Reflexiones entrono a cambios y transformaciones del municipio mostoleño. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Espacio público
Algo de lo que se va privando la ciudad, en su constante crecimiento, es el espacio. Las calles y las aceras parecían más anchas antes en su mayoría, y parecía correr más aire por ellas de lo que ahora corre. Cierto es que avenidas como la del Dos de Mayo mejoraron en una renovación agradecida, pues transformaba una avenida destinada al tráfico de vehículos en una avenida ordenada para el tránsito de personas. Varias calles se rediseñaron con este fin, el de ampliar las aceras para mejorar la movilidad de los transeúntes. Sin embargo, con los años, se ha ido disponiendo improvisadamente de esta amplitud recobrada de las aceras e incluso del escaso espacio que aún mantienen muchas calles de Móstoles, y toda aquella atención urbana brindada a los viandantes en aquellos tiempos de finales del siglo veinte —no tan lejanos como parece—, se ha desviado a otros intereses, económicos en lo principal, que requisan por supuesta necesidad el espacio de las aceras, paradójicamente en beneficio de los ciudadanos que transitan por ellas, en muchas ocasiones con mayor dificultad que antaño.
Toda nueva zona se crea con amplios espacios y zonas verdes, de manera que, vista en los folletos publicitarios, resultan un reclamo para las nuevas generaciones ilusionadas en emprender un nuevo proyecto de vida. Alguna de estas zonas, residenciales mayormente, se diseñan con amplias aceras de las que una hilera de árboles sirve de linde con la carretera y los aparcamientos. Árboles que dan sombra, que crecen en altura y en cuerpo, sus ramas aproximándose a las ventanas de los edificios y atrayendo a aves de distinta índole (reza para que no sean de una especie invasora como las cotorras); y árboles cuyas raíces, en su crecimiento natural, levantan el pavimento a los pocos años. Son necesarios y bien recibidos, no obstante, incluso cuando se alzan en calles menos amplias y ocupan, con frecuencia, la mitad de la acera. No miremos a los árboles, sin embargo, ya que son un bien preciado y necesario en una ciudad, si bien no como un mero elemento decorativo.
La moda de las bicicletas y la necesidad que, algunos políticos y entidades sociales, sintieron de considerar moderna una ciudad con carriles-bici, contribuyendo (aún no sé bien de qué manera) al cuidado del medioambiente, no siempre tan natural como pensamos, llevó a la proliferación de estos carriles por toda la villa. El espacio del que se dispuso, claro, fue el de las aceras destinadas al tránsito de los viandantes, forzando una convivencia imposible, sobre todo por el desprecio y la falta de civismo que muestran la mayoría de los aficionados a los pedales sobre ruedas, pero también por la inadecuada ubicación de esos carriles en muchos tramos.
Los barrios, máxime en un país como el nuestro, disponen antes de un bar que de cualquier otro servicio social o, incluso, de cualquier otro comercio, y los bares enseguida rescataron de las costas la idea de una terraza al aire libre donde el cliente pueda disfrutar de su restauración con vistas al mar, amenizando, la brisa marina, la confortable sensación del momento. Así, las terrazas de los bares comenzaron a disponer del espacio de las aceras, incluso cuando el mar es sustituido por una carretera a escasos centímetros de la pata de la silla en la que puedas sentarte o mientras los viandantes no cesan de pasar rozando tu espalda. Al principio, parecía hacerse cumplir un reglamento sobre la disposición de espacios, pero nunca se ha puesto mucho interés en eso. Desde el mismo momento de conceder licencias imposibles, no parece mostrarse mayor interés ni atención que el recaudatorio.
Así las cosas, las aceras han dejado de ser un espacio para los viandantes, que han de sortear, en demasiadas ocasiones a un tiempo, los árboles, las terrazas, los carriles-bicis, los bancos y los excrementos caninos, cuando no a los perros, atados como caballos en el lejano Oeste, a la puerta de un comercio (si acaso no acompañan al dueño al interior de este). A esto hay que sumar la privatización de esos espacios públicos: bares como el actual Gastrobar (antes conocido como «el gallego», el de toda la vida), en la calle Mariblanca, o El Galeón, en la plaza del Turia, transforman una terraza en una ampliación del local y cada vez más bares y restaurantes cierran sus terrazas convirtiéndolas en una barata y rentable propiedad privada a costa de impuestos y espacios públicos. Las calles se convierten en terrazas y éstas en salones privados, y muchas de estas terrazas y «salones» disponen incluso del espacio natural de entrada y salida de un portal, como en Los Rosales, entre otras zonas, donde puedes chocar con un camarero al salir de un portal y el tránsito por las calles es toda una aventura, sobre todo, y aunque no solo, en los atardeceres de verano y hasta altas horas de la noche.
Los malos hábitos se hacen costumbre y las malas costumbres deterioran la convivencia. Nadie se detiene a organizar con sentido común, y de una manera equilibrada, las aceras ni se detiene a pensar en ello, me temo. Si tampoco los transeúntes reclaman un espacio que les es legítimo, cabe preguntarse por el motivo de estas líneas. Puede que dar voz a los que observamos el deterioro de estos espacios públicos sea un motivo; a las personas mayores que sortean con dificultad tanto obstáculo e inconveniente, a los minusválidos que han de hacerlo en silla de ruedas, a las personas cargadas con la compra y a las personas que, sencillamente, gustan de pasear y tomar el aire, y desearían hacerlo de manera tranquila, sin el estrés de tanto inconveniente. Puede que ponga voz a lo que llevo observando empeorar durante años en la ciudad, a menudo con indignación y resignación, unidas en un coctel de amarga digestión, con la certeza de que todo irá a peor mientras todo siga consintiéndose y normalizándose. Cuando quiera enderezarse el tallo de la planta, éste se encontrará ya viciado y no merecerá la pena acción alguna para enderezarlo. Estamos en ese punto del trayecto, el de la indolencia, la individualidad y la frustración. Quién sabe, cuando todo se reduce al punto de vista y, en estos casos, el del ciudadano de a pie no se considera determinante. Solo ha de darse un paseo por las calles. Eso sí, escogiendo las pocas que aún queden donde los espacios públicos para caminar nos permitan hacerlo en armonía y en paz.
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