar las nubes y contemplar la tierra poblada.

Mediados de agosto, las calles semidesiertas comenzarán a repoblarse de nuevo con el regreso de quienes han podido disfrutar de sus viajes y escapadas. Llevará unos días habituarse a la rutina cotidiana y todo volverá a su ser con la locura de septiembre. La plaza del Pradillo recobrará su efervescencia, los amigos se reencontrarán hablando y presumiendo de sus días estivales, y planificarán sus encuentros: «Te pongo un WhatsApp…». Las neveras se llenarán en el Mercadona en lugar de en el mercado de Goya, y las madres acudirán a sus trabajos y a desayunar con las amigas en lugar de ocuparse de las labores domésticas.

Nada será mejor o peor y la nostalgia siempre conservará un color sepia cuyos matices contrastarán con la actualidad sin desentonar. En algunas ocasiones, traerá tristeza y, en otros momentos, dibujará sonrisas. Así ha de ser, con independencia de la edad y las épocas. Hay algo cierto: cambian las apariencias, pero permanece la esencia. Nos comunicamos cuando deseamos hacerlo y lo hacemos antes con una persona que se encuentra a kilómetros de distancia que con aquel que se encuentra a dos manzanas. Y con aquél nos comunicaremos por medios digitales antes que llamar a su telefonillo para que baje un rato.

Pero, al final, nos comunicaremos y saldremos a la calle a recorrer aquellos lugares, nuevos y antiguos, envejecidos o reformados, que conforman nuestra historia y que nos hablan de sucesos emotivos cuya impronta labra nuestro espíritu. Todo aquello que es pasado, es presente. Si hemos vivido aquello, hemos de vivir esto para poder contarlo, para no hablar solo de aquello sino también de esto, que también pasará y habrá de dejarnos su impronta, siempre que lo permitamos. Caminar, sentir y vivir cada época, con intensidad.

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