¿Quién anda ahí? Móstoles: Diciembre

¿Quién anda ahí? Móstoles: Diciembre

Nueva columna semanal con una reflexión sobre el último mes del año. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Diciembre

Me impacientaba de niño, por estas fechas, esperar noticias sobre la tradicional llamada. Cuando, al fin, comenzaba a escuchar por casa que el tío Manolo había llamado para hablar con mi madre sobre la cena de Nochebuena, la impaciencia se transformaba en emoción como el vapor en agua. Ella hablaba con mi padre por la noche, al regresar del trabajo él y tras acomodarse en casa, quizá aprovechando su incursión en la cocina mientras ella preparaba la cena o tal vez acercándose ella a su improvisado despacho para hablarle de la conversación en tanto la cena acababa de hacerse. En todo caso, él solía permanecer callado sin apartar la mirada de lo que estuviera haciendo. Después, transcurrían días de incertidumbre esperando su decisión. Preguntábamos a mi madre cada día sin que ella pudiera aclararnos lo que haríamos esa Navidad. Ella acuciaba a mi padre en ocasiones porque debía dar una respuesta a mi tío, que necesitaba conocer el número de asistentes para organizar la logística, hasta que, al fin, llegaba el día en que mi madre podía respondernos y desatar nuestra emoción de alegría: habían confirmado nuestra asistencia al pueblo. Solíamos reunirnos en Casillas toda la familia paterna y eran dos o tres días en que podíamos disfrutar de las calles oliendo a leña ardiendo en los hogares, del frío y las carreras por la plaza y del esparcimiento con los primos y los familiares. Nos juntábamos tantos que nos repartíamos en varias casas para dormir. Aquellos olores, el aire fresco y el frío, el café y el chocolate calientes, los colores de las calles al anochecer, alumbradas por la tenue y cálida luz de las farolas, y nuestra inocencia e ilusión haciendo posible todo propósito de diversión, colmaban mi espíritu de una paz que entonces no podía definir ni identificar como tal, pero me procuraba bienestar y cierta armonía, y me permitía sonreír. Estos días de Diciembre me retrotraen a aquellos tiempos que, sin ser felices, nos procuraban felicidad.

Diciembre es el tiempo más anómalo del año. Nos procura alboroto y alegría hasta el agotamiento siendo los últimos días del año y significando, por tanto, el final de una etapa, al menos en cuanto se refiere al calendario. Su vida consta de dos fases claras. A saber, la previa al día veinticuatro, en la que el espíritu se dirige con entusiasmo hacia la Nochebuena y hacia el día de Navidad, gozando con los críos, la familia y la pareja de esos momentos mágicos, sentimentales y colmados de preciosidad. Tomar unos churros y un chocolate calientes tras una tarde en el Navipark o perdiendo los pasos por el mercadillo navideño o visitando el nacimiento municipal. Las bajas temperaturas nos reclaman abrigo y bufanda, y acercarnos más a la compañía querida para procurarle un calor que no solo habla de temperatura corporal sino de calidez humana, de sentimientos y de unión. Los niños corretean ilusionados y sorprendidos con las luces y el ajetreo. Los escaparates se visten de verdes intensos, de rojos y de blancos, con espumillones, duendes, elfos y Papás Noel, con campanillas, bolas navideñas y nieve artificial. Los comercios ocupan sus estanterías con juguetes novedosos sin menosprecio de los clásicos que conquistan el corazón. ¿Has sido bueno?, es la pregunta que más recorre el aire. Aunque no lo hayamos sido del todo, nos esforzamos en compensar el año siendo extremadamente buenos durante estos días.

El día siguiente a la Navidad comienza la segunda fase del mes y los días se precipitan al segundo hito, la Nochevieja. Acaba el año y todo son preparativos para despedirlo y brindar por el entrante, el recién nacido. ¿Qué harás después de las campanadas?, es la pregunta que define la vida en ese momento. Sin embargo, más allá del hito, se encuentran los días, los últimos días del año. No volverá a vivirse ese año y, de pronto, parece como si hubiera que decidir sobre los últimos días de una vida. Qué finalizarás este año y qué dejarás para el siguiente, qué comenzarás el uno de enero y qué dejarás atrás. Atravesar una puerta de futuro incierto, Alicia decidiendo qué puerta atravesar, sabiendo que aguardan caminos bien diferentes en el país de las maravillas. En el fondo, deseamos dejar atrás lo peor, proseguir con lo mejor e iniciar una etapa con nuevos objetivos y una vitalidad renovada. Quizá sea lo más probable que comencemos esa etapa durmiendo agotados y saturados, con resaca de la noche anterior y de los días que la antecedieron. Aquellos que la tomaron con calma, despertarán temprano y saldrán a pasear por las desiertas calles soleadas. La primera mañana del año siempre es soleada, los dioses nos conceden esa gracia. No obstante, sea como sea el despertar, no definirá nuestro año iniciado, que, lo más seguro, será como cada año, con sus altibajos y sorpresas, y con su devenir despreocupado de las medidas de tiempo y de los deseos humanos.

Ambas fases tienen en común los puestos de castañas asadas, la canela, el clavo y el cardomomo, el vino caliente y el jengibre, la naranja, la miel y el chocolate, las especias y la repostería recién horneada… y la familia y el amor que esconde, acentuado en estos meses de diciembre. Los abetos adornan las casas y guarecen a sus pies los regalos escogidos y envueltos con cariño. El aire se impregna de verde esmeralda, rojo rubí y azul zafiro, piedras preciosas que nos iluminan y que muestran nuestro ser natural. Si estás atento y dispuesto, incluso el niño interior que albergas en lo profundo y que llevas a pasear por estas sensaciones, recordando tiempos vividos y emocionado por los momentos presentes.

Diciembre se embarga de esta espiritualidad, de esta lluvia de sensaciones variopintas y de esa calidez que sonroja las mejillas al frío de la intemperie. Desearía que las casas tuvieran chimenea para escuchar crepitar la madera ardiendo en el hogar. Sentaría a la familia en torno a la lumbre para contar historias y disfrutar de la noche hasta consumirse las brasas. Tomaríamos tarta de manzana y dulces, y disfrutaríamos con algún juego entretenido. Desearía que los desconocidos pudiesen darse la oportunidad de conocerse, que tuviesen el atrevimiento de saludarse e intercambiar unas palabras amables, así como hacíamos de niños en el parque, acercándonos impulsivamente a otros niños para preguntarles o invitarles a unirse. Sin duda, Diciembre es el mes de los niños. Lo mismo da la edad que tengan o lo adultos que se consideren. Los últimos días del año pertenecen a esa inocencia, a esa emotividad sencilla, a la ilusión y la esperanza cogidas de la mano en una sonrisa o en una mirada tierna y brillante. Es la anomalía mayor de este mes: esa luz preciosa.

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