¿Quién anda ahí? Móstoles: Soledad

¿Quién anda ahí? Móstoles: Soledad

Nueva columna semanal sobre la vida solitaria y la importancia de la compañía. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Soledad

Rodrigo es un vecino de Móstoles, aunque esta condición solo fue una obviedad simplona para él durante años. Largos años, diría él. Hace tiempo que le parece una dicha nada obvia y menos aún simplona. Habla con su acompañante del área de Bienestar Social, una mujer de mediana edad que le hace preguntas que él solía detestar: «¿qué le sucede?», «¿qué tal se encuentra?». Cuando se quedó solo tras la primera visita, permaneció un tiempo pensando en ello, en qué le sucedía y cómo se encontraba. No quiso agobiarse y se respondió que el truco de mirarse al espejo es infalible para encontrarse. Después siguió mirando por la ventana, molesto con el coche detenido en medio del paso de cebra, esperando con impaciencia a que el semáforo se pusiera verde.

¿Quién anda ahí? Móstoles: Soledad
¿Quién anda ahí? Móstoles: Soledad

Habla con la acompañante y le cuenta esto para que compruebe que su memoria no falla tanto como la pesada carga de los años pueda apuntar. Ella sonríe mirando con fijeza a sus ojos, que no tiemblan ante la incursión. Al rato, pregunta de nuevo: «Está bien, se encuentra en el espejo… ¿puede ver en él qué le sucede?». Ahora es él quien ríe: «Ni que fuera una televisión, sólo es un espejo». Ríe y ella sonríe. Ambos saben que juegan al ratón y al gato. Es el tercer encuentro y ella, que se llama Cristina, le cae bien. No como cae un cuerpo desde un cuarto piso sino como lo hace un pequeño paracaidista de plástico lanzado desde la ventana del aula para aterrizar en la arena del patio después de mantenerse en el aire como si volara. Conoció a su primera Cristina cuando tenía trece años. Iba a verla los sábados a la charcutería que regentaba su padre en la calle Barcelona. Ocurrió apenas un par de sábados porque ella estaba para ayudar a su padre y no para charlar y perder el tiempo, lo que éste le hizo saber delante suya en el último encuentro.

Rodrigo se despidió en ese momento y no regresó más allí ni volvió a hablar con ella. No estaba enfadado, solo actuaba como si ella fuera algo prohibido a lo que no podía acercarse. A Cristina, la acompañante, le agrada caerle bien a Rodrigo, es algo mutuo. Rodrigo sabe que lo dice para reconfortarlo, pero le agrada oírlo aún así. Las acompañantes son astutas porque es su trabajo. Eso piensa él en ese momento. Toda su vida ha escuchado palabras vacías de sentimiento, las conoce bien porque también las ha utilizado. Todo el mundo lo hace y es algo aceptado en la sociedad. Le llevó tiempo reconocerlas, pero el hábito y los golpes son buenos maestros. Cristina lo mira condescendiente, como si comprendiera y lamentara. Tendrá cuarenta y tantos, quién sabe si comprende algo. Lamentar, seguro que sí. Al escuchar el recuerdo de la primera Cristina, comparte con él un instante de complicidad: «Ha debido ser un conquistador». Rodrigo piensa que si hubiera sido conquistador no estaría solo ahora ni tendría que recurrir al Servicio de Comida a Domicilio ni a la ayuda de una acompañante profesional del área de Bienestar Social.

Suelta con precisión los nombres para presumir ante ella de conservar intacta la memoria. «Quizá no haya sido nunca consciente de serlo». La conciencia es el problema, piensa para sí. Cristina pregunta por la familia. No hay familia, él no llegó a casarse ni a formar una familia y es hijo único. Lo era, al menos; ahora es huérfano. Un hombre mayor, demasiado, aunque se resista a doblegarse a la edad. Tuvo una novia en el instituto, estuvieron unos meses juntos antes de sincerarse con ella una noche en el Chaplin. Ya no existe ese pub, solían acudir las noches de los sábados. La última vez que estuvo allí fue la última vez que se vieron. Un sábado. Ella entró el domingo en un portal de la calle Barcelona, subió hasta el cuarto piso y se tiró por la ventana de la escalera comunitaria.

Es una historia amarga que no había contado a nadie y ahora se la cuenta a Cristina porque teme hacer algo parecido, confiesa. Cristina apoya su mano en la de él, que trata de tranquilizarla: «No soy capaz de una decisión así, créeme. Incluso cuando la cabeza me muestra ese camino como el mejor posible, llegado a estas alturas». Se produce un instante de silencio y sonríe por el juego de palabras. Cristina dibuja una sonrisa temerosa y expectante, y le pregunta enseguida si puede abrazarlo. Asiente y se deja abrazar. Trata de devolver el abrazo con la misma intensidad con que lo recibe, pero desconoce aún cómo hacerlo.

Sigue sin saber demasiado sobre el amor y su capacidad para amar sigue estando en entredicho. Sí se siente mejor, como si se encontrara sin necesidad de acudir a un espejo. Todo eso queda atrás, dice Cristina. No comprende, se reafirma Rodrigo en su convicción. Asiente hacia afuera y sentencia hacia adentro: nada queda atrás, salvo el tiempo.

Pronto será hora de marcharse y Cristina le pregunta si siente necesidad de hablar de algo. «Supongo que no puedo variar el menú de las comidas. Quiero decir, escoger algún plato preferido algún día». Sonríen. No, no puede pedir marisco. En el tiempo de los amigos, era un hábito pasar el domingo juntos tomando unas cervezas por la mañana y solían acabar comiendo en El Gordo, la marisquería de la calle Villamil, a unos metros del Chaplin. Ambos sonríen. Rodrigo pregunta cuánto tiempo se extenderá el servicio de acompañamiento. Ella dice que todo el que sea necesario. Sigue sin comprender porque es joven. Cuarenta y tantos es joven, pero nunca se reconoce esa juventud a esas edades. Rodrigo sabe (teme) que todo se interrumpa con cualquier nimio cambio de aire.

Ella desaparecerá. Vendrá otra persona o dejará de venir sin sustitución posible. Después será la comida. Desaparecerá. Permanece callado y cabizbajo. Cristina lo percibe con claridad. Le pregunta y, tras un silencio, él solicita un espejo. Necesita un espejo y lo expresa. Ella lo mira con fijeza y le pide que se mire en ella. «No eres un espejo, necesito un espejo». «Hasta que me mires, no sabrás si soy un espejo o una ventana». La mira. Observa sus ojos marrones. Le cae bien Cristina. Ella apoya de nuevo las manos en las suyas. Rodrigo la pregunta: «¿sabes que me hubiera gustado cuando tenía tu edad?».

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