¿Quién anda ahí? Móstoles: Madre

¿Quién anda ahí? Móstoles: Madre

 

Nueva columna semanal sobre Móstoles y la historia que hay por sus calles. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Madre

Un conductor me lleva de regreso a casa. Apenas acomodarme en el asiento, me hace notar el inconveniente de la lluvia con un comentario sobre lo evidente: «vaya con la lluvia, amigo, ¿no?». Mientras enfila la calle Antonio Hernández, se sorprende cuando le respondo que me encanta la lluvia, que disfruto esos días y, de hecho, mi ánimo mejora considerablemente cuando llueve. «Incluso salgo a pasear en ocasiones», afirmo. De manera algo desmesurada, exclama que nunca ha conocido a nadie así y que a él no le gusta mojarse bajo la lluvia. Enseguida, comienza a hablarme de su juventud en Venezuela, su tierra natal: sus padres tienen una casa a escasos metros del mar porque les apasiona desde siempre y él practicaba con sus amigos varias aficiones acuáticas como el surf o el buceo cuando era más joven. Lo echa de menos, no de una manera melancólica sino alegre, rememorando la felicidad que aún le aportan aquellos momentos, pese a haber pasado. Su familia es muy parrandera, comenta, y él se ha criado en eso. Ahora practica el softball. Libra los lunes y martes, y los martes juegan una pequeña liga. Este martes, que quería estrenar equipamiento nuevo (guantes y otros accesorios chulos), no han podido jugar por causa de la lluvia y está algo fastidiado por eso, pero jugarán el próximo martes, eso sí. Espera que sí. Bajamos la avenida de Portugal y, distraído por su charla, sale a una plaza cuando otro vehículo la está recorriendo, evitando el golpe por apenas un par de metros. Se lamenta reconociendo la culpa y disculpándose en voz alta, aunque solo pueda oírlo yo. Se aparta al carril derecho, disminuye la velocidad y lo deja pasar. Pronto llegamos a nuestro destino e, interrumpiendo bruscamente su charla, se despide deseándome un buen día. Mientras cruzo el paso de cebra lo observo alejarse hacia el resto del día y de los trayectos por realizar. Llueve fino y no me molesto en abrir el paraguas que llevo en la cartera como medida preventiva. No es un buen día para mí y decido comer fuera para despejarme. Hay un lugar donde el personal es amable y cordial, cuidan bien los detalles y tienen buena cocina. Por algún motivo ignoto, recuerdo los días de lluvia en que regresábamos al colegio después de comer. Sentía cierta tristeza en ellos porque, pese a tener ocho o nueve años ya, prefería quedarme en casa con mi madre. La tristeza, realmente, no venía de la lluvia ni del cielo gris, encontraba comprensión y calidez en ellos, más bien, pero era como escuchar una canción melancólica con el ánimo devastado: se encuentra consuelo al tiempo que se acentúa la pena. Mi madre era como una cabaña en la copa de un árbol sumido en el bosque, solo sentirla cerca me hacía sentirme a salvo. También he disfrutado mucho corriendo bajo la lluvia en mis tiempos de atleta. Los entrenamientos no se detenían así nevara, puedes creerlo. Tampoco las carreras. La lluvia arrecia mientras escribo estas líneas y golpea en el tejado produciendo en la casa un eco agradable de perlas ligeras cayendo en la superficie. Me agradaría salir a pasear en este momento. Rememoro los paseos con alguna chica en mi juventud, calándonos hasta el alma y sonriendo enamorados cada uno del rostro y el pelo empapados del otro… Me levanto a contemplar la vista por la ventana y pienso en la ciudad como esa chica empapada, con la tez pulida, como de mármol, y rutilante por la luz clara de la tarde incidiendo en el agua que chorrea por su rostro. Las personas que se encuentran fuera se resguardan de la lluvia bajo los salientes y los soportales, y caminan encogidas como si un gran peso curvara sus espaldas y cervicales. Algunas portan paraguas zarandeados por las rachas de viento. Los bares se tornan albergue temporal hasta que amaine y el café de media tarde restaura la calidez corporal. Las madres han ido a recoger a los niños al colegio, lo que trae al presente los tiempos pasados de infancia. El colegio Balmes tenía cinco rutas, la mía era la cuatro. Subía al autobús que me dejaba cerca de casa y disfrutaba del trayecto. Tanto la parada de la calle Españoleto como la de la calle Velázquez se encontraban en la misma manzana donde vivía. No me mojaba mucho si me sorprendía la lluvia, sobre todo caminando bajo los salientes de las terrazas.

Si llevas largo tiempo viviendo en Móstoles, sabes que sus calles más antiguas son como esa cabaña en la copa de los árboles. Algunas han mudado su aspecto, otras han quedado irreconocibles y muchas permanecen intactas acogiendo los mismos pasos de aquellos niños de antaño, solo que hoy son pasos adultos que caminan con añoranza por ellas, rememorando momentos. Móstoles tiene un sinfín de calles llenas de historia reciente, de hace más de cincuenta años, que es el tiempo en que todos, ciudad y habitantes, nos hemos hecho adultos. Las calles pasean por nosotros también: la calle Marcial, la avenida de la Constitución, la calle Goya, Ricardo Médem, Velázquez… Incluso parques como el de Andalucía, sembrado de pasos y conversaciones, de momentos y de relatos.

Las ciudades son como las personas, llego a convencerme de que palpitan y sienten como cualquiera de sus habitantes, como cualquiera de nosotros, como una madre silente, comprensiva y paciente, llena de un amor indescriptible y, generalmente, invisible a primera vista. La lluvia trae este contacto con nuestro ser, esta armonía, como si la naturaleza se mostrara para revivir nuestra esencia innata.

Esta mañana me he acercado a comprar el pan. Una mujer me ha preguntado por el nombre de la calle en la que nos encontrábamos. Llevaba una bolsa y un paraguas rojo que, con seguridad, le había prestado su hija. Ha confesado que no conocía la zona. Ha venido a comprar unas cosas en una tienda que le ha recomendado su marido, acercándola en coche, pero ahora se encuentra trabajando y no sabe cómo volver. Mientras le orientaba, nuestros paraguas han chocado, distraídos por las indicaciones. Nos hemos disculpado al mismo tiempo y, al cabo de un instante, nos hemos despedido sonriendo. La he observado alejarse con paso decidido tras conocer ya el camino y he regresado a casa. Un hombre salía de un portal tirando del perro, que se mostraba reacio a salir a la intemperie con esa lluvia. Nos habituamos a las cuevas, pero somos intemperie. Las calles conforman nuestra arquitectura emocional e intelectual. Somos lo que caminamos y corremos, las sensaciones que vivimos y la ciudad en la que habitamos; Móstoles, esa madre perenne en la que cobijarnos necesitados de calidez. La lluvia cesa y los rayos de sol se abren paso entre las nubes del cielo, clareándolo. La tarde sigue su curso, proseguimos con los quehaceres y dejamos que las sensaciones se dispersen, libres, en el ambiente de la tarde, ya sí, soleada y con tareas por delante.

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